Marina

Marina
Marina, de Ezequiel Barranco Moreno

viernes, 30 de septiembre de 2016

Cadena de mensajes

Ese día Supermán decidió hacer un juego y escribió una carta anónima, con tono amenazador, a su prima: "Si no entregas esta carta morirás en menos de veinticuatro horas". Al recibirla Kara, no dudó en seguir la cadena y la reenvió a Peter, pasando después por las manos de Bruce, Selina y Lois, que finalmente la echó en el buzón de los Clark.

Supermán recogió la correspondencia y dejó la carta abandonada en la mesita de noche, dando por cerrado el juego. Se acostó sin sospechar que alguien la había impregnado de kriptonita.

Superman, cómic

Indicios

Desde el día del naufragio, cada mañana encontraba en el jardín un canasto lleno de peces, sujetos con una cinta blanca. «Tiene que ser un regalo de la pequeña —me decía mientras lo recogía—, no quiere que la olvidemos». Lo guardaba y se iba al puerto, donde pasaba horas mirando en silencio el horizonte, hasta que un día ya no volvió. Supongo que quiso irse con ella, nunca se perdonó la idea de celebrar en un barco la primera comunión de la pequeña.

Chica con una cesta de pescado, de Pierre-Auguste Renoir

viernes, 23 de septiembre de 2016

1936

Va a hacer ochenta años y lo recuerdo como si fuera ayer. Salimos de casa con mucha prisa. Llovía y hacía frío, caminamos durante horas a pesar de mis protestas por las prisas y los gritos, porque nadie me decía a dónde íbamos o me explicara que pasaba, sirvieran para nada. La escarcha, la niebla, el río, los árboles, todo era del mismo color gris de mi infancia. Mi padre me decía  que no tuviera miedo, pero yo sabía que huíamos, que huíamos de ese miedo que tanto nombraba.

Exilio, de María Giuffra

El peso de la razón

Aquella cálida noche de alcohol, seducción y palabras susurrantes, perdió la virginidad. Católica convencida de firmes creencias, quiso sentir arrepentimiento, pero cada vez que pensaba en lo sucedido, un desmedido deseo volvía a encender sus mejillas y su imaginación. Decidió por ello acudir a su confesor y escuchó las palabras con las que éste le explicaba las ventajas de la castidad y la necesidad de controlar los instintos.

Ya más tranquila, repasó todo lo sucedido y las razones esgrimidas por el sacerdote y, sin abandonar su fe,  asumió las consecuencias de sus actos, convencida de que debería ir reservando plaza en el infierno.

La confessione, de Francesco Hayez

viernes, 16 de septiembre de 2016

El pañuelo

Llegaba virgen a ese día y esperaba, entre asustada y curiosa, disfrutar del momento y hacer que para él, más experimentado y seguro de sí mismo, también fuera un día inolvidable.

Poco tiempo después ella retozaba en la cama recordando esos minutos de  placer y él, en el balcón, mostraba en la mancha roja siglos de humillación y sometimiento.

La boda, de Eugenio Hermoso

Insomnio

El tic-tac del reloj, el ritmo machacón de la cuna del piso de arriba, el ruido de la lluvia en la ventana, el golpe seco y repetido del chuzo del sereno, el tintineo de las campanillas de la tienda de comestibles, el ritmo frenético de las carreras, el paso regular del batallón, las sirenas, las constantes explosiones de las bombas sobre la ciudad, el martilleo de los recuerdos en la cabeza. Todo le impedía dormir, se levantó para tomar un vaso de leche y pudo ver desde la ventana a unos desconocidos que se acercaba a la puerta.

Hoy, el tic-tac, la cuna, la lluvia, un zumbido, un pitido, un martilleo constante, lo despiertan, cada noche, hasta el amanecer.

Los desastres de la guerra, nº 30: Estragos de la guerra, de Francisco de Goya

viernes, 9 de septiembre de 2016

La extraordinaria historia de Efraín de la Torre

Mientras me preparaba el desayuno, llamaron a la puerta con violencia. Abrí con cierto recelo y, sin que me diera tiempo de reaccionar, recibí un empujón del Rey Negro, que sin mediar palabra, entró decidido en el salón y se acomodó en el sofá.

—Majestad ¿podría explicarme…? —le pregunté confundido.
—Me han tendido una celada y están a punto de darme jaque mate. Efraín, es usted mi única esperanza.
—Si puedo ayudarle…
—¡Enróquese! —me ordenó el Rey con voz de mando.

Y desde entonces, permanezco encerrado en la torre blanca esperando mi destino.

Ajedrez, fuera de lugar, de Jorge Luna

... Y el verbo se hizo sueño

Salí del cascarón mientras en el exterior, como cada día, el atardecer se disponía a engullir al sol. Pero, de pronto, algo le hizo desistir de su hazaña diaria, el sol me miró y se comió las serpientes y el césped que me rodeaban. Desde entonces el ocaso es verde, las praderas no son sino un enjambre de insectos que bailan al son de los grillos y yo una mezcla luminosa de de saliva, sabia, hojas y vientos.

Serpiente de agua, de Gustave Klimt

viernes, 2 de septiembre de 2016

La función debe continuar

Rudy e Iván eran los miembros más antiguos del circo. Rudy había ejercido electricista, fontanero, carpintero y armero e Iván, que  empezó repartiendo propaganda, fue un niño pillo con los payasos, ayudante del mago y trapecista, pero su verdadero éxito lo alcanzó cuando aceptó ser el hombre bala.

La jornada había empezado con normalidad ese día. Actuaron, entre otros, los trapecistas, un tragasables, dos contorsionistas, el domador, dos magos y los payasos, hasta que llegó el momento más deseado. Con un gran redoble de tambor, el director anunció la presencia del gran Iván Rotrovic —"el único hombre capaz de volar con la elegancia de un pájaro y la velocidad de un obús"—, mientras Rudy,  vestido con galas militares y una gran antorcha en la mano, se disponía a encender la mecha del cañón. Pocos segundos después se oyó una potente explosión, pero en vez de la algarabía habitual, se hizo un profundo silencio. En la pista central los payasos se miraban cubiertos por un fino polvo gris, que flotaba en el aire y caía sobre los espectadores, las azafatas, los vendedores y los músicos, que habían dejado de tocar.


Sólo Rudy conocía la última voluntad de Iván, que había sido incinerado la mañana anterior.

Gente de circo de Fernando Botero

Último testigo

La última vez que lo vi iba tambaleándose por el filo de la carretera. Me acerqué a él, iba arrastrando la chaqueta, mal vestido, sucio y con aliento a alcohol. Lo llamé, pero él se volvió, comenzó a chillarme e insultarme y me dijo que me fuera, que lo dejara en paz y, que no me acercara a su mujer, que sabía lo que había entre nosotros y otra serie de barbaridades.
Le hice caso, me volví y lo dejé allí, camino del puente y me monté en el coche, muy enojado por sus insultos y porque sabía que en cuanto llegara a su casa borracho como estaba, lo pagaría con ella. Entonces noté un fuerte golpe y me bajé, pero solo pude ver las marcas de unos neumáticos en la calzada.

No escuché ni vi nada más, ni en el puente ni en el lecho del río. Lo que no sé —se lo juro señor comisario—, es como pudo llegar esa mancha de sangre al parachoques de mi coche.

Autorretrato, de Alfonso Ponce de León