Marina

Marina
Marina, de Ezequiel Barranco Moreno

viernes, 29 de abril de 2016

Miedo escénico

Comenzó el día muy excitado, ya que por fin había encontrado la manera de salvar al mundo. Estaba tan seguro que incluso había conseguido resumirlo en quince folios, en los que quedaban meridianamente claros, los problemas que lo aquejaban y cómo podrían superarse en un plazo no mayor de tres meses.

Se puso a trabajar con tal entusiasmo que consiguió reunir un mes más tarde a influyentes dirigentes para que escucharan su propuesta. Sólo había un problema, estaba seguro de que cuando comenzara su discurso, se pondría nervioso, mezclaría las palabras, titubearía y desdibujaría los mensajes. Intentaba tranquilizarse, pero parecía que le hablaban desde su interior: "No podrás, no sabrás decirlo, nunca has sabido leer".


Llegada la hora, se puso en pie detrás del atril y ante la mirada de tan influyente foro, comenzó a leer algo dubitativo, aunque pronto fue tranquilizándose y conforme avanzaba su intervención, fue ganando su seguridad, no sin cierta desesperanza: “Puede que no sepa leer —pensaba—, pero ellos tampoco saben escuchar”.

La retórica, de Pieter Isaacsz

Juegos infantiles

El joven príncipe se entretenía jugando con la corona, el cetro y la bandera, hasta que un día, le quitaron todo, se quedó sin juguetes y tuvo que ir a buscarlos a otro sitio.

Alfonso XIII, de Ignacio Pinazo

sábado, 23 de abril de 2016

Plagio

—¡Válame Dios! —dijo Robin—. ¿No le dije yo a vuestra merced que mirase bien lo que hacía, que no era sino un parque eólico, y no lo podía ignorar sino quien llevase otros tales en la cabeza?

—Calla, amigo Robin —respondió Batman—, que las cosas de la guerra más que otras están sujetas a continua mudanza; cuanto más, que yo pienso, y es así verdad, que aquel sabio Joker que me robó el aposento y los libros ha vuelto estos gigantes en molinos, por quitarme la gloria de su vencimiento: tal es la enemistad que me tiene; mas al cabo al cabo han de poder poco sus malas artes contra la bondad de mi espada.

Don Quixote, de Pablo Picasso

jueves, 21 de abril de 2016

El fin de los tiempos (el último concierto)

I
Allegro molto vivace

La Orquesta del Titánic, que ocupaba por méritos propios un lugar privilegiado en la corte celestial, bajó a la tierra dispuesta a cumplir su misión y comenzó a tocar, ante la curiosidad de los que la escuchaban.
Recorrió continentes, ciudades y campos, las zonas más humildes y los emporios de riqueza, y detrás, cautivados por la belleza de la melodía, bailaban ratones y otros roedores, aves, reptiles y mamíferos y, detrás hombres y mujeres de toda condición.
El llegar al océano, se abrieron las aguas y la orquesta, situada al borde del abismo, siguió tocando hasta que cayó el últimos de los seres vivos, para después bajar a la profunda sima, sin dejar de tocar hasta que desapareció, al volver a anegarse el lecho marino.
Sólo hubo una excepción, para que se cumpliera la profecía que tantas veces nos habían dicho los científicos: Solo las cucarachas, sin que nadie supiera por qué, permanecieron ajenas al encantamiento.

II
Andante

De pronto empezaron a sonar cornetas, trombones, trompetas y cornos, junto a un sinfín de tambores y timbales. El sonido era cada vez más intenso, hasta violento, y no había lugar en el mundo en que no se oyeran las desgarradas notas que, sin melodía ni concierto alguno, comenzaban a hacer estragos en los seres más indefensos.
El sonido se hizo insoportable y, era tal su intensidad, que las aves comenzaron a desorientarse y chocar contra los árboles, los peces se envaraban en las playas y los animales terrestres se volvían locos. Comenzaron a estallar los cristales, a caer fachadas y edificios y, finalmente, se produjo una extraordinaria cadena de alborotos, motines y suicidios que llevaron a un absoluto caos, que amenazaba con ser el anunciado fin de los tiempos.
Alarmados por la situación, los mandatarios de los países más poderosos de la tierra se reunieron y no dudaron en poner en marcha la solución más adecuada. Armarían un potente ejército bajo el amparo de la Comunidad de Naciones, para perseguir, apresar y acabar con todos los sordos que, aprovechando los acontecimientos, se estaban posicionando peligrosamente como los nuevos amos del mundo.

