Marina

Marina
Marina, de Ezequiel Barranco Moreno

viernes, 25 de marzo de 2016

Calentamiento global

Apagaron las llamas del infierno, como última medida para evitar el fin de la tierra.

El gran día de Su ira, de John Martin.

Divertimento

Todo estaba dibujado en la pequeña libreta gris que llevaba en el bolsillo de su pantalón. Un retrato visto desde distintas perspectivas, un boceto del cuerpo especificado sus medidas y otros apuntes, la ropa que solía llevar, las gafas, su profesión y aficiones.

Al mirarse en el espejo, antes de salir de casa, supo que nunca debía de haberse apuntado a ese juego de rol.

Caníbales preparando a su víctima, de Francisco de Goya.

viernes, 18 de marzo de 2016

Crónicas de Pasión II - Patrocinio

Una vez leídas las ofertas de diversas casas comerciales, la Iglesia ha decidido introducir la marca Lux patrocinadora oficial. En el momento en que cierre el acuerdo para el reparto de las donaciones con el representante del Senado Romano y con la jerarquía religiosa judía, se han introducido las modificaciones necesarias en diversas celebraciones religiosas.

Los asistentes a la misa del Domingo de Ramos, no obstante, mostraron su extrañeza al escuchar al decir al sacerdote: "Al ver Pilatos que todo era inútil y que, al contrario, se estaba formando un tumulto, tomó agua y se lavó las manos con Jabón Lux, en presencia de la multitud, diciendo…"

Poncio Pilatos lavándose las manos, de Johannes Woutersz

Crónicas de Pasión I - La niña de raso

            Nació un Miércoles de Ceniza en la clínica que era conocida como la Cruz Roja de Triana. En la cercana Iglesia de San Jacinto, un sacerdote, como manda la tradición, anunciaba muerte, “polvo eres”, y en la clínica un ginecólogo, quizás uno con rasgos cansados y espíritu abierto, traía vida, “es una niña”. Poco tiempo después, la niña fue presentada a la Estrella vestidita pulcramente con un primoroso traje blanco.

Volaba la niña blanca de batista.
Saltaba su sonrisa nueva en fieros acantilados,
en sabias rocas caducas
que duras como el sueño azul sabían a agua eterna.

La niña era dulce como el angelito que sale en el misterio de San Gonzalo, con su chupetito dorado y un mes más tarde fue bautizada en la Iglesia de Santa Ana con el nombre de Estrella y la llevaron a celebrarlo a la añorada Confitería Loli, en la calle Pureza, chocolate, barquillos y pasteles. Ella, “recién cristianá” iba de brazo en brazo, sonriendo y descubriendo el mundo. Terminado el rito y la celebración, la hicieron hermana de la Estrella siguiendo la tradición familiar.

Había nacido en la Sevilla eterna.

Jugaba envuelta en suave villela.
Cantaba descarada e incansable con decidida voz de mando.
Jugaba su voz colibrí a juegos de corros, de risas, de canciones,
al azar ingenuo,
a la adivinanza confiada que crece entre cansados números ciegos.

Cantaba en su mundo ajeno,
en su risa abierta de alma nueva...
en su franqueza.

Sus padres, como tantos, fueron con la pequeña los años siguientes a ese reguero de niños y carritos que es la calle Palos de la Frontera el Domingo de Ramos, para ver la blanca comitiva de la Paz, sin bullas, pidiendo cera, cogiendo caramelos y dando sonrisas. La pequeña, junto a nuevos amiguitos, se asombraba ante el paso de palio a requerimiento de su padre, que la cogía a cabrito “Mira la Virgen, hija” y entusiasmada, tocaba las palmas al ritmo de los tambores y cornetas, mientras su madre le sujetaba un globo y le ofrecía insistente un batido.

Estaba aprendiendo la tradición e historia de esta Sevilla eterna.

Crecía despreocupada con su traje de licra.
Bailaba su cuerpo inquieto como trompo de golpe desatado,
con ira perfumada por el fuego exultante,
impaciente y anhelante bajo la esperanza incierta de la mirada y del beso.

Años más tarde ya coleccionaba habilidades y competía en conocimientos con sus amigos: Ella, cuando empezaba una marcha, al primer toque de corneta preguntaba a su amigo ¿qué marcha es ésta? y por ese toque y dos golpes de tambor él contestaba con el nombre de la marcha, el Cristo al que estaba dedicada, la banda que la tocaba y el autor… y ella se lo creía. Él replicaba enseñando una de las estampas que había ido recogiendo en las visitas a los templos y le enseñaba los ojos ¿Qué Virgen es ésta?, ella no dudada: “La Esperanza de Triana”, él guardaba la estampa perdida la batalla pero presentaba otro reto ¿...Y cuál es el nombre completo de la hermandad?, y viéndola dudar recitaba orgulloso  “Pontificia, Real e Ilustre Hermandad y Archicofradía de Nazarenos del...”, etcétera, etcétera; terminaba triunfante.

