El bar, una especie de bistró de esos que ofrecen comida económica, tras varios meses cerrado por circunstancias diversas, había vuelto a abrir y estaba casi vacío. Me senté en una banqueta en el extremo de la barra y pedí un café que Ezequiel, el camarero, tras dejar su tarea reponer lo necesario y tirar aquello que se había estropeado, me sirvió diligente.
—Buenas tardes —me saludó entonces una voz profunda y ronca, apagada como la brumosa mañana de aquel día—. Volví la cabeza y noté qué el vacío que descansaba en el banco que junto a mí y frente a la barra, se enseñoreaba con su mirada crítica y, quizás, algo rutinaria.
—Hola —contesté extrañado mientras volvía la cabeza para ver de dónde salían esas palabras que me interpelaban.
—¿Qué tal estás? Hace tiempo que no escribes.
—No se me ocurre qué.
—Ni pintas.
—Hace años que lo dejé.
—Ni sales apenas.
—Con mi mujer, todos los días ¿para qué más?
—¿Y con tus antiguos compañeros de trabajo?
—A algunos veo. El resto por ahí andarán.
—¿Y qué vas a hacer ahora?
—Nada. No lo he pensado.
—Al manos estarás leyendo.
—Poco, es que no me concentro.
—Algo tendrás que hacer. Digo yo.
—Bueno. Ya saldrá se me ocurrirá, cuando me apetezca.
—Si no lo buscas, si no te empeñas…
En ese momento noté que, con una calculada discreción, el alma inerte y cansada del banco vacío, se alejaba y dejaba hueco a un tiempo pasado que se retorcía intentando salir de su encierro de apatía y olvido y, antes de irse, dejaba en la barra unos cuantos folios en blanco, el camarero me acercaba una pluma y mi mujer me daba la mano y me sacaba a dar un paseo por mi presente y nuestro futuro.