III
Finale


Hasta que no terminó de interpretar la postrera sonata de Schubert, no se dio cuenta de que el mundo se había acabado.

El Juicio Final (detalle), de Miguel Ángel.

Ante el Santo Milagrero

Ramona y Lucrecia rezaban cada día ante la venerada imagen de san Antonio.

Cuando por fin, entradas ya en los ochenta años, se les apareció un mozo y las miró compasivo, llevaba una guadaña escondida.

Las beatas, de Oswlado Guayasamin.

viernes, 15 de abril de 2016

Crónicas de feria II: Calor

Eran las cinco de una tarde totalmente soleada, la radio anunciaba que la temperatura en la feria era de cuarenta y cinco grados a la sombra y de cincuenta y seis al sol. Las casetas, convertidas en un horno, se habían quedado, los feriantes ocupaban ordenadamente los sombras de los escasos naranjos y carteles publicitarios, los caballistas, desesperados por la lentitud del paseo se abanicaban con el sombrero, los heladeros y vendedores de agua fresca y refrescos hacían el agosto y la manzanilla y el fino no paraban de venderse aunque no conseguían llegar a enfriarse. En la Maestranza, entre tanto, El niño de la Algaba esperaba recibir al primer toro a puerta gayola y en la zona de sol comenzaban a verse a algunas jóvenes desmayadas y a sus parejas abanicarlas y echarle agua en la frente, mientras el resto se refrescaba la nuca y utilizaba sus abanicos, entradas o cualquier otro papel para darse algo de aire. Y entonces se pararon todos los relojes y el tiempo dejó de correr.

De forma imperceptible, el sol continuó calentando y quemaba las cabezas desnudas de los caballistas, los helados se convertían en batidos, el agua se calentaba, el hielo de las neveras se derretía y la manzanilla se volvía un brebaje intragable. Mientras, el Niño de la Algaba seguía de rodillas frente a la puerta que no llegaba a abrirse y las gradas se llenaron de jóvenes desmayadas, junto a sus parejas que seguían con el abanico.

Al día siguiente, a las cinco en punto, los relojes volvieron a andar, las casetas siguieron vacías y los naranjos llenos, los caballistas siguieron su lento paseo, siguieron las colas en las heladerías y puestos de refrescos, en las barras de las casetas volvieron a oírse quejas de que la manzanilla no estaba fría y en la Maestranza el toro Manzanero fue recibido a puerta gayola por el Niño de la Algaba, que recibía los aplausos de los aficionados de las gradas de sombra y la desatención de los de las gradas de sol, que solo se dedicaban a abanicarse y refrescarse.

Fiesta en Sevilla, de Manuel García y Rodríguez

Crónicas de feria I: Frío

Aunque hacía un frío tremendo, nadie pensaba que en esa feria de abril se Sevilla pudiera caer una gran nevada. Muchos  no se dieron cuenta hasta que notaron que su copa de manzanilla se cubría con una fina capa de hielo, lo que celebraron con jolgorio, pero en las calles y, poco a poco, en el interior de muchas casetas, el frío se hizo evidente, las mujeres cubrieron sus hombros con el mantoncillo, los hombres se cerraron la chaqueta y los que tenían niños pequeños, se fueron a casa.
En el exterior, los coches de caballos fueron desapareciendo y la animación decreció, hasta quedar las calles del real prácticamente vacías. Pero los buenos feriantes no son fáciles de derrotar y en pocos minutos aparecieron algunos paseando con sus esquíes y otros consiguieron unos trineos en los que se pavoneaban llevando a la grupa a sus mujeres vestidas para la ocasión con trajes de faralaes de vivos colores que destacaban sobre la nieve acumulada.
Sobre la marcha cada caseta comenzó a hacer sus muñecos de nieve a los que vistieron de gitana, de corto o de torero y el propio ayuntamiento, animado por el espíritu jovial de  los feriantes, decidió cambiar los farolillos por estrellas y bolas de colores y hacer un gran muñeco de nieve, de quince metros de altura delante de la portada.
Fue una de las ferias más celebrada, aunque no de bailaron sevillanas ni hubo corridas de toros, pero la animación solo duró unos días, ya que la temperatura alcanzó los veinte grados bajo cero, el ferial se convirtió en una inmensa pista de patinaje, las casetas parecían congeladores y los cacharritos dejaron de funcionar. Pero todos la recordarán, especialmente por las fotos delante de la portada y del inmenso muñeco de nieve que nieve que el alcalde había mandado levantar, y que había batido el ré
cord guinnes, al ser fotografiado veinte veces por segundo durante cuarenta y ocho horas.
Al final de la feria el temporal comenzó a ceder y el recinto ferial, ya vacío, a normalizarse, la nieve desapareció y las calles recuperaron su color albero, las lonas de las casetas se secaron y reapareció el brillo en los multicolores cacharritos, que comenzaron a desmontarse lentamente.