Estaba aprendiendo a vivir y congeniar en la Sevilla eterna.

Se miraba orgullosa con su chaqueta de cuero.
El mundo se abría ante ella,                                                                        
lleno de sorpresas, lleno de ilusiones y, quizá, desengaños.
El mundo era ella.

Tenía ya dieciocho años y era una hermosa sevillana, con su primer novio recién estrenado. Ella se sentía feliz y protegida y él disfrutaba protegiéndola. Si encontraban una bulla en el Altozano, él la dirigía cogiéndola cuidadosamente por la cintura. Si no podían pasar por la Magdalena, él sujetándola decidido por el hombro, le abría paso. Cuando terminaba la imposible salida de Carretería, él la protegía de los empujones abrazándola tiernamente. Si le intimidaba la solemnidad de los ciriales de la Mortaja, él la abrazaba por detrás cruzando los brazos sobre sus hombros. Cuando se emocionaba ante una sentida saeta en Castilla, él la besaba y, cuando hacía frío, le echaba por encima su chaleco y le prometía el manto granate de la Señorita del Patrocinio. Las treinta manos de él siempre estaban dispuestas a la ayuda desinteresada, que así es el amor.

Estaba aprendiendo a amar en la Sevilla eterna.

Pasó el tiempo, se casaron ante Santa Ana y se quedaron a vivir en Triana. Poco después tuvieron una pequeña, a la que también llamaron Estrella, la bautizaron con el batoncito de cristianar de la madre y la presentaron ante su Virgen, envuelta en su trajecito de batista.

Estaba aprendiendo a dar vida y abrir nuevos ciclos en la Sevilla eterna.

Se miraba en el espejo con su bata de raso,
recordaba el pasado, veía el presente y pensaba en el futuro.
Un sendero se abría íntimo hacia el hielo,
la arena marcaba el empeño,
los abetos, el olvido y el horizonte lejano, el recuerdo.
Un día pintaba horizontes, otro borraba abetos
y en el paseo, respiraba el silencio de cuando la angustia revienta.
Apagaba con la palabra el sueño y con el sueño el fuego.

Pasaron los años y ella empezó a sentirse enferma y a notar cómo los días venideros eran cada vez más cortos y los pasados, más lejanos. No tenía fuerzas e intuyendo su futuro se abrazó a la esperanza que en Sevilla acoge a los que sufren. Cada viernes rezaba ante el Gran Poder en su basílica y por las noches, al acostarse miraba, y notaba que le miraban, los ojos grandes y compasivos del cuadro de la Estrella que protegía el cabecero de su cama.

Estaba aprendiendo a despedirse de la Sevilla eterna.

Una bata de seda cubría su cuerpo derrotado.
y observándola lloraba conmovido el ocaso.
Sus recuerdos eran gritos que anclados en el vacío se rompían en la nada.

Pero no rezaba por ella, ella sabía que su ciclo acababa y que había dejado vida para continuarlo, y era esa vida la que encomendaba a su Cristo del Gran Poder mientras pedía a la Virgen de la Estrella que la protegiera.

Había alcanzado la plenitud en la Sevilla eterna.

Quiso descansar cuando notó que la Estrella la miraba con cariño y ella miró entonces a su hija: Serás una de tantas, le dijo, has ido en tu cochecito a los barrios o a las plazas, has llorado ante los nazarenos negros y tocado las palmas y reído al ritmo de los tambores. Te dejarás proteger por un gallito impetuoso y perfilarás una vida futura para continuar la historia, la historia interminable que llevamos siglos viviendo. Si Dios quiere y María Santísima de la Estrella lo permite, serás una de tantas y eso hija, en Sevilla, es mucho y muy hermoso.

Estaba enseñando a vivir la Sevilla eterna.

Hacía frío y pudo sentir el consuelo de su toquilla de lana.
Y con el frío llegó el silencio...
Llegó el olvido vestido de raso, negro y ajeno.

Dijo Sevilla a Triana:
“Qué la Virgen de la Estrella cubra a esa triste madre con su sudario de plata”.
Dijo Triana a Sevilla:
“Qué la Virgen de la Aurora, extienda para la niña un manto de esperanza”.
La Giralda vigiló desde su atalaya y Sevilla lo cumplió a rajatabla.


