Marina

Marina
Marina, de Ezequiel Barranco Moreno

viernes, 29 de junio de 2018

A la moda del país

En el autobús, de Jordi Andreu Fresquet

Despatarrado en el asiento de atrás del autobús, como si fuera el único viajero, Manuel, delgado y encorvado como una guindilla, con sus largas patillas, la cadena de plata con el medallón de tamaño sartén, la camisa de flores abierta hasta el enlutado ombligo, el pantalón celeste acampanado que dejaba asomar los botos de Valverde, y su inconfundible olor a ajo y alpechín; vio como la pasajera del asiento de al lado —rubia, fornida, madraza y teutona—, se levantaba, lo estudiaba como si mirara una gamba al ajillo, le pedía permiso para salir y, ante la falta de respuesta, pasaba y lo pisaba.

Cucha —escupió con un palillo entre los dientes y una lluvia de gotitas bravas por el aspecto y olor—, si me vas a pisar písame el izquierdo que el derecho lo tengo chungo.
—No compgenda  —balbuceó la vikinga antes de bajar del autobús.
—¿Una cerveza, chuli? —preguntó Manuel, apoyando el codo en la barra de la cantina, donde se reencontraron esperando el trasbordo para continuar el viaje.
—No compgenda  —respondió nuevamente la interpelada.

Se miró satisfecho en el espejo, se recolocó la grasa del calculado flequillo, se abrió el escote, tocó la medalla, y con media sonrisa se dijo satisfecho «eres más apañao que un jarrillolata», y subió al autobús impregnándolo todo de un aromático y picante pachuli.

viernes, 22 de junio de 2018

Despedida

Despedida, de Oswaldo Guayasamín

Fue una mañana fría, con una neblina que no permitía ver nada más allá de medio metro de distancia. Ernesto había recibido la llamada de su familia, que le pedía que volviera con ellos. No pudo o no quiso negarse, y ya tenía organizado el viaje, cuando decidió regresar a la que había sido su casa durante tantos años. Yo estaba allí y lo vi entrar.
Ernesto Toledo se había aclimatado a la forma de vida de los habitantes de su entorno, y había llegado a ser considerado uno de ellos. Su aspecto era peculiar, hasta el punto de producir cierto rechazo en la comunidad de su barrio; a excepción de los más pequeños, que lo consideraban el líder de la pandilla. No medía más de un metro cuarenta centímetros, sus miembros eran largos en comparación con su cuerpo, corto y encorvado y sus dedos parecían palillos de tambor. Los ojos grandes, la boca picuda y una nariz casi inexistente, le daban un aspecto cómico que atraía a los niños. Por todo ello y el color cetrino, que se traslucía a través de su piel casi transparente, lo llamaban el Sapo Verde. Quizás para disimular su aspecto, iba siempre muy cubierto, salvo las manos —no había guantes de su talla—, y los ojos, nadie había visto el resto de su cuerpo, que incluso cubría con una sábana cuando salía a pasear o a montar en bicicleta, su actividad favorita.
Con el tiempo lo fueron conociendo en el barrio, y llegó a ser muy considerado por su bondad, buena disposición para ayudar, y por los consejos que daba a los niños, con los que compartía juegos.
Yo crecí con él y puedo asegurar que no podré olvidar la viva imagen de la ternura, ni la bondad de sus ojos al despedirse.
Al verme se le saltaron las lágrimas y me dijo que no podía irse sin repasar cada rincón de la casa y, con ello, cada minuto de su vida. Estuvo al menos una hora paseando por las habitaciones, por la cocina y el jardín. En silencio tocó con su largo dedo índice cada objeto, parecía como si con ello los retuviera. No sé muy bien porqué, se detuvo frente a la mesita de la esquina del salón. La miró fijamente y pronunció, casi deletreándola,  la única palabra que dijo en todo su recorrido —«teléfono»—,  y la repitió cada vez con menos volumen hasta que abandonó la casa, no sin antes darme un abrazo.
Al salir, la niebla se había ido y frente a mí, a unos tres metros de altura, flotaba una inmensa nave, con la puerta abierta y una escalera que llegaba hasta la entrada del jardín. Ernesto se dio la vuelta, me miró fijamente, se deshizo de la sábana que lo cubría, dejando ver su torso deforme y verde, y subió por la escalera hasta la nave. Se volvió y con su dedo índice, deforme y extrañamente iluminado, señaló al jardín, la puerta y las viviendas de alrededor, y gritó «Mi casa». Se cerró la escotilla y la nave se elevó a toda velocidad.