En poco tiempo la feria del frío fue solo un recuerdo, nada quedó que rememorara aquellos días extraños, nada salvo el muñeco de nieve que se mantuvo erguido, emanando un frío polar y respondiendo con media sonrisa a aquellos que, llevados por la curiosidad, se acercaban a verlo y fotografiarse con él.

En la feria, de Gonzalo Bilbao.


viernes, 8 de abril de 2016

Crónicas taurinas II: Tarde de toros

En un bar cercano a la plaza, de esos de barra de madera oscura, sillas de enea, carteles de feria y una gran cabeza de toro presidiendo una especie de altar en el que se exponían, sobre un mantoncillo, catavinos, botellas de manzanilla y un plato de queso y jamón, escuchaba Romero a Centeno, su amigo de copa, fiesta y tertulia, que no había podido acudir a la corrida.

    Me alegra verlo, querido Centeno.
    Aquí estoy, como siempre, otra tarde de feria, corrida y manzanilla.
    ¿Qué tal fue? — preguntó Centeno mientras se servía otra copa.
    Bueno, no estuvo mal. Se había colgado el cartel de no hay billetes y la expectación era máxima por ver a Manzanero. Cuando sonaron los clarines y se abrió la puerta del toril salió el diestro, confuso y cegado por el sol. La plaza estaba preciosa, la tarde está fresca y el sol iluminaba el amarillo del albero, contrastando con los colores zaíno, cárdeno, colorao y jabonero de las gradas, todo un espectáculo. Entonces apareció Manzanero…
    Ese Manzanero se gana así a la gente —interrumpió Centeno—, parece un actor, siempre en las portadas de las revistas de corazón.
    Manzanero lo recibió a puerta gayola —continuó Romero—  y con el valor habitual en él y unos elegantes pases con la cola, llevó al diestro al centro de la plaza. Ya se había ganado al público y se oyeron los primeros aplausos.
    Siempre igual, un pase bien dado y parece que ha hecho la corrida del siglo.
    Bueno, no hizo una mala faena. Cambió el tercio y salieron los picadores, dos toros bravos con su malla rodeados de perros que acosaban al diestro. Fue magistral, más que morderle le daban pequeñas dentelladas, ya sabes, para que sangre un poco y se le quite la congestión y, de camino, irritarlo y que esté más agresivo. Manzanero se lució, con tres pases de rabo hizo unos quites preciosos. Fue lo mejor de la corrida.
    ¿Y las banderillas?
    Dos pitonazos en el lomo y nos temimos que se viniera abajo, pero el diestro era combativo y siguió embistiendo.
    A mí me gusta ver las corridas en la plaza —medió Centeno—, en la televisión acercan tanto la cámara que sobrecoge la presencia de tanta sangre y el sufrimiento de los diestros.
    No seas pusilánime, está demostrado que el diestro no sufre y, además, la vida de regalo que tienen en sus fincas hasta ese día no va a ser gratuita

Fuera grupos de jóvenes se manifestaban en la puerta de la plaza contenidos por unos veinte morlacos, e increpaban a los toros y vacas que comenzaban a abandonar la plaza. A poca distancia, algunas reses apoyaban a los manifestantes.

    Pero ahí se acabó todo, Manzanero no cejaba en su intento de sacarle partido al diestro, pero a éste se le veía agotado, sin ganas, siempre pegado a la barrera. Enseguida se empezaron a oír bramidos y mugidos entre el público y comenzaron a caer algunas almohadillas, y Manzanero se decidió a matar.
    No es esa una de sus habilidades —sentenció Centeno.
    Seis pitonazos dio y al final el diestro tuvo que recibir tres puntillazos en el cérvix. Cuando salieron las mulas le silbaron y Manzanero se fue saludando desde el centro de la plaza, entre pitos y aplausos, con una oreja que, creo que de forma injustificada, le había concedido la presidencia.

