La lectura del testamento, de Wilkie David |
CAPÍTULO 1. DE LA MUERTE INESPERADA
Hace un mes era yo el que presidía esa mesa. Frente a mí,
estaba mi hija y el impresentable de su marido, mi hijo y mi esposa. En la
mesa descansaban la sopera, la vajilla, la cristalería y los cubiertos de plata que
solo utilizábamos en reuniones muy especiales. Fue ese el día en que caí
fulminado tras beber la copa de vino que me sirvió el mayordomo.
Aunque era la comidilla del barrio, los había reunido para
informarles de que me había enamorado de otra mujer y quería formalizar el
divorcio. Me senté en el sillón en que ahora está el dichoso notario y comencé
a dar explicaciones. Lo entendieron bien e incluso, salvo mi esposa,
aplaudieron mi decisión, hasta que les dije que tenía otros dos hijos con mi
amante y que tendría que repartir mi patrimonio.
No fui ajeno a la mirada de odio de mi mujer, a los
cuchicheos de mi yerno y a los comentarios de mis hijos. Dejé que se
explayaran, que me insultaran e incluso que me amenazaran clavándome la mirada
y cogiendo el cuchillo de la mesa, pero no entré en provocaciones. Me bebí lentamente el vaso
de vino que el mayordomo me había servido ante la mirada indiferente de todos
los comensales.
Hoy no pueden verme. Me entretengo dejando caer una copa, o
abro y cierro la puerta, emito algún sonido o, lo más divertido, me pongo a
remover la sopa —aunque me llama la atención que a veces gira sola en la
sopera—. Sin embargo. están tan ensimismados con las palabras del notario, que
en estos instantes dice que va a leer mi testamento, —el cual, por cierto, no
recuerdo haber escrito—, que no son capaces de percibir mi presencia.
Desde que supe que habían citado al notario para leer mi
supuesto testamento, tuve claro que no podría descansar en paz si no arreglaba
esa farsa; así que, con la ayuda de un médium amigo, cambié el documento por
otro papel que leerán hoy. Estoy deseando ver la cara que se les queda.
CAPÍTULO 2. DE LAS PESQUISAS DE LA LEY
Aquel día se habían reunido el señor de la casa, cuatro
familiares y el mayordomo, alrededor de
la mesa perfectamente preparada para una comida especial. El señor de la casa
no estaba nervioso; era un hombre con ideas muy claras y pocos escrúpulos, cosa
que no podemos decir de su familia. Su esposa, una mujer envidiosa y con muy
mal fondo, se sentía peor pensando en los cotilleos de sus amigas que en los
problemas económicos que pudiera acarrear el divorcio. Eran los dos hijos y el
yerno los que parecían más enfadados, especialmente este último, que no dejaba
de jugar con el cuchillo en la mano. El mayordomo volvió a llenar la copa del anfitrión
y fue a la cocina a calentar la sopa, que se había enfriado durante la
conversación.
A la vuelta, el señor se retorcía de dolor en el abdomen,
había vomitado y el olor a almendra amarga no dejaba dudas, había sido
envenenado.
La escena pareció repetirse el día de la lectura del
testamento: la mirada de la mujer, la angustia de los hijos y la parsimonia del
mayordomo preparando la sopa. El notario, que ocupaba la silla del difunto,
abrió el testamento y se quedó en blanco, ante la impaciencia de la familia,
que mantenían la cabeza baja mirándose entre ellos de reojo y entreteniéndose
con el vapor de la sopa, que giraba como si alguien la estuviera moviendo.
CAPÍTULO 3. DE LA RECETA DE LA SOPA CASTELLANA
Llevo una hora aquí plantado, como el aparador, el macetero o el horrible escudo de armas de la
chimenea. Cada día es igual, que si la mantelería tal o la vajilla cual, que si
el vino está caliente o el café frío. El señor ha muerto y nada ha cambiado.
Permanezco en la esquina del salón esperando que la señora dé la orden de
servir la sempiterna sopa.
