Marina

Marina
Marina, de Ezequiel Barranco Moreno

viernes, 28 de diciembre de 2018

Tiempo de Navidad - II: Nochevieja

Mañana de Año Nuevo, de Henry Mosler


La familia Remesal, formada por Mariano y Josefa, felizmente casados hacía más de quince años, y su pequeño retoño, Cristobalín, se disponían a disfrutar de la cena de Nochevieja.
La pareja se sentó alrededor de la mesa camilla, al abrigo del brasero, mientras el pequeño, de rodillas en el suelo, colocaba en perfecto orden las figuras del Belén, que ya iban abandonando el portal, camino de las múltiples tabernas y mesones y de la Posada Real.
Un humilde árbol de Navidad, adornado por bolas plateadas y guirnaldas rojas, y algunos espumillones en los marcos de los cuadros y en los brazos de la lámpara de araña que, por la ocasión, lucía con todas las bombillas encendidas, completaban los adornos el salón para regocijo de la familia, siempre amante de las tradiciones.
Sobre la mesa, los tres platos, servilletas rojas con motivos navideños, las copas de la vajilla de la boda, y la sopera con un caldo de pescado y unos muslos de pollo. En el aparador una bandeja con una tableta de turrón de chocolate, tres platitos con doce uvas cada uno —quítale los huesos a las del niño, repetía cada año Josefa—, y dos copas altas.
En el belén ya estaban todos los pastores distribuidos por el poblado, disfrutando del ambiente de las tabernas, celebrando el nacimiento del Niño Dios. Junto al castillo, los Reyes Magos, desviaron momentáneamente la mirada a la familia Remesal, pero comenzaron a sonar las campanas y se volvieron. tenían que llegar a tiempo a la Posada Real para brindar por un futuro mejor y continuar la fiesta.

viernes, 21 de diciembre de 2018

Tiempo de Navidad - I: Nochebuena

Adoración de los Pastores, de Bartolomé Estebán Murillo

La familia Rupérez, formada por Jacinto y Fermina, felizmente casados hacía más de quince años, y su pequeño retoño, Toñín, se disponían a disfrutar de la cena de Nochebuena.
La pareja se sentó alrededor de la mesa camilla, al abrigo del brasero, mientras el pequeño, de rodillas en el suelo, colocaba en perfecto orden las figuras del Belén, acercándolas cada día un poquito más al portal. 
Un humilde árbol de Navidad, adornado por bolas plateadas y guirnaldas rojas, y algunos espumillones en los marcos de los cuadros y en los brazos de la lámpara de araña que, por la ocasión, lucía con todas las bombillas encendidas, completaban loa adornos del salón para regocijo de la familia, siempre amante de las tradiciones.
Sobre la mesa, la antigua mantelería de los abuelos, algo apulgarada y protegida por un por un hule —que la mancha de tinto no sale, repetía cada año Fermina—, tres platos, servilletas rojas con motivos navideños, las copas de la vajilla de la boda, y la sopera con un caldo de pescado y unos muslos de pollo. En el aparador una bandeja con algunos mantecados y dos copas altas.
En el Belén ya estaban todos los pastores presentando a la Sagrada Familia hogazas de pan, mantecadas, abrigos de piel de cordero, garrafas de buen vino, cobertores de lana, morcillas, carne fresca, frutas variadas y otros productos de la tierra. Al fondo, en la esquina más cercana a la puerta, los Reyes Magos, que se asomaban siguiendo la estrella, camino del portal, desviaron la mirada a la familia Rupérez, pero enseguida se volvieron. Tenían que llegar a tiempo a adorar y entregar sus presentes al Niño. 

viernes, 14 de diciembre de 2018

Licor de tinta carmesí

Cocina, de Alejandro de Loarte

Gregorio no paraba de engordar y, al llegar a los doscientos kilogramos, el psicólogo le impuso un plan muy estricto a base de agua y verduras, que nunca llegó a cumplir. Había descubierto que aplastando pasteles los transformaba en finas hojas de papel, las hamburguesas machacadas parecían ceniceros, la masa de las pizzas enrollada imitaba a un cirio y unas gotas del tintero rojo sobre su aguardiente preferido le daban un aspecto semejante a un jarabe para la tos. Así consiguió tener siempre comida, acabar con un digestivo y satisfacer su irreprimible gula.
Un día su madre lo descubrió y le puso una cuidadora para que lo vigilara las veinticuatro horas del día. María, que así se llamaba, aunque era muy austera e inflexible, se mostraba cariñosa, y conforme se fue ganando su confianza, Gregorio le devolvía las atenciones y el afecto; y se lo agradecía con caricias, abrazos y apretones, aunque ella mantenía una prudente distancia. Tanta fue la atracción que un día la besó, lamió, chupó, mordió, masticó y saboreó, hasta que solo quedaron los huesos de su jugosa ternerita.