Terminada la botella de Manzanilla, Romero y Centeno salieron del bar y dieron una vuelta para evitar a los manifestantes y la bulla de la puerta de la plaza.

    Bueno, Romero, me voy que quiero acercarme a la carnicería, a ver si cojo un buen solomillo, antes de que salga toda la gente.

    No merece la pena, es una carne muy roja y dura, tras el esfuerzo está el diestro tan congestionado, que su carne es prácticamente incomible, salvo que prepares un buen guiso, a fuego lento y sin prisas.

Corrida, de Pablo Ruiz Picasso.

Crónicas taurinas I: Fiesta sorpresa

Le daban una buena pasta por el capricho de los hijos del anciano, lo habían contratado para lidiar un toro en el patio porticado de su palacio y aceptó, por el dinero y por el viejo, que le daba pena, decía. Ya ves, son siete hermanos y, en vez de acompañar a su padre el día de su centenario, que coincidía con el sábado de feria, por muy ocupados que estuvieran en su trabajo, adornaron el patio con farolillos, lo llenaron de albero, y contrataron al “Niño de Alcalá”, el torero de moda, y le organizaron una corrida, como si él, que tiene la cabeza perdida desde hace años, se fuera a enterar de algo, por muy aficionado a los toros que hubiera sido.

Al abrir la puerta de toriles, o sea del camión, el toro salió como una fiera pero de pronto se paró, en medio del patio, mirando al diestro que, inmóvil, parecía el Apolo de mármol que hay en el atrio del palacio, pero con cara de miedo. Así se quedaron un largo rato y el señor, mientras, dormido como un tronco en su sillita hasta que me lo llevé al cuarto y lo acosté. Yo creo que "El Niño" tuvo miedo y que cuando vio que me llevaba al viejo, una alcayata que no había abierto los ojos en ningún momento, no se lo pensó dos veces, dio la "espantá", y se fue se fue, dejando al toro en el patio y el dinero junto a una columna, que cobarde sí era, pero ladrón no.


Llamé a los hijos y les dije que el señor había disfrutado mucho, que el maestro estuvo muy artista y que el toro había sido una fiera muy noble. Lo cierto es que me guardé el dinero y llamé a Marcial, ya sabéis como es, en su juventud estraperlista, ladronzuelo, proxeneta  y timador, y hoy es dueño de una carnicería que le habían traspasado como pago a un préstamo y deudas de juego, y un digno ciudadano que se ha afiliado al partido para obtener subvenciones para contratos inexistentes y que se quiere presentar a las elecciones. Le vendí el toro y todos felices, el torero durmió tranquilo, los hijos contentos de haber hecho feliz al padre, Marcial, que hoy anuncia ofertas de chuletones de buey de Kobe y solomillo de ternera gallega,  vendiendo la carne a precio de oro y yo con mi dinero. Fue una gran velada.

Torero, de Ignacio Pinazo

viernes, 1 de abril de 2016

El viaje de Tito

Se había quedado el libro abierto en la página dieciocho y decidió que era el momento de salir a buscar nuevas aventuras.

Exploró las estanterías viendo libros y fotos, visitó cada esquina del cuarto e incluso quiso continuar por el largo pasillo que se abría detrás de la puerta, pero una brusca corriente de aire lo desestabilizó. Notó entonces que el globo perdía altura y que, por mucho que soltaba lastre, caía hacia la mesa. Cuando tocó tierra, ya estaba en la página diecinueve.

Paseo en globo, de Didier Mayés.

La sabana

Era un año de sequía en la sabana y todos los animales luchaban por sobrevivir alimentándose con las escasas hojas de las acacias y otros árboles, que se disputaban diversas manadas.

Una jirafa y un antílope habían hecho una estrecha amistad. La jirafa comía de las copas de los árboles y le daba hojas que sobraban a su amigo y el antílope se alimentaba de pasto y de las ramas bajas y alargaba su cuello para hacerle llegar a ella lo que ya no iba a rumiar.


Cuando la jirafa y el antílope quisieron comer las hojas que crecían a media altura, terminó una hermosa amistad.

Jirafas floridas, de Maulana Saidi