Espero que el notario lea de una vez por todas el
testamento, que no haya muchas broncas y que pueda servir la mesa, no vaya a
ser que, como el día que murió el señor, me manden a la cocina e intenten
cargarme la culpa del envenenamiento.
Vi por fin que el notario se disponía a abrir el sobre entre
platos y copas, y me acerqué a retirarlos, con la mala suerte de que una copa
se cayó, incluso antes de tocarla. Le pedí mil disculpas y, tras servirle otra,
me aparté. Las luces comenzaron entonces a parpadear y la sopa a girar y
hervir. Todo era muy extraño, pero yo permanecí quieto en espera de órdenes que
no llegaban.
El notario, tras unos minutos de silencio, se desabrochó el
cuello de la camisa, se secó el sudor y empezó a leer: «Diez dientes de ajo,
seis huevos, doce rebanadas de pan, ciento cincuenta gramos de jamón serrano…».
Yo no entendía nada.
La sopa entonces entró en ebullición y yo la retiré antes de
que salpicara a los comensales. A la vuelta, el testamento había desaparecido,
había un fuerte olor a almendra amarga en la sala, todos me señalaban con
mirada acusadora y se fue la luz.
CAPÍTULO 4. DE LA SOPERA Y EL CUCHARÓN
Ésta va a ser otra reunión entretenida, mi querido
mayordomo, vas a traer la sopa fría, que yo la calentaré, y ten siempre las
copas llenas de vino en el filo de la mesa, por si se tercia que se caigan. Tú
eres inocente y te quieren cargar el muerto para borrar testigos y quedarse con
la fortuna del señor, que en paz descanse.
Con la güija os entendeis fácilmente el señor y tú. El
finado quiere vengarse y tú tienes que dejar ya el servilismo de tantos años y
de pasearme de la mesa a la vitrina y de la vitrina a la mesa. Empieza por
quitar esa cara de tonto, que hablar hablamos todos, incluidas las soperas. Comienza
a servir la comida y distráelos manchándolos, mientras el señor tira las copas
y hace ruidos, acércate al notario y cambia el sobre del testamento por el que hay
en el aparador, será divertidísimo. Mira con atención al yerno, que no ha
soltado el cuchillo desde que ha llegado, y no creas que sea para comer sopa,
es el único que debe preocuparte. Tírale un vaso de agua, eso lo mantendrá
entretenido.
Tómatelo con calma, van a estar al menos diez minutos en
otro mundo, sin entender a que viene esa receta de sopa castellana, y el
notario rebuscando entre papeles y maldiciendo a su mujer, que lo tiene que
tocar todo.
Aprovecha ese momento. ordena a las lámparas que se apaguen
y a la bandeja que te sirva la llave de la caja fuerte, mientras el difunto los
confunde haciendo de las suyas. Cuando vuelva la luz y salgan del asombro, escóndete,
quítate ese ridículo traje negro y la pajarita azul, y desaparece, cierra los
ojos y espera hasta que, con tu nueva identidad de cucharón y la bendición del
señor, me recojas, me montes en el camión de mudanzas, y me lleves a una nueva
casa, en la que emprender una vida en común.
Lo siento. Está claro que hay un contubernio, pero no termino de verlo. ¿Un equipo entre el señor y el mayordomo?¿Entre el cucharón y la sopera? ¿O un pequeño ejército fantasma entre los tres?
ResponderEliminarLo he leído tres veces sin sacar nada en claro, pero es que los de la científica no dejan de molestarme con el análisis del vino y de la sopa.
Lo he leído varias veces y no he conseguido enterarme si el malo era el señor, el yerno, el mayordomo o el cucharón.
ResponderEliminarAl final pienso que hay un contubernio entre la sierra, el cuchillo del yerno y el cucharón. No sé con qué objeto.
Por otra parte está muy bien escrito, mantiene la tensión y la intriga.
Toda historia se desarrolla en distintos momento, cada momento tiene su protagonista y cada protagonista su visión.
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