Marina

Marina
Marina, de Ezequiel Barranco Moreno

jueves, 30 de junio de 2016

Una duda razonable

Robert Browning hizo su experimento de transmutación de la materia y, tal como describe Langelaan, le salió mal. Robert quedó convertido en un monstruo, mitad hombre, mitad mosca, o un hombre con cabeza y brazo de mosca para ser más precisos, y su cerebro vivió una lucha encarnizada para mantener su condición humana, frente a las razones que esgrimía el pequeño cerebro del insecto.

Pero hasta ahí llega la verdad de la historia. Robert no tuvo la muerte terrorífica en la tela de araña que Langelaan nos contó en su famoso relato. Robert, como Narciso, absorto en la contemplación de su propia imagen fue incapaz de decidir si le iría mejor de mosca o de humano, y terminó arrojándose al lavabo para morir ahogado.

La mosca, cartel anunciador de la película de Kurt Neumann

Viajantes

Cuando Drika quiso despertar a su mujer, ésta no respondió. Habían llegado en una patera tras un largo viaje que había comenzado en Senegal, se escondieron entre la maleza de un terreno baldío cercano, y allí mismo la tuvo que enterrar.

Cuando años más tarde levantaron en las cercanías un centro comercial y convirtieron la zona en un gran aparcamiento, Yani, que así se llamaba la mujer, quedó bajo el estacionamiento número ciento treinta y siete "B" y allí recibía cada día la visita de su marido, que se había quedado de guardacoches y terminaron contratándolo.


Un día Drika vio como un Mercedes aparcaba en el estacionamiento colindante y los empleados del centro comercial conducían hacia allí un remolque con un yate recién comprado, siguiendo las instrucciones del comprador: "Dejen el barco en el ciento treinta y siete B, hasta que podamos remolcarlo al puerto, que mañana salimos hacia Senegal, de viaje de vacaciones".

Senegal, de Maguette Mbodj

viernes, 24 de junio de 2016

Linaje

Entre estos campos de pastos y árboles frutales, donde hoy se levanta el hostal, justo en este amplio salón, había un gran pajar en el que, durante mucho tiempo, trabajaron, rieron y durmieron hombres y mujeres.
Allí fue donde violaron a mi abuela, Juana la Borracha, hasta en siete ocasiones la misma noche. Fueron un peregrino, un uruguayo, un borracho, un sueco, el sacristán, un militar y el boticario. Nueve meses después nació mi madre —hija de siete padres, la llamaban unos, Juanita la Borracha, otros—: peregrina y algo pía, aficionada al mate y al alcohol, rubia y con vivos ojos azules, con gran capacidad de mando y hábil en curas con brebajes y hierbas del campo en sus ratos de ocio. Durante muchos años trabajó en el campo y cada día en la siesta y por la noche acudía a descansar al pajar.
Yo emigré pronto en busca de riquezas y harta de la monotonía de la vida en el pueblo,  pero no me fue bien y aquí estoy, de vuelta, después de tantos años sin más objetivos que despertar al amanecer y conseguir un mendrugo de pan y algo de vino para poder tragarlo. Los viejos del lugar me han reconocido y comentan entre ellos: tiene los ojos de su madre, dicen, sin atreverse a nombrar mis otros rasgos, pero sin dejar de buscar parecidos y cotillear.
Hoy me levanté temprano y, como cada día, desayuné y me tomé mi carajillo y mi copa de anís, y después me entretuve en buscar entre los clientes lo que ellos buscan en mí: parecidos y rasgos comunes. Se fueron acercando algunos vecinos y me invitaron a unos vinos y durante toda la mañana no me moví de la mesa, incluso después de comer seguí tomando una copas y hasta media tarde mantuvimos una conversación cada vez más animada en la que el peluquero, un peregrino y un turista, el dueño del bar, el hijo del uruguayo, un albañil y el médico, me contaron cosas del pueblo, con Juana y Juanita la Borracha siempre presentes, y yo les conté mis recuerdos de la infancia y de mi partida y mil aventuras más, reales unas, inventadas otras, desde mi que me fui hasta mi vuelta.
Mareada y cansada, me retiré a dormir un rato, acompañada de personitas diminutas, arañas, serpientes y fichas de ajedrez que, como es habitual últimamente, aparecen con el sueño y se van cuando me levanto y me sirvo, con las manos temblorosas, una copa de coñac.
Terminada la siesta, volví al bar y seguí mis conversaciones con los parroquianos entre risas y vinos hasta que, al ponerse el sol, me fui a acostar.


Dejé  la puerta abierta. No quería dormir sola esa noche.

Al día siguiente, de Edvard Munch.

Emboscada

Sé que no debo hacerlo, pero si me lo pide obedeceré y distraeré a los que lo acechan, para que pueda salir a satisfacer su obsesión por las niñas.

Pero esta vez mi marido no me encontrará cuando vuelva. Yo estaré sentada entre los que esperan y seré la primera en disparar.