viernes, 7 de diciembre de 2018

Venganza

La justicia y la venganza persiguiendo al crimen, de Pierre Paul Prud'hon

No tenía manos ni pies, no escuchaba ni veía. No sentía frío ni calor, ni hambre o sed. Ningún dolor le molestaba, no respiraba ni comía. Nada le atraía o molestaba. No tenía presente ni futuro, solo era pasado. No existía o, al menos, no existía para los demás.
No era nada, solo un recuerdo lejano, un soplido constante en un pequeño espacio de la mente perversa y borracha de su marido, desde donde por fin había lo convencido para que se suicidara y purgara junto a ella el festín de sangre y odio que acabó con su vida.

viernes, 30 de noviembre de 2018

Peregrinaje

Bañera, de Pablo Bonifacini

Se había quedado abierto el grifo de la bañera, el tapón cayó sobre el desagüe y el agua fue subiendo hasta rebosar, arrastrando al patito de goma. El desbordamiento lo dejó caer al suelo y la corriente lo llevó por el cuarto de baño y pasillo hasta el salón, desde donde cayó por las escaleras al jardín. Los aspersores lo empujaron a la alberca, por el salidero de riego llegó al arroyo y de ahí, arrastrado por la corriente del río, a su desembocadura.
Un fuerte viento de levante lo liberó de los juncos de la orilla, lo subió a las copas de los pinos y lo arrastró hasta el tejado de la vieja fábrica de juguetes donde, por fin, pudo reunirse con sus hermanos.

viernes, 23 de noviembre de 2018

Agravio en la Montaña Sagrada

Las perlas de Afrodita, de Herbert Draper

La rebelión había comenzado en las faldas del Olimpo. Hefesto, el maltrecho y despreciado hijo de Hera, reunió en una de las casas de la vieja Atenas a Afrodita, Poseidón, Apolo, Hermes, Pan, Ares y Heracles, para derrocar al tirano Zeus, y devolver la paz y la libertad al maltratado pueblo griego. Organizó cuidadosamente el golpe: Afrodita, con sus artes amatorias, seduciría a Zeus, Pan entretendría a la corte con una comida pantagruélica, Apolo debía arengar al pueblo para prometerles un futuro mejor, Ares convencería al ejército para que se uniera a los rebeldes, y Hermes obtendría ayuda económica de todos los comerciantes. Todo salió según lo previsto, y fue entonces cuando Poseidón desató una gran tormenta y un fuerte terremoto, y Heracles rompió las puertas de la fortaleza liberando al pueblo de la tiranía de Zeus y su corte.
En pocos días, Hefesto nombró un nuevo gobierno y presentó al pueblo a sus colaboradores. A Poseidón lo encargó de la defensa de la naturaleza, a Apolo lo nombró ministro para las artes, a Ares de la guerra, y a Hermes de economía. Pan tuvo que asegurase de que el pueblo no volviera a pasar hambre, y Heracles fue nombrado jefe de las milicias.
Solo faltaba Afrodita, que no asistió a la última reunión. Allí decidieron expulsarla del Olimpo, por puta.   

El que esto suscribe en absoluto comulga con las peregrinas ideas de tan ancestral machismo.

viernes, 16 de noviembre de 2018

Encuentro con la Muerte

La muerte y la doncella, de Egon Shiele

—Hola, te veo cansada.
—No, quizás algo desanimada. Mi trabajo es penoso, siempre haciendo daño, y hoy te toca a ti.
—Tranquila, no lo tienes que ver así. Cuando acaba una vida empieza otra.
—Eso dicen.
—Puede que la otra sea mejor, eterna y plenamente feliz. Yo tengo esperanza.
—No sé, nunca me lo he planteado, no es parte de mi trabajo.
—Desde siempre nos han enseñado que hay otra vida ¿Cómo no vas a saberlo?
—Te digo que no sé lo que hay después, nunca he muerto y me temo que nunca moriré.

