Marina

Marina
Marina, de Ezequiel Barranco Moreno

viernes, 27 de marzo de 2020

Diáspora

Incendio en el bosque, de Piero do Cosimo

Lo característico del Bosque de Cardián, situado en la actual Etiopía, aparte de lo frondoso de su vegetación formada por grandes árboles de las más diversas especies, era su fauna.
Los únicos animales que lo habitaban vivían encaramados en las copas más altas, de donde solo bajaban para comer y para parir.
Los cardianes, que así se llamaban estos curiosos seres, tenían forma de sirena, con torso y cabeza humana, y cola de pescado. En vez de las aletas caudales, disponían de fuertes garras que les servían para agarrarse a las ramas, y en lugar de las dorsales, tenían alas con las que salían en busca de caza.
Su gestación duraba nueve meses y reproducción era ovípara. Cuando llegaba momento del parto, los huevos caían al suelo e inmediatamente se abrían y liberaban a las crías. Unos recién nacidos se desarrollaban como peces e iban al mar; otros se transformaban en aves y volaban a lejanos confines para nunca volver; y algunos, los más tardíos, crecían con forma humana y se distribuían por el mundo.
Dado que los Cardianes eran inmortales, la supervivencia de los humanos, peces y aves, estaba asegurada... hasta que se quemó el bosque.

viernes, 20 de marzo de 2020

Una noche cualquiera

El borracho, de María Blanchard

Emilio entró en su bar habitual, se apoyó en la barra y pidió lo de siempre, que ya Juan, el camarero, se lo había empezado a preparar al verlo cruzar la puerta.
El vaso largo, como a él le gusta, brillaba por el efecto de la luz sobre el cristal recién sacado del lavavajillas. La botella de güisqui DYC a medio llenar y la cubitera de hielo completaban el paisaje al que Emilio tenía acceso con su mirada fija e incapaz.
Juan echó dos cubitos de hielo que, con su tintineo, atrajeron su atención —no me pongas más, que se agua, dijo— y miró al camarero que enroscaba el tapón de la botella. Cogió el vaso con su mano temblorosa y con la otra avisó cuando había llenado dos tercias partes, que se bebió en un par de buches. El aroma amarillo de la bebida le daba sosiego, y pidió una segunda copa, que Juan ya le había empezado a preparar, y una tercera antes de despedirse.
            Al salir, el bar quedó vacío y Emilio siguió su camino por las calles de siempre, dispuesto a seguir calmando su sed. Empezaba a atardecer y entró en otro bar. Tenía necesidad de beber para aclarar sus ideas.
            Sara se acostó a la hora habitual, apoyó la cabeza en la almohada y se tapó con la manta hasta el cuello. Se bebió el vaso de agua fría que había dejado en la mesita y fijó la mirada en el espejo de la cómoda. Su imagen algo pálida y descuidada completaba el paisaje al que Sara tenía acceso con su mirada fija e incapaz. Apagó la luz. El aroma gris de la penumbra le daba sosiego, pero escuchó entonces el ruido de las llaves en la puerta de la casa —ya está aquí, pensó— y volvió a mirar el dolor que se reflejaba en el espejo. Con su mano temblorosa subió la manta hasta cubrirse la boca, se tapó la cabeza con la almohada y cerró los ojos.
            Al cerrase la puerta contestó al saludo de su marido, y siguió en su postura fetal con que solía dormir. Había anochecido, escuchó ruido de botellas y los gritos de Emilio. Cerró los ojos, tenía necesidad de no pensar en nada.

viernes, 13 de marzo de 2020

El cuarto de Virginia


Retrato de Virginia Woolf, de Roger Fry
«En consecuencia —escribió Mrs. Woolf—, no me quedaba más remedio que irme».

