Marina

Marina
Marina, de Ezequiel Barranco Moreno

viernes, 24 de abril de 2020

Travesía

Puesta de sol, de Carlos de Haes


Cuando se bajaron del tren, después de años de viaje, y comprobaron que no había nada, que nadie los esperaba, que ningún juez iba a premiarlos o castigarlos, se sentaron en un banco del andén a esperar juntos la puesta de sol.

viernes, 17 de abril de 2020

La sombra

Jardín de noche, de Alejandro Quincoces

No la soportaba —siempre por los suelos, deforme, anárquica en sus movimientos, y caricaturizando su figura—, pero no podía desprenderse de ella.

Era tal su odio, que dejó de salir al amanecer o en el ocaso, cuando su presencia era más evidente y desgarbada. Se ocultaba tras los edificios bajo y los árboles y se encerraba por las noches para evitar las sorpresas desagradables que le proporcionaban las farolas y las luces de los escaparates. Terminó paseando solo los días nublados y lluviosos, cosa poco habitual en la ciudad del sur donde vivía, hasta que se encerró para no verla.
Estaba siempre a oscuras —el interior de las casas está siempre llenó de luces y la oscuridad hacía más visible su reflejo—, de forma que pasaron meses sin que nadie lo viera.
            Una noche, un apagón en la ciudad le dio la oportunidad de salir. Miró al cielo y se aseguró de que estaba nublado y que era luna nueva, bajó las escaleras totalmente a oscuras y tomó el camino del parque pero, al cruzar la avenida, ahí estaba ella, en la calzada, alargada, imponente y amenazante. Se quedó paralizado, no vio las ráfagas ni escuchó el frenazo del coche que lo alcanzó por la espalda.
            En el asfalto, una mancha oscura de sangre corría contrahecha y estilizada cuesta abajo. 

viernes, 10 de abril de 2020

Bonsáis

Riña de gatos (detalle) de Francisco de Goya

Quería tanto don Ramiro a su hijo recién nacido que decidió que lo mantendría siempre junto a él. Lo planeo de forma exhaustiva acudiendo a la bibliografía más actual y a antiguos tratados orientales. No podía permitirse ningún error.
Comenzó con la antigua técnica japonesa para conseguir los pies de loto, pero aplicada a todo el cuerpo y, especialmente la cabeza. Cuando vio que al final de los vendajes de piernas y brazos, comenzaron a aparecer las uñas, se las fue limando, y siguió recortando, con sumo cuidado, los pulpejos de los dedos, pero solo la piel y el tejido celular subcutáneo, para evitar hacerle daño. Terminada la operación los curaba, con anestésico local, y vendaje compresivo. De esta forma, explicada de manera muy sucinta, consiguió mantener los cincuenta centímetros que el pequeño Martín había medido al nacer.
            Con el paso del tiempo acomodó la casa para que el pequeño, que no conocía más mundo que el salón, fuera feliz. Encargó una casita de muñecas con las medidas adecuadas a su estatura, orientada de este a oeste entre dos ventanas que permitían seguir el ciclo del día y la noche, la rodeó de un jardín de césped artificial, en el que puso diversas jaulas con mariposas y grillos y plantas y arbolitos que él mismo había tratado para conseguir el crecimiento que se adaptara a la casita. El pequeño, creció feliz amparado por el cariño de su padre y libre de los peligros del mundo exterior.
            Al cumplir los dieciocho años, su padre le hizo un regalo espectacular, la compañía de una pequeña, hija de unos amigos suyos que compartían su afición y con los que había fundado el Club de los Peques. En poco tiempo, como era de esperar, se enamoraron y concibieron su primer hijo, que mantuvo las características físicas de sus padres.
            Al cumplir los cincuenta años, ya habían tenido una prole de quince hijos, y el anciano patriarca amplió la casa con doce habitaciones más, extendió el jardín y construyó una escuela a la que acudieron los hijos de otros miembros del club. Fue entonces cuando ocurrió la desgracia. Aprovechando un descuido de don Ramiro, entró un gato a la casa, mató a seis niños, a dos de los cuales se comió.
            Martín, herido gravemente, pudo escapar con su mujer y el resto de los pequeños, que en ese momento estaban en el recreo. Se escondieron en el bosque cercano y allí crearon una nueva comunidad. Martín, consciente de su debilidad, les adiestró sobre las medidas básicas para su supervivencia, y los mantuvo unidos en lo más profundo del bosque. Han pasado muchos años y los gnomos, que así los llaman aunque nadie ha llegado a verlos, siguen viviendo allí, bajo la tutela del Patriarca, que los reúne cada noche para contarle historias de su civilización, bajo la protección del dios Ramiro, al que encomiendan protección ante el diablo, al que todos conocen como Gato.

viernes, 3 de abril de 2020

Pandemia


 
Coronavirus
Llevábamos un año, seis meses y catorce días confinados por culpa del dichoso virus y yo, la verdad, ya me encontraba cansado y agobiado por tanto enclaustramiento. Cada mañana me despertaba decidido a salir, pero me asomaba a la ventana y veía a esa masa de gente, yendo en todas direcciones, uniformadas con su traje azul azafata y esa cabeza redonda de igual color, con decenas de espículas terminadas en una especie de ventositas, que me hacían replanteármelo. Otras veces era por la noche cuando notaba la necesidad de tomar el aire fresco, pero me asomaba y veía la calle totalmente vacía, solo con algunas sombras que se desplazaban por las paredes de los edificios y, a veces, producían unos sonidos guturales que ponían los pelos de punta. Me amedrentaba y me quedaba en casa y, tras tomarme un tranquilizante, me acostaba hasta la mañana siguiente. 
Por fin una noche escuché cantos en la calle, era un centenar de personas que, desafiando la cuarentena impuesta, se decidió a salir en grupo. Lo hicieron sin ningún tipo de complejo, juntos, cantando y bailando detrás de un joven, que los dirigía. No lo dudé y bajé corriendo a unirme a ellos.
Desde entonces aquí estoy cada noche, siguiendo a Michael Jackson al ritmo de su Thriller.