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Retrato de Virginia Woolf, de Roger Fry |
«En
consecuencia —escribió Mrs. Woolf—, no me quedaba más remedio que irme».
El lento fluir de la punta de la
plumilla de oro, que se quedó clavada en el papel, transformó el punto de tinta
azul, mezclado con una lágrima, en un borrón, quizás algo lúgubre, en el que
fijó la mirada, sin pestañear, con sus ojos preñados de llanto. Le pareció como
si la mancha tuviera vida, por momentos le recordó la silueta de su marido, de
Mrs. Flanders y sus hijos y de otras personas que habían marcado su vida.
Retuvo esa imagen sobre la mesa, en la pared y el techo, mientras con el dorso
de la mano arrastraba las piedras que había sobre la mesa, que cayeron haciendo
un ruido cercano al estruendo.
Tiró el papel al suelo y volvió a
coger su pluma para seguir con la historia, buscó a Mrs. Flanders, que seguía
fija en el techo, mientras su hijo Jacob, dejaba un borrón cerca de la puerta y
parecía que se marchara. Las siluetas crecieron y las manchas de lágrimas,
armas y muertos, oscurecieron la habitación, que parecía entrar en el
crepúsculo.
Mrs. Woolf, se levantó, con cuidado
de no resbalar con las piedras que se acumulaban bajo la mesa; para intentar
limpiar las manchas o, al menos, disimularlas con un color pardo o pastel; pero
al final no se atrevió a tocarlas.
Las lágrimas y la tinta siguieron
enseñoreándose en el techo, Mrs. Flanders no paraba de crecer, y Jacob nunca
terminaba de salir en busca de su hermano Archer, desaparecido en la guerra.
Las piedras seguían amontonándose. Retiró de la silla algunas de mayor tamaño y
volvió a sentarse para seguir escribiendo su novela, pero la mirada casi suplicante
del borrón —déjalo aquí, no hagas que se vaya, le decía—, volvió a
petrificarla.
Las piedras ya ocultaban la
alfombra, las patas de los muebles y el banquito de debajo de la ventana, por
la que entraba la luz del atardecer, que parecía dar vida a las irregularidades
y manchas de la pared, llena de borrones y siluetas que la miraban esperando
algo, que ella nunca supo discernir.
Mrs. Woolf estaba decidida y abrió
la puerta para que Jacob saliera, sabiendo de antemano que nunca volvería. Fue
justo cuando él se ausentó, el momento en que el papel, la mesa, el techo y la
pared se llenaron de borrones, hasta el punto de que la habitación empequeñeció
encerrada en el azul pálido de la tinta que el plumín de oro no dejaba de
emanar. Las piedras ya habían tapado el aparador, las sillas y la mesa. Mrs.
Woolf, con gran esfuerzo, consiguió levantarse, coger el papel y seguir
escribiendo. Ninguna silueta era reconocible en el salón y las lágrimas ya no
clareaban el color de la tinta.
Tiró los papeles, que volaron entre
las piedras, cerró la ventana por la que ya no entraba luz, despejó el camino
hacia la puerta, seleccionó las piedras más grandes, se las guardó en los
bolsillos y entre los pliegues de la ropa y salió camino del río. El agua
estaba fría. Sin desvestirse caminó decidida contracorriente. Las ropas y las
piedras cada vez pesaban más y el fuerte caudal insinuaba el final de la
historia que llevaba tiempo escribiendo.
El cuarto de Virginia se quedó
vacío.
Me gusta como está escrito. Sin embargo no puedo opinar, no he leído a Virginia Wolf ni, por tanto, su "Cuarto de Jacob"
ResponderEliminarLo dejo en tareas pendientes
Mrs. Dalloway y la habitación propia son buenos para hacerse con su obra. Mi relato está basado en El Cuarto de Jacob.
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