viernes, 9 de noviembre de 2018

El nuevo pacto de Noé

El Diluvio Universal, de Miguel Ángel Bounarroti

El Papa escuchó la voz de Dios:  Y he aquí, yo traeré un diluvio sobre la tierra, para destruir toda carne en que hay aliento de vida debajo del cielo; todo lo que hay en la tierra perecerá. Inmediatamente reclutó a hombres y mujeres, unidos por el amor y oficio, para así asegurar la supervivencia y el buen orden de la humanidad. Eligió, entre otros, a parejas de médicos, albañiles, abogados, artistas, agricultores y pescadores, políticos y gobernantes, empresarios, ladrones e indigentes, todos con sus familias, y por último, a sacerdotes, monjas, obispos, abades y abadesas, con sus respectivos sobrinos y sobrinas.
Llovió durante cuarenta días y cuarenta noches, y cuando por fin la paloma trajo la rama de olivo, solo encontraron desolación. Pero el espíritu humano nunca se da por vencido y, en poco tiempo, los médicos volvieron a sus hospitales, los albañiles al tajo, los abogados al bufete, los artistas a sus estudio, los agricultores al campo, los pescadores a sus barcos,  los políticos a sus escaños, los gobernantes a las poltronas, los ladrones a sus escondites, los indigentes a sus esquinas, los religiosos a los conventos e iglesias, sus sobrinos y sobrinas a las visitas ocultas y el papa a su sillón de San Pedro.
A los pocos días el arco iris anunció un nuevo pacto: En cuanto a ustedes, sean fecundos, multiplíquense y llenen la tierra... que nada cambiará.

viernes, 2 de noviembre de 2018

Estreno mundial

El violinista, de Alejandro de Miguel

Gracias al mecenazgo del Duque Albrecht Von Kernt-Meller se había construido el Gran Teatro en su ciudad natal. Para su inauguración se había programado el Concierto para Cincuenta Violines, que el noble había mandado componer para celebrar la mayoría de edad de su hijo, verdadero amante y virtuoso intérprete de dicho instrumento desde la tierna edad de los cinco años.
Las expectativas eran grandes. Media docena de violines tocando al unísono una música serena y  envolvente que elevaba el espíritu a las más alta cotas —rezaba el programa de mano.
Un aplauso recibió al director, a los músicos y, en especial, al duque y a su hijo, que subió al escenario portando un Stradivarius, regalo de su padre. El inicio de los cincuenta violines tocando al mismo tiempo, sin ningún otro instrumento, asombró al público, que se vio inmerso en una atmósfera etérea solo rota por los continuos errores del duquesito, que desafinaba una y otra vez. Entre el público, algunos se taparon la boca para disimular una sonrisa traidora, otros guardaron un respetuoso silencio y una parte pensó que no eran sino una genial extravagancia del compositor. En cualquier caso, terminado el concierto, un prolongado aplauso premió la labor de los violinistas, la inspiración del compositor y la dadivosidad del mecenas.
El duque no fue ajeno al éxito, pero tampoco a los desatinos de su hijo, y buscó una solución. En dos días reestrenaría la obra, que anunció en grandes carteles por toda la ciudad: Concierto para Cincuenta Violines y Violín Solo. Solista: Ernst Von Kernt-Meller.

viernes, 26 de octubre de 2018

Un cuento escatológico basado (solo un poco) en un hecho real

Head, de Francis bacon

Alguien había decidido descargarse en mi garaje, y el producto fue una deyección inmensa, en forma de espiral con final apuntando al cielo, detrás de mi coche. No le di importancia —algún desesperado, pensé—, pero al día siguiente, a los dos días y durante toda la semana se repitió. Faltaba poco para el día asignado para la limpieza, por lo que decidí esperar, hasta que viendo que tardaban llamé. Me dijeron que pasarían lo antes posible. Mientras, cada día las heces iban ocupando el reducido espacio de mi garaje.
Comenzaban mis vacaciones, así que me fui con la esperanza de que a la vuelta estaría resuelto el problema y el culpable de tanta porquería habría sido desenmascarado. Vana esperanza la mía, toda la parte posterior del garaje, todo el lateral derecho, los parabrisas y el techo del coche estaban cubiertos de excrementos. En vista de que no había solución, aguantando las ganas de vomitar entré en el coche y me dispuse a sacarlo del garaje, pero la vibración del motor hizo que las heces del techo resbalaran hacia delante quedando atrapado bajo la gran masa de suciedad maloliente. Intenté avanzar, sin éxito porque las ruedas derrapaban, quise salir pero las puertas estaban bloqueadas por la suciedad, oía gente pasar, pero miraban el coche con asco y no escuchaban el sonido del claxon amortiguado por la capa espesa y densa.
Entonces fue cuando empezó el problema de verdad. Comencé con diarrea, una diarrea copiosa, imparable que iba llenando el coche poco a poco, que ya me llegaba a la altura del pecho y siguió subiendo hasta casi ahogarme. Fue entonces cuando llegaron los empleados de la limpieza y, a base de paladas y agua a presión, pudieron sacarme del coche.
Han pasado años. La agencia de limpieza fue obligada a indemnizarme por el retraso en sus labores, mi familia me compró un coche nuevo, el desaprensivo que se agazapaba cada día tras mi coche, fue descubierto y penalizado por un delito contra la salud pública, a base de entrevistas en tertulias televisivas saqué un buen dinero y me hice famoso. Todo ha ido bien desde que me rescataron, pero siempre estoy solo, nadie quiere acercarse a mí, el olor que desprendo es insoportable.  