Fragmento de mi Pregón de Semana Santa para la Asociación Abu al-Qasim de 2013

Semana Santa en Sevilla, de Guillermo Muñoz Vera

jueves, 10 de marzo de 2016

La cita

    El domingo salió con Juana, la chica que le presentaste, pero creo que no le ha caído bien y de hecho no ha vuelto a llamarla y ella a él tampoco. Tras almorzar, fueron al cine y dieron un paseo, pero no fueron capaces ni de comentar la película. Se despidieron cada uno se fue a su casa. Pedro es muy aburrido, pero tampoco ella era una fiesta.
    No tiene ningún amigo en la ciudad. Yo creo que si nos apartáramos nosotros ni siquiera nos echaría en falta, la verdad es que no sé qué hacer para animarlo.


Mientras, Pedro y Juana recordaban la tarde tan agradable que pasaron juntos. Incapaces de dar el siguiente paso, cada uno siguió sentado en su sillón, junto al teléfono.

Mujer sentada hablando por teléfono, de Kirk Richards

El regreso

Al bueno de don Fernando, con la edad, le había dado por rememorar su pasado y  recopilar todo aquello que le trajera recuerdos buenos o malos de sus años de lozanía. Ya hacía tiempo que había visto los setenta años y sus bronquios quejumbrosos dejaban pasar el aire con la dificultad propia de un buen fumador de Celtas y Goyas. Tanto los años como los bronquios le hacían que quisiera aferrarse a sus mejores días y no ser recordado como un anciano achacoso, sino como el empresario que había levantado el bar en el que ahora echaba sus profundas bocanadas de humo, entre sorbos de vino, toses de buen fumador y sueños de buen hombre.
Por su carácter hosco e introvertido, se había ido quedando cada vez más aislado en ese pequeño pueblo castellano en el que las casas, la iglesia, los campos y la gente eran un todo ocre y duro. Añoraba sus correrías infantiles, las persecuciones a las jovencitas que iban despertando sus instintos entre faldones, velos y camisolas y las borracheras con los amigos, pero a don Fernando le gustaba, sobre todo, recrearse en el tierno recuerdo de Marcial, su confidente, su apoyo, su amigo del alma.
Marcial nunca había despuntado en nada, no era atractivo ni culto, no era rico, no era querido por su padre ni disfrutaba del cariño de una madre, ya que ésta murió en el parto del que sería su único descendiente. Su padre nunca llegó a perdonarle esa muerte y se la recordaba constantemente, como si hubiera sido él el culpable. Conforme fue creciendo, Marcial fue desarrollando un carácter sensible y tierno, aunque también muy introvertido y, por los motivos que fueran, se unió como una piña a su amigo Fernando. Solo al llegar la adolescencia Marcial fue capaz de despuntar en algo: su espíritu libre e independiente y su carácter desprendido y solidario, además del poco apego a lo material (de lo que, por otra parte, carecía), lo convirtieron en un abanderado del incipiente y activo movimiento revolucionario de la república. Se entregó en cuerpo y alma a la lucha y dedicó todos sus esfuerzos a unir al pueblo contra los abusos de los terratenientes, lo que le facilitó un gran prestigio en distintas capas sociales y en varias localidades de la región. Al estallar la guerra, Marcial luchó denodadamente por sus creencias y sus intereses y decidió tomar el bar de Fernando como base de sus acciones, con la seguridad de que su buen amigo lo protegería si llegaban momento difíciles en la lucha.

Tras quince días de odios desmedidos y dolorosos entre los que ahora eran dos bandos irreconciliables, Fernando le pidió, en medio de su habitual partida de dominó, que le hiciera el favor de abandonar el bar, ya que no comulgaba con sus ideas y además, estaba perdiendo su clientela más fiel. Ambos se enfrascaron en una agria discusión en la que se habló de sus ideales, del futuro y del pueblo, pero en la que también salieron a relucir su pasado común, sus padres, sus riquezas, sus miserias y todo lo que un día les unió y ahora parecía que era otro motivo de disputa. Al final Marcial, en uno de los gestos de ira habituales en él, derribó la mesa en la que habían jugado, hablado y discutido y se fue con sus compañeros entre gritos revolucionarios, apagados por el estruendo de los vasos y las fichas de dominó que caían al suelo como final de una partida que quedó pendiente para siempre. Hecho el silencio, Fernando abrió nuevamente el bar, no sin antes limpiarlo, recoger los vasos y guardar las fichas de envejecido marfil. Una época había muerto y todos lo sabían en el pueblo.