Vincent van Gogh als ziegenbock, de Otto-Muehl

viernes, 17 de junio de 2016

Salón de baile

Habían pasado ya dos años desde el armisticio y el ayuntamiento organizó, coincidiendo con el Día del Pilar, la primera verbena popular del pueblo. El final de la fiesta se celebró por todo lo alto en la Plaza Mayor, con su ambigú, orquesta, baile popular y un castillo de fuegos artificiales. 
Tal fue el éxito del baile que el alcalde y el cura, decidieron utilizar el casino como Salón de Baile todos los fines de semana. El día de la inauguración la sala estaba llena, con la pista rodeada de sillas rojas, bien iluminada y con un gramófono que no paraba de poner pasodobles y otras músicas populares. En la puerta dos guardias que controlaban la entrada, vigilar el orden y se aseguraban de que no se perdiera la compostura. Al fondo, un camarero con pajarita servía limonadas y otras bebidas.
Y ahí estaba yo, junto a otros amigos, mirando a las mujeres que, de dos en dos, iban entrando en la sala se sentaban sin dejar de mirarnos de soslayo y cotillear entre risas. Con un cigarro y una copa recorrí la sala buscando a la que sería mi pareja de baile,  hasta que me topé con una joven de ojos profundos, que me mantuvo la mirada sin ningún disimulo y sin ruborizarse.
No me lo pensé, tiré el cigarrillo, dejé la copa, pedí a la orquesta que tocara “bésame mucho”, me fui hacia a ella y con una amplia reverencia, un guiñó y una sonrisa, le pregunté si quería bailar. No mostró timidez alguna, se levantó y dejó que la cogiera por la cintura, aunque poniendo freno a mis intenciones con sus codos a la altura de mi pecho. Así y todo fue suficiente para oler su perfume —algo fuerte— y sentir el roce de su piel, curtida por el sol, en mi cara. Fuimos hablando, yo queriendo impresionarla, ella susurrándome al oído con voz melosa, insinuante, quizás algo ruda. Me llamó la atención el olor a tabaco que desprendía al hablar e incluso al moverse — por aquella época no era normal que las mujeres fumaran—, pero no me desagradó, y seguí luchando contra sus codos. Poco a poco fui ganando su confianza y los codos se abrieron levemente para acogerme entre ellos. La presión sobre sus pechos me excitó lo suficiente como para intentar besarla y ella accedió en un momento de despiste de los guardias, y dejó por fin caer sus brazos sobre mis hombros. La abracé con el deseo de que acabara el baile y pudiéramos irnos al olivar cercano, pero, en ese momento noté algo raro. Comenzó a ponerse roja y entre sus piernas noté algo que crecía y rozaba mi vientre bajo.

Di un paso para atrás, ella se alejó procurando no llamar la atención y vi como el rimel dibujaba una profunda tristeza en su rostro. 

La danza de la vida de Edvard Munch

Tiempos modernos

El edificio era como un inmenso panal, en el que cada uno de nosotros tenía una celda y una función, una mesa, un ordenador, un fax y la foto de la familia. En los pasillos un dispensador de agua, una máquina de café y un servicio con váter, lavabo y espejo. Cada diez trabajadores teníamos una secretaria, la nuestra se llamaba Ana, pero podría llamarse de cualquier otra forma, ya que todas respondían al nombre genérico de  señorita. Supervisándolo todo, el director y dos interventores, que vigilaban, apuntaban, penalizaban o premiaban, según los informes recibidos de la secretaria y de las cámaras del pasillo.

Cuando me encontraba cansado, me levantaba, salía de la celda e iba al servicio. Allí me despejaba algo y, después de mirarme al espejo, me enjuagaba la cara, me quitaba el sueño y mi inconfundible gesto de hartazgo, desesperanza e impotencia. Una vez mejorado mi aspecto, volvía a la celda para continuar con mi labor.


El director, siempre atento, analizó cada uno de mis pasos y sacó sus propias conclusiones: Pondría un espejo y un lavabo en cada celda, con la indicación expresa de un lavado de cara cada tres horas.