viernes, 19 de octubre de 2018

La colmena

La colmena de paja. Ilustración del Siglo XVII

Construimos la torre de oficinas más alta del mundo, tenía doscientas plantas.
Las cien primeras las ofrecimos a países desarrollados y el resto a países emergentes o en vías de desarrollo. Dividimos las dos zonas con un gran espacio común de descanso, restauración y servicios.
Cada una de las dos zonas volvimos a dividirla por idiomas para facilitar la comunicación, veinte plantas cada una, con un espacio y servicios comunes.
Hicimos una nueva subdivisión de forma que quedaron diez plantas para cada raza. En el centro creamos servicios comunes.
Para que nadie se sintiera excluido o molesto, dedicamos cada una de las diez plantas resultantes a una religión. Al entrar, zonas comunes, los servicios y un lugar de oración.
Cada planta tenía cien oficinas. Cincuenta de ellas las dedicamos a diversos negocios y las otras a la banca, para facilitar las transacciones. Dos de las oficinas se reestructuraron para servicios.
Los bloques de cincuenta oficinas se dividieron de diez en diez de acuerdo con las posibilidades económicas de cada negocio. Cada bloque tenía su espacio común y servicios para facilitar el intercambio y la promoción de los más débiles.
El grupo de diez oficinas se dividió en cinco de dos, una para la propia oficina, otra para atención al público.
Quedaron por tanto cinco divisiones de dos oficinas pareadas cada una. Decidimos, para evitar pérdidas de tiempo, dedicar dos de dichos bloques a varones y los otros dos a hembras. El sobrante se dejó para los servicios y almacén.
Cada oficina pareada, se dividió dos en estudios, uno para personas de alto poder adquisitivo y el otro para miembros de la clase media o baja. La segunda era más pequeña ya que en una parte de ella se hicieron unos sencillos servicios compartidos.

El día de la inauguración no habíamos podido vender ninguna de las oficinas. Nadie estaba dispuesto a compartir los servicios.

viernes, 12 de octubre de 2018

Constancia

Crucigrama, interpretación de Ezequiel Barranco


Desde hace muchos años, con la esperanza de salvaguardar su memoria, tal como había leído en revistas de divulgación médica, resuelve veinte crucigramas diarios y, aunque lo ha vencido el olvido, él no ceja en su lucha.

viernes, 5 de octubre de 2018

Melómano

Retrato de Gustav Mahler, de Arnold Schönberg

Una música suave y envolvente lo aislaba del ruido y de las prisas del resto de los conductores, cuándo le sobresaltaron unos golpes secos en la ventanilla.
Volvió la cabeza y vio dos paquetes de clínex sobre el cristal, retiró displicente la mirada, pero nuevamente escuchó los golpes y se topó con la tez oscura y los ojos expresivos del vendedor. Respondió que no con un tenue movimiento de la cabeza. Por tercera vez los golpes llamaron su atención. Algo molesto bajó la ventanilla y ratificó su negativa a comprar.
─ ¿Mahler? ─ dijo el vendedor mostrándole los pañuelos.
─ ¿Quién? ─ respondió, mientras sonaba la música suave y envolvente.


Relato ganador del mes de noviembre de la VII edición del microconcurso de La Microbiblioteca
https://issuu.com/bibliotecabarbera/docs/vii_micro_cast_web_alta
Página 31

viernes, 28 de septiembre de 2018

Punto de vista

Grajo y excrementos, de Maruja Mallo

Descansaba bajo una encina cuando notó el golpe seco de la deyección de un grajo. Aturdida, se alejó de aquel árbol y se fue a descansar apoyada en una roca sin darse cuenta que estaba sucia de excrementos acuosos de un perro al que habían cebado con comida humana. Resbaló, cayó sobre una inmensa boñiga de vaca y allí se quedó. Fue ese postrero día de verano el más feliz en la existencia de aquella mosca.

