Marina

Marina
Marina, de Ezequiel Barranco Moreno

viernes, 26 de agosto de 2016

Tras la pista

Me han tenido encerrado dos años y ahora que estoy libre, me encuentro a esa paloma ahorcada en el olmo que hay junto casa.
He hablado con los vecinos y nadie ha visto nada o no le han dado importancia —será cosas de algún gamberro, dicen— pero yo sé que es un mensaje, o va a ser casualidad que aparezca aquí justo el día en que vuelvo a casa, un año después de que muriera mi madre, Paloma Olmo. El vecino del bajo me ha dicho que oyó mucho ruido de madrugada y que escuchó decir a alguien “corre, que nos van a ver”.

Yo sabía que ese macabro hallazgo no era casual, que podría ser una señal, una amenaza o un juego de rol, pero una gamberrada no, y estaba dispuesto a demostrarlo, El caso es que, después de recorrer el barrio para aclarar si la paloma ahorcada era la única o si había más, al volver a casa, me encontré a un mendigo que intentaba cortar la cuerda de la que colgaba. Me quedé mirándolo y se volvió.

    Llevaba muchos días sin comer —me dijo— y ahora, con esta racha de locos, todos los días tengo carne que llevarme a la boca.
    Me parece bien —contesté—, pero ¿has visto más palomas ahorcadas?
    Cada día una, siempre en un árbol, me las he comido todas, salvo la primera, que  apareció al principio de la calle, pero no la cogí, porque cuando iba a acercarme estaba la policía allí. Decían que la dueña de la casa de enfrente, una tal Paloma Ortiz, se la habían encontrado muerta.
    No me parece una casualidad, deberíamos llamar a la policía e informarles.
    Yo paso —me dijo mientras se guardaba la paloma—. A mí, mientras siga encontrando comida, me da igual.

Ya con la paloma en la mano, se fue y allí me quedé sin saber qué hacer ni a quién acudir, pero no desistí en mis investigaciones. Cada vez estaba más convencido de que el ahorcamiento de esas palomas formaba parte de un plan premeditado y no iba a parar hasta desvelar el misterio.

Desde que tomé esa decisión estoy trabajando en ello. Primero contraté al mendigo, al que gratificaba con alguna moneda cada vez que encontraba alguna paloma muerta. Después cogí la guía telefónica y he ido  llamando número por número, para preguntar si vive allí alguna niña o mujer llamada Paloma y advertirle que tuviera cuidado, que iban a por ellas. Mientras, yo me dedicaba a contar las palomas del parque, las atraía con arvejones y las enumeré a todas. En total había una población de ciento dieciséis palomas, ciento catorce sanas y dos enfermas, la treinta y séis y la cuarenta y dos.


Controlada la situación he conseguido salvar muchas vidas y ahora estoy ante un nuevo reto de igual importancia y más alcance. En la puerta de mi casa ha aparecido un ramo de flores, pisado y destrozado, y por mucho que he llamado a Rosa, mi vecina del segundo, no consigo que me abra.

La paloma, de Rafael Alberti

Tenacidad

La intención de seguir siendo solo amigos quedó refrendada por un solemne pacto de sangre.

Cuarenta años más tarde, en una carta que me entregaron tras su muerte, pude leer "te quiero".

Carta de amor, de Jan Vermeer

viernes, 19 de agosto de 2016

Reencuentro

Era uno de esos días de silencio y desesperanza, y allí estaba, cubierta por la hojarasca de otoño, desnuda, con la mirada perdida y exhalando su último aliento, de la misma forma en que la vi por última vez.
Me tumbé junto a ella y me dispuse a esperar a su lado a la próxima primavera.

Desde entonces dicen que la brisa en el bosque trae susurros de amor.

Ophelia, de John Everett Millais

Rutina

Bajó la persiana y dejó el salón a media luz, puso la radio, que en ese momento emitía los nocturnos de Chopin, se quitó los zapatos, dejó sobre la mesa el cenicero, la cajetilla de tabaco y un posavasos, cogió de la vitrina una copa, preparó en la cocina la bandeja, con una botella de ginebra y otra de tónica y unos cacahuetes y puso algo de hielo en la copa.
Ignoró la algarabía de niños que jugaban en la plaza, las bocinas de los coche, las conversaciones en la terraza del bar de debajo de su casa, al ladrido del perro del vecino y las risas de los jóvenes que salían del colegio.

Se sentó en el sofá, encendió un cigarrillo, se sirvió la copa, descansó los pies sobre la mesa y, ya atardeciendo, se dispuso a beberse lentamente, sorbo a sorbo, su soledad.

