Marina

Marina
Marina, de Ezequiel Barranco Moreno

viernes, 26 de enero de 2018

El engendro

Auto de fe de la inquisición, de Francisco de Goya.

Nació sin ojos, lengua, orejas ni nariz, y sus padres fueron quemados el mismo día de su nacimiento, por brujería. Él pudo sobrevivir gracias a los cuidados del Santo Oficio, bajo la tutela y vigilancia del Inquisidor General, que lo adoptó, y al que sirvió con abnegación y humildad toda su vida. Se le encomendaron las más diversas tareas, como limpiar, trabajar el huerto, ayudar en las ceremonias o levantar el cadalso, azuzar el fuego y preparar las sepulturas, lo que hacía a la perfección, a pesar de no poder ver, hablar, oír ni oler.
Un día, en un descuido mientras cargaba leña, se le escapó un pensamiento y fue condenado a morir en la hoguera, en el solemne auto de fe que estaba preparando.

viernes, 19 de enero de 2018

Primera sesión

Le Buveur, de Henri de Toulouse-Lautrec

Quisiera que tuvieran en cuenta los factores que han concurrido en la vida de este niño —continuó explicando el juez a los asistentes—. A la edad de quince años, ya había vivido con cuatro familias y había estado tres veces bajo la tutela de los servicios sociales. A su madre biológica —no se le conocía padre— le quitaron la custodia al año y medio, al encontrarlo en situación de abandono y lleno de cardenales y quemaduras de cigarrillo. Tras un periodo en un orfanato lo adoptó una pareja, pero con la mala suerte que murió la madre, y el padre, que no podía hacerse cargo de él, se lo entregó para que lo cuidara a su hermana, que era toxicómana. Estuvo con ella unos diez años hasta que, perseguida por la justicia por un robo, desapareció y lo abandonó. Cuando lo recogieron de nuevo los servicios sociales, ya consumía cannabis, hacía pinitos con pequeños hurtos y lo habían echado de dos colegios. En el orfanato aumentaron los problemas, conforme crecía aprendió —y enseñó— todo aquello que más daño podía hacer, se hizo el líder de una pandilla de pequeños delincuentes que robaban usando incluso la violencia, comenzó a consumir alcohol y drogas de diseño y a coquetear con la heroína y su comportamiento se hizo cada vez más anárquico y violento.
No quiero que piensen que estoy justificando la violencia ni que quiero amparar a un delincuente, solo quiero que entiendan su actitud y, quizás, la mía.
Volvió a salir, esta vez dentro de un programa de reinserción, gracias a un matrimonio sin manchas —juez él y enfermera ella— sin hijos. Aunque ella no tenía tan clara la adopción, el juez —ese juez engreído y seguro de si mismo—, insistió y la convenció, creyendo que podría con todo. El niño, ya con dieciséis años fue de mal en peor, la convivencia en casa fue espantosa hasta el punto de que la mujer —mi mujer— me abandonó, aunque yo seguía convencido que podría sacarlo adelante. Estaba ciego y no veía que, a pesar de mi experiencia en el juzgado de menores, no era capaz ni siquiera de acercarme a él, de tener la mínima idea de lo que sentía, de lo que necesitaba, hasta el punto que el día que lo encontraron muerto —por una sobredosis, dijeron— me cogió por sorpresa. Ahora pienso que se suicidó y que si yo hubiera estado más atento, más cercano y receptivo, podría haberlo evitado. Fui incapaz de superarlo y fue entonces cuando empecé a beber.

Mi nombre es Mario, tengo 53 años, soy juez y soy alcohólico.

viernes, 12 de enero de 2018

Hora de comer

Aeropuerto de Barajas, de José Manuel Palacio

Viajeros con destino Terrilandia, embarquen en la puerta 22E —se escuchó por la megafonía del aeropuerto—, y en pocos minutos se formó una larga cola delante de la azafata, que recogía las tarjetas de embarque.

De pronto la cola se frenó, la azafata se quedó inmóvil, un avión rosa que acababa de despegar se paró en el aire, las escobas dejaron de barrer al ritmo de la música y los coches enmudecieron. Poco después, los conejos, los cerditos, el gran danés, el lobo, el caniche y el resto de los personajes, desaparecieron, y el niño empezó a llorar, mientras escuchaba a su madre que decía: Hasta que no acabes el plato no te pongo los dibujitos.

viernes, 5 de enero de 2018

Enero

Anciano con abrigo de piel, de Rembrandt

Don Aurelio Rangel, al entrar en casa  aquel desapacible día de primeros de año, colgó su gabán totalmente empapado en el perchero, puso sus zapatos sobre la alfombrilla de la entrada, el maletín en el armario y la corbata en la mesita de noche, se calzó las zapatillas y se sentó en la mesa camilla. Antes de resguardarse al calor del brasero, dejó su brazo derecho en el escritorio, sus piernas en el sofá, sus ojos frente a la televisión, las orejas en la estantería de los discos, la boca en la cocina, su corazón en la vitrina del salón y el cerebro en la cama de matrimonio.
Cuando a la mañana siguiente se dispuso a salir de su refugio, el brazo seguía torpemente caído sobre el escritorio, sus piernas doloridas no se habían repuesto, varias lágrimas daban brillo a sus ojos, la boca estaba seca y la lengua apergaminada, las orejas repetían machaconas una triste sonata de piano, el corazón latía al ritmo sosegado del reloj de pared y su cansado cerebro se rebelaba contra el amanecer.
En la calle el sol había vuelto a brillar, pero el gabán seguía empapado en el perchero.