viernes, 21 de septiembre de 2018

Celos

Mujer jugando con un gato, de Pablo Picasso

En mi casa parecía que el gato fuera la persona más importante para mi mujer, y digo persona porque así me lo refregaba ella cada día : «Es como una personita, la que más quiero». Tanto era así que poco a poco fui aprendiendo sus maneras para poder acercarme a ella. Con esa intención almohadillé mis zapatillas para no hacer ningún ruido, me puse un desinfectante aromatizado y salía y entraba a casa sin avisar, en absoluto silencio. Cuando pasaba por detrás de ella, procuraba rozarla con mi espalda y si era ella la que me tocaba, me encorvaba de manera ostentosa, y hasta llegué a beber en escudilla, tomar de aperitivo comida para gatos e incluso sentarme con él en la ventana para maullar a la luna.
Conseguí hacerme amigo del gato y de esa forma volví a sentir el cariño de mi mujer, pero me echaron de mi trabajo en una clínica veterinaria porque —así me lo dijeron— volvía locos a los perros.


viernes, 14 de septiembre de 2018

Malas compañías

El cuervo, de James Wyeth

Soy un cuervo como cualquier otro, negro, grande y de aspecto poco agraciado, pero al igual que el resto de mis congéneres, soy una de las aves más inteligentes, sociables, juguetonas y comunicativas. Sé que no es ese el concepto que tienen de nosotros, pero somos capaces de jugar, de formar pandillas de adolescentes, de emitir sonidos muy cercanos al lenguaje y de comunicarnos con nuestros graznidos con otros animales.
Hubo un tiempo en que quisimos hacer amistad con los hombres, incluso hay algunos cuervos domésticos capaces de identificar a su dueño con un sonido especial de amistad, o de odio, pero son los menos. Por entonces nos acercamos a unas ancianas solitarias que vivían en el bosque e hicimos amistad con ellas. El problema fue que todas esas ancianitas estaban encorvadas, se cubrían la cabeza con un pañuelo negro, tenían la voz muy ronca y una enorme verruga en la nariz. Estaban tan solas que intentamos ayudarlas y darles compañía, pero desde entonces nadie quiere nada con nosotros.

viernes, 7 de septiembre de 2018

Duelo a tres

Duelo interrumpido, de José Santiago Garnelo y Alda

El sol comenzaba a iluminar las copas de los árboles en esa mañana fría de otoño, cuando llegué en mi coche de caballos acompañado del médico, cada uno con nuestro maletín, seguido de otros dos coches en los que iban, en el primero un militar con su uniforme de gala, y en el otro un caballero elegantemente vestido con un traje de chaqueta negro.

Puse una pequeña mesa sobre el césped y, sobre ella, el maletín, del que saqué una carpeta y dos pistolas. El médico abrió otra mesa y desplegó el material de curas.

El militar y el otro caballero se bajaron de sus coches, se acercaron, recogieron las pistolas y se pusieron de espaldas uno contra el otro en silencio, en espera de que les indicara que empezara el duelo. Tras escuchar la orden, ambos comenzaron a andar en dirección contraria, con su pistola sujeta en alto con la mano derecha y contando los treinta pasos que estaban estipulados, mientras repasaban los hechos que les habían llevado a esa situación.

    Esa mañana entré tras mi guardia en el cuartel y la encontré allí, tumbada, casi desnuda. Me acerqué con mucho cuidado para no despertarla y entonces oí un ruido que procedía del cuarto de baño, abrí la puerta y ahí estaba, cantando mientras se daba un baño. Me quedé mirándolo y, aunque él se azoró, yo me mantuve quieto, sin dar muestras de sorpresa y me saqué del bolsillo de la chaqueta un guante, se lo tiré a la cara y volví a la habitación. Ella se había despertado, se levantó con ese camisón blanco, casi transparente, y quiso decirme algo, pero yo no me volví, salí de la habitación y  no he vuelto a verla, pero él, dentro de poco, sabrá lo que cuesta una traición.

    Sé que no debía haberlo hecho, pero creía que él estaba de guardia y que no llegaría hasta el medio día. Cuando uno está enamorado, no hay más razones que las que dicta el corazón. No estuvo bien, pero no pude resistir la tentación, su mirada y sus gestos insinuantes y lascivos, bajo ese camisón blanco, casi transparente, me llevaron a su cuarto. Sabía que estaba enamorada de mí y que no rompía con el general por miedo. Cuando lo vi entrar, con ese gesto entre perplejo e iracundo, solo fui capaz de balbucear algunas palabras que no llegaron más allá de mis labios. Me tiró un guante y pude sentir su desprecio, como ahora siento mi miedo.