Habitación en Brooklyn, de Edward Hopper

viernes, 12 de agosto de 2016

Árbol genealógico

Arash, casado con Roshni, que engendró a Ebrahim y sus hermanos.
Ebrahim casó con Amit, que engendró Ozer y a sus hermanos.
Ozer casó con Aunia, que engendró a Habis y a sus hermanos.
Habis casó Galatea, que engendró a Atis y a sus hermanos.
Atis casó con Tiberia, que engendró a Lucius y a sus hermanos.
Lucius casó con Weendy, que engendró a Cedric y a sus hermanos.
Cedric casó con Urraca, que engendró a Fernando y a sus hermanos.
Fernando casó con Luscinda, que engendró a Lesmes y a sus hermanos.
Lesmes casó con Martina, que engendró a Sancho y a sus hermanos.
Sancho casó con Jalila, que engendró a Al Abbas y a sus hermanos.
Al Abbas casó con Isabel, que engendró a Faysal y a sus hermanos.
Faysal casó con Juana, que engendró a Martin y a sus hermanos.
Martín casó con Sara Sofía, que engendró a Leonel y a sus hermanos.
Leonel casó con Mayra-Liz, que engendró a Héctor Antonio y a sus hermanos.
Héctor Antonio casó con María, que engendró a Ezequiel y a sus hermanos.
Ezequiel casó con Habiba, que engendró a Abed y a sus hermanos.
Abed casó con Zaina, que engendró a Abul Bakr y a sus hermanos.
Abu Bakr casó con Raissa, que engendró a Hamid y a sus hermanos.


Hamid, hijo de Abu Bakr, hijo de Abed, hijo de Ezequiel, hijo de Héctor Antonio, hijo de Leonel, hijo de Martín, hijo de Faysal, hijo de Sancho, hijo de Lesmes, hijo de Fernando, hijo de Cedric, hijo de Lucius, hijo de Atis, hijo de Habis, hijo de Ozer, hijo de Ebrahim, hijo de Arash: Rescatado en una patera en el Mar de Libia junto a otros sesenta inmigrantes ilegales, sin papeles en regla ni contrato de trabajo. Acogido hasta su repatriación.

Adán y Eva, de Lucas Cranach el Viejo

Frente al espejo

Cada día se quitaba esas espinillas que afeaban tanto su cara adolescente, e intentaba no darle importancia a sus grandes orejas y a sus dientes montados, hasta que un día se sorprendió al descubrir otros rostros con espinillas, grandes orejas y dientes montados y pudo salir tranquilo a la calle.

Mujer joven frente al espejo, de Giovanni Bellini (detalle)

viernes, 5 de agosto de 2016

Algo había cambiado

Roberto fue un buen estudiante, perteneciente a la parroquia de su barrio y muy activo en asociaciones benéficas, un orgullo para sus padres, que siempre lo definieron como una buena persona. Constante y trabajador, incluso algo servil, no tuvo problemas para encontrar el puesto que ahora ocupa en la pequeña oficina en que desarrolla su labor, con discreción y respeto de sus compañeros.
Como cada mañana se levantó incómodo, con una sensación extraña. Su cuerpo era gordo y peludo, pero se movía sin dificultad y con una rapidez asombrosa con sus cuatro ágiles patas, y en su cabeza húmeda y viscosa destacaban unos tremendos ojos saltones y una lengua larga y viperina. Se podría decir que era una mezcla de rata y víbora.
Sin pararse más, se vistió con pulcritud y comenzó su trabajo, ejecutando los desahucios programados y su labor de prestamista, que hacía con pocos escrúpulos y con una sonrisa que ocultaba chantajes, amenazas o agresiones, que no dudaba en utilizar para conseguir sus objetivos.

Al llegar a casa se miró al espejo y entonces notó cierto cambio en su aspecto físico. Puede que  su rostro algo cansado, una mancha en la chaqueta o que tenía mal puestas las gafas. No le dio importancia, cenó y se acostó temprano, asegurándose antes de haber planchado bien su piel de cordero.

Hombre Lobo, de Lucas Cranach, el Viejo

Libres de pecado

Terminada la misa, salió don Ramón, el cura párroco, junto a a Juana, la ramera más conocida del pueblo, la abrazó, la besó, y se quedó mirando a la plaza.
Los más viejos comenzaron a murmurar y las mujeres a santiguarse y a hacer como si se fueran escandalizadas, pero sin moverse. Fue entonces cuando alguien desde el fondo de la plaza, tiró una piedra y don Ramón cayó al suelo desvanecido. A esa primera piedra le siguieron muchas hasta que don Ramón y Juana, tendidos en el centro de la plaza sobre un charco de sangre, murieron. 

Hoy nadie habla de ello, solo algunos se quejan de que el obispado se ha negado a mandar a un cura y de que ya no se celebran misas en el pueblo.

La lapidación de los ancianos, de Maarten van Heemskerck