            El lento fluir de la punta de la plumilla de oro, que se quedó clavada en el papel, transformó el punto de tinta azul, mezclado con una lágrima, en un borrón, quizás algo lúgubre, en el que fijó la mirada, sin pestañear, con sus ojos preñados de llanto. Le pareció como si la mancha tuviera vida, por momentos le recordó la silueta de su marido, de Mrs. Flanders y sus hijos y de otras personas que habían marcado su vida. Retuvo esa imagen sobre la mesa, en la pared y el techo, mientras con el dorso de la mano arrastraba las piedras que había sobre la mesa, que cayeron haciendo un ruido cercano al estruendo.
            Tiró el papel al suelo y volvió a coger su pluma para seguir con la historia, buscó a Mrs. Flanders, que seguía fija en el techo, mientras su hijo Jacob, dejaba un borrón cerca de la puerta y parecía que se marchara. Las siluetas crecieron y las manchas de lágrimas, armas y muertos, oscurecieron la habitación, que parecía entrar en el crepúsculo.
            Mrs. Woolf, se levantó, con cuidado de no resbalar con las piedras que se acumulaban bajo la mesa; para intentar limpiar las manchas o, al menos, disimularlas con un color pardo o pastel; pero al final no se atrevió a tocarlas.
            Las lágrimas y la tinta siguieron enseñoreándose en el techo, Mrs. Flanders no paraba de crecer, y Jacob nunca terminaba de salir en busca de su hermano Archer, desaparecido en la guerra. Las piedras seguían amontonándose. Retiró de la silla algunas de mayor tamaño y volvió a sentarse para seguir escribiendo su novela, pero la mirada casi suplicante del borrón —déjalo aquí, no hagas que se vaya, le decía—, volvió a petrificarla.
            Las piedras ya ocultaban la alfombra, las patas de los muebles y el banquito de debajo de la ventana, por la que entraba la luz del atardecer, que parecía dar vida a las irregularidades y manchas de la pared, llena de borrones y siluetas que la miraban esperando algo, que ella nunca supo discernir.
            Mrs. Woolf estaba decidida y abrió la puerta para que Jacob saliera, sabiendo de antemano que nunca volvería. Fue justo cuando él se ausentó, el momento en que el papel, la mesa, el techo y la pared se llenaron de borrones, hasta el punto de que la habitación empequeñeció encerrada en el azul pálido de la tinta que el plumín de oro no dejaba de emanar. Las piedras ya habían tapado el aparador, las sillas y la mesa. Mrs. Woolf, con gran esfuerzo, consiguió levantarse, coger el papel y seguir escribiendo. Ninguna silueta era reconocible en el salón y las lágrimas ya no clareaban el color de la tinta.
            Tiró los papeles, que volaron entre las piedras, cerró la ventana por la que ya no entraba luz, despejó el camino hacia la puerta, seleccionó las piedras más grandes, se las guardó en los bolsillos y entre los pliegues de la ropa y salió camino del río. El agua estaba fría. Sin desvestirse caminó decidida contracorriente. Las ropas y las piedras cada vez pesaban más y el fuerte caudal insinuaba el final de la historia que llevaba tiempo escribiendo.

            El cuarto de Virginia se quedó vacío.

viernes, 6 de marzo de 2020

La peculiar milicia de un agricultor destacado

Jornaleros, de Joaquín Barahona

Nos ordenaron en la estación en tresbidillo, de acuerdo con nuestra altura, y fuimos desfilando para subir al autobús, colocados de cuatro en cuatro, en cuadrado, una locura.     Los quintos de mi pueblo nunca habíamos viajado en autobús y estábamos más pendientes de lo que veíamos que de lo que oíamos, sobre todo de la mujer del capitán, —¡vaya pantorrillas tenía, y menudo escote, que dejaba entrever el canalillo!—. El capitán no hacía más que chillarnos, darnos órdenes, amenazar con encerrarnos y asustarnos con una zueca que había cogido de una cerca.
            Me recordaba a mi viejo cuando miraba el campo y la verja. «Niño —decía—, que la mala hierba y las ramas enfermas crecen en todas partes, y empezaba con el desvareto para reparar la cerca y evitar que entraran alimañas o se escaparan las gallinas».
            Parecíamos aceitunas a las que, ya sea con vareo u ordeño, estuvieran seleccionando. De vez en cuando un sargento escogía a alguno, ya fuera por alto, fuerte o porque tuviera alguna habilidad, como mi primo Joaquín, que era cocinero, o Antonio, el estudiante; y lo llevaba a los asientos de atrás, junto al capitán y su mujer, para entretenerlos. A mí me escogió y me sentó junto a ella. Yo le sonreí muy apurado y ella se sonrojó. Le hablé de lo que sabía, de las faenas del campo, y a ella le interesaba porque sus padres tenían tierras y se había criado allí. Se quedó con mi nombre y me dijo que vivía junto al cuartel. Nunca más volví a ver al capitán a pesar de que visité su casa muchas ocasiones.
            Mi abuelo decía que un buen militar tiene que quitar la mala hierba y saber utilizar la tolva para seleccionar lo mejor y deshacerse de lo dañino, tirarlo o dárselo a los cerdos. No sé en qué pensaba el capitán.
            El olivar es una lección de vida.