Entonces apareció ella. La vi acercarse con paso decidido y levantando las manos para llamar nuestra atención. Ninguno de los dos contrincantes se movió y, aunque yo me puse en pie y ordené que bajaran las armas, no me hicieron caso. Se paró entre ellos y extendió los brazos con las palmas abiertas, como si quisiera parar una bala de un disparo que podría producirse en cualquier momento. Y así se quedó, inmóvil, sin decir nada y con la mirada fija en mí. Traía una camisa blanca muy holgada que se movía con el viento y dejaba ver su silueta por delante del sol que comenzaba a elevarse. Sus intensos ojos negros, su porte y valentía y el carácter decidido con que actuaba me produjeron una sensación extraña, entre temor y admiración por su valentía, que me dejó indeciso, sin capacidad de responder, hasta que habló: —¡pare esto!— ordenó de forma tajante y yo le hice caso.
Les dije que el duelo había acabado y que se fueran, me volví, les quité las armas, las guardé en el maletín y lo cerré, le dije al médico que me acompañara, me monté en el coche de caballos y me fui sin volver la mirada.
No sé qué ha pasado con ellos —en los duelos el juez no debe conocer a los participantes y no es prudente preguntar—, y la verdad es que tampoco me interesa. Pero desde entonces estoy angustiado, sin poder dormir, buscándola con desesperación. La imagen de su silueta a través de esa camisa blanca, casi transparente, no me han dejado indiferente. Tengo que encontrarla, sé que ella me está esperando.

viernes, 31 de agosto de 2018

El rascacielos

La gran torre, de Giorgio de Chirico

Mis padres construyeron su casa, que tenía un comedor, un dormitorio, la cocina y el cuarto de baño. Tuvieron seis hijos y, por cada hijo, levantaron una nueva planta, solo con un dormitorio. El edificio, con sus seis pisos, destacaba sobre las casitas bajas del pueblo.
Los seis hermanos hacíamos vida común en la planta baja hasta que nuestros padres murieron y empezamos a distanciarnos. El primero fui yo, el pequeño, vivía en la sexta planta, y para evitar los seis tramos de las escalera me hice un pequeño cuarto de baño en el descansillo y compré lo básico para cocinar. Luego mi hermano mayor, que vivía en el principal, harto del constante ruido de la escalera, cerró su puerta y abrió una salida por la fachada. El del quinto, que era arquitecto, decidió ampliar su casa, para poner un estudio, a costa del descansillo y del hueco de la escalera, para lo que puso un ascensor en la fachada con acceso directo a la calle, ya que ninguno de mis hermanos quiso pagar la obra. Me dejó incomunicado a pesar de mis protestas. Entonces hice una escalera hasta el cuarto para poder llegar a la planta baja, pero poco a poco todos fueron imitando a mi hermano del quinto y tuve que poner también un ascensor en la fachada. Poco después, la casa tenía seis ascensores paralelos y terminamos viviendo en seis pisos independientes.
Ninguno de nosotros tuvo familia, la planta baja quedó abandonada y las relaciones se fueron enfriando hasta el punto de no vernos en meses. Pasaron los años y nos fuimos jubilando y perdiendo relación también con el exterior. Los achaques hicieron que todo contacto externo fuera el llamador del ascensor, a través del cual nos subían los alimentos y otros artículos necesarios y así, poco a poco, nos fuimos quedando aislados.
No sé nada de mis hermanos, creo que el mayor y el arquitecto murieron, de los demás, ni idea. A mí, los servicios sociales me quieren obligar a abandonar la casa para llevarme a una residencia, pero no lo van a conseguir, he roto la llave del ascensor y ese es el único acceso que tienen. Sé que con ello me condeno pero me da igual. Me quedo en mi casa en espera de lo que tenga que llegar.

Cuando, años más tarde, la policía entró junto a un funcionario del estado para desalojar la casa por amenaza de ruina, encontró en cada planta un cadáver. La muerte de el del sexto había sido más o menos reciente —concluyeron—, el resto había fallecido mucho tiempo atrás. En ninguno de los casos había indicios de violencia, todos estaban sentados en su sillón y junto a ellos, un diario, más o menos completo, que empezaba diciendo: Mis padres construyeron su casa, que tenía un comedor, un dormitorio, la cocina y el cuarto de baño. Tuvieron seis hijos y, por cada hijo, levantaron una nueva planta, solo con un dormitorio. El edificio, con sus seis pisos, destacaba sobre las casitas bajas del pueblo.