Pasados los años, recordaba don Fernando estos acontecimientos un lluvioso día de otoño, aprovechando que el bar estaba vacío y tenía tiempo para rebuscar entre las cajas y los arcones que el tiempo había ido amontonando. Se entretuvo repasando revistas viejas, el uniforme con el que luchó en el lado nacional, un reloj parado con la foto de su madre en el reverso de la tapa, una cajita llena de medallas y escapularios, una caja de madera enmohecida, con un juego de dominó de pesadas fichas de marfil y otras múltiples baratijas. Todos y cada uno de los objetos encontrados le traían recuerdos que revivía con verdadera pasión. Encendió un Ducados preguntándose qué habría sido del bueno de Marcial, del que hacía más de cuarenta años que no sabía nada, y se entretuvo guardando maquinalmente las fichas de dominó en su caja: “blanca doble, blanca pito, blanca dos...” y cada golpe del marfil en la madera era un golpe del tiempo en su alma: “mi padre, mis amigos, mi pueblo...”. Cuando iba a llegar al seis doble, se recreó con añoranza en el recuerdo de aquel Marcial indómito que, en un momento de ira, cuando iba a comenzar la partida con ese seis doble que ya nunca pudo encontrar, tiró la mesa y la amistad de tantos años, en una discusión de la que él jamás llegó a arrepentirse.

En esto estaba cuando entró un rayo de luz que le hizo levantar la vista, y pudo ver como se movían las tiras de colores que, a modo de cortina, cerraban el bar al calor sofocante del atardecer castellano. Una mano anciana y firme entró en la penumbra del local y tras ella el rostro bonachón de un pasado que volvía a reencontrarse con sus raíces. Marcial entró despacio y bondadoso y se acercó a la mesa en que la que don Fernando no terminaba de saber si estaba despierto o si era un sueño que se había apoderado de la realidad, en esa sobremesa en la que el pasado se había hecho presente junto a los recuerdos de la bodega.

Sin decir una palabra, se miraron y abrazaron, Marcial se sentó en su silla de siempre y miró fijamente a los ojos de don Fernando. No hubo preguntas ni reproches, no hablaron del pueblo, ni de los parientes que quedaban o se habían ido, no indagaron nada uno del otro, sólo se miraron durante una eternidad condensada en escasos segundos.


Marcial se metió la mano en el bolsillo interior de la chaqueta buscando algo y dijo: "Sale el seis doble". Tras un golpe seco en la mesa, don Fernando puso el seis cuatro y la partida siguió. Alrededor, un silencio de siglos, más sincero, intenso y gratificante que nunca. 

Dominó, de Francisco Lorente

viernes, 4 de marzo de 2016

Justicia divina

El mismo día de su muerte, Holmes fue nombrado Jefe del Servicio de Admisión del Cielo.

Se encargaría de reevaluar todos los casos admitidos en su día por san Pedro, y desenmascarar  a pederastas, tanto tiempo escondidos, corruptos y delincuentes informáticos, delitos para los que Pedro ya no estaba preparado.

Retrato de Conan Doyle, de Sidney Paget

Viejos amigos

Sentado en un banco del parque Julián daba instrucciones a Truman, que lo escuchaba dispuesto a cumplir todas sus indicaciones o, al menos, eso parecía.

    No te vayas a subir al sofá,  no rebusques en la basura, no ladres al quedarte solo, cuando te saquen no tires de la correa ni protestes si te ponen el bozal y no te escapes para perseguir a otros perros.

Truman lo miraba y levantaba las orejas a modo de asentimiento mientras Julián lo acariciaba o lo amenazaba señalándolo con el dedo.

    Supongo que esas órdenes también serán para mí, quiero decir que tendré que tenerlas en cuenta —interrumpió Tomás.
    Los perros, como las personas, necesitan un mínimo de disciplina aunque sean viejos o, quizás, precisamente por eso —le respondió, para inmediatamente volver a dirigirse a Truman.
    Obedece a Tomás en todo, es tu dueño desde este momento pero, una última cosa,  cuando te vayas, te lo ruego, no vuelvas la cabeza.
    ¿No quieres quedártelo, aunque sea por un tiempo? —le propuso Tomás que había visto los ojos vidriosos de Julián.
    No, esa es mi decisión, me ha costado mucho tomarla, no hagas la despedida más larga.
    Está bien —contestó al tiempo que le ponía la correa a Truman y se levantaba.
    Espera Tomás, una última cosa, cuando te vayas, te lo ruego, no vuelvas la cabeza.

Julián sacó de su bolsillo una cajetilla de tabaco, con un golpe certero hizo salir un cigarrillo, lo encendió y le dio una profunda calada que aguantó unos segundos con los ojos cerrados, mientras las farolas comenzaron a encenderse lentamente.


Basado en la película "Truman" de Cesc Gay

American Mastiff de Lee Ann Shepard (detalle)