viernes, 15 de junio de 2018

Fraude

Don Quijote y los molinos, de Gustave Doré

«Aquí yace Miguel de Cervantes». Así rezaba la leyenda, grabada por un buril inexperto en la parte posterior de una antigua lápida, descubierta en un pueblo de cuyo nombre no consigo acordarme.
En realidad, el Alcalde la había tallado en su granja, y así consiguió que abrieran hoteles, restaurantes y negocios, un museo temático y una biblioteca especializada, que atrajo innumerables turistas.
Todo iba bien hasta que, en una noche tormentosa, se oyó un gran estruendo, y un caballero, lanza en ristre, destruyó la tumba, volvió a la biblioteca y entró en el capítulo octavo del libro, que cerró su fiel escudero.

viernes, 8 de junio de 2018

El día más importante en la vida del difunto

La lectura del testamento, de Wilkie David

CAPÍTULO 1. DE LA MUERTE INESPERADA

Hace un mes era yo el que presidía esa mesa. Frente a mí, estaba mi hija y el impresentable de su marido, mi hijo y mi esposa. En la mesa descansaban la sopera, la vajilla, la cristalería y los cubiertos de plata que solo utilizábamos en reuniones muy especiales. Fue ese el día en que caí fulminado tras beber la copa de vino que me sirvió el mayordomo.
Aunque era la comidilla del barrio, los había reunido para informarles de que me había enamorado de otra mujer y quería formalizar el divorcio. Me senté en el sillón en que ahora está el dichoso notario y comencé a dar explicaciones. Lo entendieron bien e incluso, salvo mi esposa, aplaudieron mi decisión, hasta que les dije que tenía otros dos hijos con mi amante y que tendría que repartir mi patrimonio.
No fui ajeno a la mirada de odio de mi mujer, a los cuchicheos de mi yerno y a los comentarios de mis hijos. Dejé que se explayaran, que me insultaran e incluso que me amenazaran clavándome la mirada y cogiendo el cuchillo de la mesa, pero no entré  en provocaciones. Me bebí lentamente el vaso de vino que el mayordomo me había servido ante la mirada indiferente de todos los comensales.
Hoy no pueden verme. Me entretengo dejando caer una copa, o abro y cierro la puerta, emito algún sonido o, lo más divertido, me pongo a remover la sopa —aunque me llama la atención que a veces gira sola en la sopera—. Sin embargo. están tan ensimismados con las palabras del notario, que en estos instantes dice que va a leer mi testamento, —el cual, por cierto, no recuerdo haber escrito—, que no son capaces de percibir mi presencia.
Desde que supe que habían citado al notario para leer mi supuesto testamento, tuve claro que no podría descansar en paz si no arreglaba esa farsa; así que, con la ayuda de un médium amigo, cambié el documento por otro papel que leerán hoy. Estoy deseando ver la cara que se les queda.

CAPÍTULO 2. DE LAS PESQUISAS DE LA LEY

Aquel día se habían reunido el señor de la casa, cuatro familiares y el mayordomo,  alrededor de la mesa perfectamente preparada para una comida especial. El señor de la casa no estaba nervioso; era un hombre con ideas muy claras y pocos escrúpulos, cosa que no podemos decir de su familia. Su esposa, una mujer envidiosa y con muy mal fondo, se sentía peor pensando en los cotilleos de sus amigas que en los problemas económicos que pudiera acarrear el divorcio. Eran los dos hijos y el yerno los que parecían más enfadados, especialmente este último, que no dejaba de jugar con el cuchillo en la mano. El mayordomo volvió a llenar la copa del anfitrión y fue a la cocina a calentar la sopa, que se había enfriado durante la conversación.
A la vuelta, el señor se retorcía de dolor en el abdomen, había vomitado y el olor a almendra amarga no dejaba dudas, había sido envenenado.
La escena pareció repetirse el día de la lectura del testamento: la mirada de la mujer, la angustia de los hijos y la parsimonia del mayordomo preparando la sopa. El notario, que ocupaba la silla del difunto, abrió el testamento y se quedó en blanco, ante la impaciencia de la familia, que mantenían la cabeza baja mirándose entre ellos de reojo y entreteniéndose con el vapor de la sopa, que giraba como si alguien la estuviera moviendo.

CAPÍTULO 3. DE LA RECETA DE LA SOPA CASTELLANA

Llevo una hora aquí plantado, como el aparador, el  macetero o el horrible escudo de armas de la chimenea. Cada día es igual, que si la mantelería tal o la vajilla cual, que si el vino está caliente o el café frío. El señor ha muerto y nada ha cambiado. Permanezco en la esquina del salón esperando que la señora dé la orden de servir la sempiterna sopa.
Espero que el notario lea de una vez por todas el testamento, que no haya muchas broncas y que pueda servir la mesa, no vaya a ser que, como el día que murió el señor, me manden a la cocina e intenten cargarme la culpa del envenenamiento.  
Vi por fin que el notario se disponía a abrir el sobre entre platos y copas, y me acerqué a retirarlos, con la mala suerte de que una copa se cayó, incluso antes de tocarla. Le pedí mil disculpas y, tras servirle otra, me aparté. Las luces comenzaron entonces a parpadear y la sopa a girar y hervir. Todo era muy extraño, pero yo permanecí quieto en espera de órdenes que no llegaban.
El notario, tras unos minutos de silencio, se desabrochó el cuello de la camisa, se secó el sudor y empezó a leer: «Diez dientes de ajo, seis huevos, doce rebanadas de pan, ciento cincuenta gramos de jamón serrano…». Yo no entendía nada.
La sopa entonces entró en ebullición y yo la retiré antes de que salpicara a los comensales. A la vuelta, el testamento había desaparecido, había un fuerte olor a almendra amarga en la sala, todos me señalaban con mirada acusadora y se fue la luz.