viernes, 24 de agosto de 2018

El quitaletras

De las palabras y la luz, de Pedro Muiño

—"A este juego lo llaman los más viejos el quitaletras, y ya lo hemos practicado antes". Empecemos —dijo el profesor— ¿qué sobra de esta frase?
—Yo creo que la "b" y la "v" son siempre una fuente de conflictos. Yo quitaría la "v" y, en esta frase en concreto, no cambiaría de sentido —respondió el alumnos más aventajado.
—Bien, quedaría así: "A este juego lo llaman los más iejos el quitaletras, y ya lo hemos practicado antes".
—Yo eso también lo aplicaría a la "y" y a la "ll" —planteó otro alumno— ¿podría ser?
—Es justo, sigamos. "A este juego lo aman los más iejos quitaletras, a lo hemos practicado antes".
—En otro sentido, la "a" y la "o", también son fuentes de conflicto por sus connotaciones sexistas.
—"Este jyeg l ls ms iejs el quitletrs, l hems prtid nytes". Es muy complicado habrá que quitar palabras que no pueden pronunciarse ni tienen sentido —Corrigió el profesor—, quitad las sílabas impronunciables y leedlo a ver cómo queda.
—"Este jueg iejs el quitletrs, hems tid ntyes".
—A mí no me gustan la "i" ni la "u", son vocales débiles y no hay quien se aclare cuando hay que acentuarlas. Fuera, pues.
—"Este jeg ejs el qtletrs, hems td ntes".
—Hemos dejado otro conflicto: la "g" y la "j", siempre terminan confundiendo. Acabemos con ellas y volvamos a quitar las sílabas impronunciables.
—"Este e es el, hems td ntes".
—Entre la "s", la "z" y la "c", que, para colmo, esta última, se puede confundir con la "q" y la "k", hay muchas equivocaciones en la pronunciación y en la escritura. Son peores que la "b", la "v", la "g", la "j", la "y" y la "ll" —se atrevió a decir un alumno de la última fila—, y a ver si acabamos ya.
—Sea: "t e e el, hem td nte", y nos quedamos con "e e el, hem", que se puede pronunciar.
—Es cierto que es un documento legible, pero carece de sentido —volvió a interrumpir el alumno aventajado—, tres letras "e" y una sílaba absurda "hem". No tiene sentido continuar, acabemos el juego.
—Un momento —dijo el profesor—, tienes razón, pero si nos fijamos en las letras, solo una mantiene el sentido desde que iniciamos el juego, la "h". Propongo quitar todas, pero dejar la h, la única que mantiene su identidad escrita y hablada.
—Vale —contestaron todos al unísono— dejamos la "h"
—Queda pues la "h". Queda la muda. No se hable más.

viernes, 17 de agosto de 2018

Cerco al dictador

Saturno devorando a su hijo (detalle), de Francisco de Goya

El poderoso y arrogante general, sintiéndose en peligro por la actitud de la turba que rodeaba el palacio, se encerró con su mujer en el sótano.

Los cabecillas de la revolución organizaron el asedio con la esperanza de que, cuando se le acabara la comida, se rendiría, pero pasaron los días sin que hubiera ningún movimiento y decidieron asaltar el palacio. Al entrar, encontraron solo al general, comiéndose un aromático plato de carne recién cocinada.

viernes, 10 de agosto de 2018

No soy pintor ni escritor

Mi material de pintura

NO SOY PINTOR

No sé pintar la garza blanca
que irisando la noche
es capaz de dar vida a quien yace mortecino en la nada

No sé pintar la nada
            ni el silencio
                        ni el dolor…
que corroe inmisericorde las sonrisas desesperadas de la calma o el olvido

No se pintarme
            ni pintarte
                        ni soy capaz de esbozar al niño celeste
que ríe en la cálida mañana que soñábamos como cuando sabíamos soñar,
cuando el sueño era un inconsciente viaje a la absurda verdad
cuando vivía en nosotros la amapola rosa, el delfín amigo, el hada,
compañera  de amaneceres amables con aroma a chocolate y pereza

No soy capaz de pintar la verdad,
de poner verde la muerte
            porque no hay esperanza
                        y la esperanza no tiene color
ni poner azul el mar
            porque el agua es transparente y el cielo mentira
ni blanco porque es nada
ni negro porque es todo
ni rosa, ni rojo, ni aire, ni sueño, ni desesperanza, ni apego, ni vida, ni cielo

Una gacela asustada cruza mi sueño
y se agita mientras mil leones corren de alba a ocaso
y buitres surcan el cielo en busca de olvidos
y cien serpientes vuelan sin alas
y los alacranes sin veneno
y en el alquitrán, los hombres sin alma,
sin cuerpo, sin recuerdos, sin empeños, sin razones, pisotean rítmicamente mis sienes.

No soy capaz de pintarlo

Y una sonrisa alada atraviesa mi alma incierta en busca de una salida noble,
se enseñorea en la esperanza que recorre mi despertar en un nuevo día,
que llega con flores exultantes de razonable esperanza a mi mente.

Pero, no soy capaz de pintarlo.

            No sé… quizá, la palabra.

                        La palabra.