Paisaje de cudad, de Nathan Walsh

viernes, 10 de junio de 2016

La buhardilla

Mi abuelo vivía en una habitación pequeña y sin apenas ventilación, se había metido en la cama hacía años y, desde que se convirtió en demonio, nadie se atrevía a entrar en la habitación, no fuera a escaparse o a hacerle daño.
Allí vivía, sucio y demacrado y, aunque sabíamos que todo delito cometido en la comarca estaba organizado por él, tenía un aspecto angelical y se hacía querer. En realidad nada parecía haber cambiado, quizás las orejas algo más puntiagudas, un persistente olor a cabrito asado y la piel roja, pero su sonrisa y su gesto bondadoso seguía igual, por eso nadie creía que tuviéramos en casa al demonio y tampoco nosotros lo íbamos pregonando. Le dábamos de comer, algo de compañía y cariño, al fin al cabo era nuestro abuelo y no creo que para él fuera fácil ser el demonio.
Por otra parte, como si fuera un pago en especies, cualquier demanda nuestra la atendía sin demora, por ejemplo, a petición mía derrumbó la casa del vecino y construyó una alberca y un pequeño huerto cercado con una verja para que solo pudiéramos entrar nosotros. El vecino nos denunció, pero cuando dijo que el demonio se había reencarnado en un abuelo en la buhardilla de la casa del vecino y había destruido la suya, lo tomaron por loco y lo echaron riéndose de él. No obstante, puso una demanda y llegó a juicio, aunque el juez, también lo echó de la sala al ver que no tenía pruebas para demostrar su inverosímil historia.
Así mantuvo nuestra confianza y aprecio. Para nosotros cada día era más complaciente y las visitas temerosas que hacíamos al principio para darle de comer, se convirtieron en tardes y tardes de charlas e historias. Todos sabemos que el demonio siempre ha tenido muchas cosas que contar.
Lo vieron médicos y psiquiatras, que dijeron que estaba demente o delirante y que no podían hacer nada por él, salvo mandarle un brebaje para tranquilizarlo si se enfadaba. Mis padres también llamaron al cura, éste al obispo y finalmente tuvo que venir un exorcista, que nos dijo que no estaba poseído, sino que realmente era el demonio, y se fue y nunca más volvió.
Nosotros, la verdad es que nos sentíamos algo avergonzados, tanto por tener el demonio en casa como por que nos creyeran locos, y llegamos a pedirle al abuelo que nos demostrara que era realmente el demonio. Le dijimos que, a modo de Cristo, hiciera algún milagro, como convertir el agua en vino. El abuelo refunfuñó y, aunque nunca había sido aficionado al alcohol, nos dijo que siempre le había gustado tomarse o un aperitivo a las doce del medio día y, desde entonces, del grifo de la cocina, en vez de agua sale vermut. Yo habría preferido cerveza, pero ya solo quedaba el depósito de la caldera y, claro está, le dijimos que no.
Hoy lo seguimos teniendo en la buhardilla que, con su ayuda, ahora es una habitación hermosa, bien iluminada y ventilada, y aunque siempre huele algo como a carbón quemado, es muy acogedora. Tanto es el cariño que le hemos demostrado durante este tiempo que ya se ha olvidado de hacer fechorías  y se ha convertido en una especie de duende doméstico benefactor de toda la región.
En el cabecero de la cama le hemos colgado un cuadrito, hecho a punto de cruz, con la imagen de una caldera y un verso que dice:

Aquí vive mi abuelo,
por Satanás poseído,
aquí está Satanás,
por mi abuelo redimido.

Ahora dicen que se han encontrado al antiguo vecino levitando sobre el huerto con unas enormes alas blancas, pero eso es otra historia.

La buhardilla, de Luis Rejano

Superhéroes

Tras descartar probarse ropa usada, una chilaba, unos vaqueros y una camiseta, un traje de payaso, un uniforme militar, un chándal y una bata, que le ofrecieron Hulk, Supermán y Catwoman el día de su jubilación, el Hombre Invisible se dejó aconsejar por Batman: Si quieres sobrevivir, olvídate de heroicidades, ponte una chaqueta, coge un maletín y que te vean.

Afgano invisible con aparición sobre la playa del rostro de García Lorca en forma de frutero con tres higos, de salvador Dalí

viernes, 3 de junio de 2016

Culpable

Encontrándose acorralado, la única posibilidad de escapar fue buscar una salida por la puerta de atrás de su conciencia.

Arrepentimiento, de Morteza Katuzian

Son otros tiempos

Lucrecia era una niña inteligente que, desde muy pequeña, sintió la llamada de Dios. Muy joven, ingresó en un noviciado de las Teresianas. Allí fue plenamente feliz, dedicada a la oración, a las labores de la huerta y a ayudar a los necesitados, y comenzó a escribir textos, fruto de sueños y visiones, que ella recopilaba bajo el nombre “Mis Conversaciones con Cristo”. Cuando se los enseñó a la madre superiora la envió a su celda recriminándole su falta de humildad.
Incómoda con las normas de la comunidad, Lucrecia se salió del convento y, tras un largo peregrinaje en busca de la Verdad, se fue a la finca de su familia, a la que dotó de una pequeña capilla, un comedor y unas veinte pequeñas celdas, con un catre, una mesa y una silla. Así nació la casa fundacional de Las Hijas de la Palabra, que solo ella habitó.
Escribió al Papa y al Rey, predicó y arengó al pueblo, editó sus “Conversaciones con Cristo” y, tanto alboroto causó, que terminaron apresándola e ingresándola en un psiquiátrico. Allí escribió la epístola “¡Qué duros estos destierros!” en el que pedía la intercesión del Santo Padre. Con el beneplácito del Papa fue liberada, tras haber recibido electroshock y los sedantes necesarios, se fue a vivir a casa de su única hermana, que la acogió con cariño y cierta pesadumbre.
Vivió discretamente, escribiendo y rezando sin parar y conversando con niños, adultos y el mismo Cristo, continuó rezando y leyendo a santa Teresa y hasta su fallecimiento, bajo el efecto de neurolépticos y sedantes, mantuvo los ojos abiertos y la mirada fija al cielo, farfullando inspirados e incomprensibles poemas.

Éxtasis de santa Teresa, de Sebastiano Ricci