CAPÍTULO 4. DE LA SOPERA Y EL CUCHARÓN

Ésta va a ser otra reunión entretenida, mi querido mayordomo, vas a traer la sopa fría, que yo la calentaré, y ten siempre las copas llenas de vino en el filo de la mesa, por si se tercia que se caigan. Tú eres inocente y te quieren cargar el muerto para borrar testigos y quedarse con la fortuna del señor, que en paz descanse.
Con la güija os entendeis fácilmente el señor y tú. El finado quiere vengarse y tú tienes que dejar ya el servilismo de tantos años y de pasearme de la mesa a la vitrina y de la vitrina a la mesa. Empieza por quitar esa cara de tonto, que hablar hablamos todos, incluidas las soperas. Comienza a servir la comida y distráelos manchándolos, mientras el señor tira las copas y hace ruidos, acércate al notario y cambia el sobre del testamento por el que hay en el aparador, será divertidísimo. Mira con atención al yerno, que no ha soltado el cuchillo desde que ha llegado, y no creas que sea para comer sopa, es el único que debe preocuparte. Tírale un vaso de agua, eso lo mantendrá entretenido.
Tómatelo con calma, van a estar al menos diez minutos en otro mundo, sin entender a que viene esa receta de sopa castellana, y el notario rebuscando entre papeles y maldiciendo a su mujer, que lo tiene que tocar todo.
Aprovecha ese momento. ordena a las lámparas que se apaguen y a la bandeja que te sirva la llave de la caja fuerte, mientras el difunto los confunde haciendo de las suyas. Cuando vuelva la luz y salgan del asombro, escóndete, quítate ese ridículo traje negro y la pajarita azul, y desaparece, cierra los ojos y espera hasta que, con tu nueva identidad de cucharón y la bendición del señor, me recojas, me montes en el camión de mudanzas, y me lleves a una nueva casa, en la que emprender una vida en común.

viernes, 1 de junio de 2018

De héroes y sombras

El sereno. Grabado de calendarios Históricos Mexicanos

Yo recuerdo mi infancia como una escalera que sube al misterio y baja a un naranjo equivocado que huele a jazmín.
La luz de la ciudad dibujaba las sombras de mi viajes de pies limpios y de sueño cansado.
A la izquierda, la calle gris me daba ropa corta y mallas blancas, y el dolor de Sigrid,  lejana, ajena y diosa; y a la izquierda la calle blanca me daba el elixir y la mirada serena de Sigrid abrazando mi cuerpo adolescente.

¡Las doce en punto y sereno!

Los dados, una carta, un dardo y una pelota fueron mis armas para llegar a capitán, si otros capitanes, siempre enemigos, capitulaban.
Navegué a China y a Macao, en busca de oro y seda y cuando el grumete Trueno y el fiero Goliath gritaron «¡Tierra a la vista!», puse la espada cruzada o la cruz clavada en la Tierra Virgen.

¡Las dos y media y nublado!

Luché contra los indígenas y con ellos, pasé hambre y sed, enfermé y sané, me enfrenté a molinos con forma de monstruos y a monstruos con forma de molinos y volví con las arcas llenas de lápices y papel para Miguel, Garcilaso, Federico, Antonio y otros tantos fabricantes de vidas a repartir entre a nacientes y dolientes.

¡Las cinco en punto y lloviendo!

En los días fríos levantaba muros, torres y puentes, abría puertas y pasajes secretos, pintaba cada pared y así, poco a poco, construía el castillo que soñaba, hasta que las latas vacías y las cajas de galletas volvían a la alacena de la abuela en espera de una nueva aventura.

¡Las ocho y media y nevando!

Monté en mi bicicleta nueva, sin ruedines, recién comprada, salté los días a piola, construí casas y hoteles sobre el mantel, tropecé con el maestro —siempre despistado con su ciencia y olvido—, besé a mi novia, busqué con mi mujer ropa para los mellizos, acompañé a mi madre enferma, discutí con mi jefe. Ahora descanso al sol con el seis doble y la doble pareja en espera de una cita a la que no puedo faltar. La he visto llegar: pálida, enjuta, vestida de negro y de mirada penetrante; siempre tiene reservado el momento para tomar una copa con cada uno de nosotros.