Mi material de escritura
NO SOY ESCRITOR

No sé describir a la garza blanca
que irisando la noche
es capaz de dar vida a quien yace mortecino en la nada

No sé describir la nada
            ni el silencio
                        ni el dolor…
que corroe inmisericorde las sonrisas desesperadas de la calma o el olvido

No se describirme
            ni describirte
                        ni soy capaz de aproximarme al niño celeste
que ríe en la cálida mañana que soñábamos como cuando sabíamos soñar,
cuando el sueño era un inconsciente viaje a la absurda verdad
cuando vivía en nosotros la amapola rosa, el delfín amigo, el hada,
compañera  de amaneceres amables con aroma a chocolate y pereza

No soy capaz de definir la verdad,
de poner palabras a la muerte
            porque no hay esperanza
                        y la esperanza no tiene palabras
ni dar palabras acento al mar
            porque el agua es transparente y el cielo mentira
ni nada porque es blanco
ni todo porque es negro
ni rosas, ni sangre, ni sol, ni sueño, ni desesperanza, ni apego, ni vida, ni cielo

Una gacela asustada cruza mi sueño
y se agita mientras mil leones corren de alba a ocaso
y buitres surcan el cielo en busca de olvidos
y cien serpientes vuelan sin alas
y los alacranes sin veneno
y en el alquitrán, los hombres sin alma,
sin cuerpo, sin recuerdos, sin empeños, sin razones, pisotean rítmicamente mis sienes.

No soy capaz de contarlo

Y una sonrisa alada atraviesa mi alma incierta en busca de una salida noble,
se enseñorea en la esperanza que recorre mi despertar en un nuevo día,
que llega con flores exultantes de razonable esperanza a mi mente.

Pero, no soy capaz de contarlo.

            No sé… quizá, el color.

                        El color.

viernes, 3 de agosto de 2018

Mi nuevo destino

La Torre de Babel, de Lucas Van Valkenborch

La mañana había empezado mal. Nada más levantarme discutí con mi  mujer y me mandó a la mierda. Al llegar a la oficina, tarde por culpa de la discusión, mi compañero de mesa me llamó la atención, respondí, y me mandó a tomar por saco, o por culo, no lo recuerdo bien. Me disculpé ante mi jefe por llevar el trabajo atrasado, pero él no transigió y me mando a la porra. Al final de la mañana, de vuelta a casa tuve una discusión con un niñato que se cruzó en un semáforo y me mandó al carajo y, cuando entré en la cocina y le pregunté a mi mujer que si faltaba mucho para la comida, ella, que seguía enfadada, me mandó a hacer puñetas.
Almorcé tranquilo y pospuse la decisión a la hora de la siesta. Veamos —me dije—, no sé hacer puñetas, por lo que esa opción queda desestimada; al carajo, tomar por culo o saco, no voy a ir, que uno es muy hombre; a la porra tampoco, que ya la ocupó Álvaro de la Iglesia y seguro que está abarrotada; por lo tanto, solo me queda la mierda. Era la única posibilidad, prepararé la maleta y emprendí el camino hacia allí.
Y aquí me encuentro, en este desolado paisaje de albero, seco, abandonado sin vegetación alguna salvo algunas hierbas secas que agonizan en los rincones, y sin más construcciones que la gran ciudad, que parece alzarse altiva y solitaria en el centro de la nada, pero que cuando te acercas, te das cuenta de que está muy concurrida, con mucha gente entrando, y algunos saliendo, y un espectacular despliegue de vida volando a su alrededor.
Tiene la estructura curiosa de algunas fortificaciones antiguas, una gran base sobre la que van creciendo edificios, para terminar en una altiva torre central. Toda es de un lúgubre color siena tostada que destaca sobre el amarillo pálido sobre el que se levanta; está fortificada y tiene una sola puerta para entrar a través de una empinada rampa. De lejos la ves como una espiral, que poco a poco, superponiendo fases, va subiendo hasta la torre final, muy estilizada y ligeramente inclinada a la izquierda. Las plantas bajas, más amplias y holgadas que las superiores, deben de ser para los recién llegados o para los inquilinos, digamos, mejor alimentados. Por el contrario el ambiente es mucho más seco que en las superiores y las paredes se ven más afectadas por las inclemencias. No sé si porque la fontanería no está preparada para tanta gente o por falta de cuidados, pero toda la ciudad tiene un problema, un olor nauseabundo. 
La planta primera y segunda, como he dicho, está estropeada, las paredes y el pavimento están muy deterioradas, incluso hay fachadas rotas y agujeros por los que se han colado inquilinos indeseables. A mí me gusta el sol y he pedido por favor un piso superior, y me lo han dado arriba del todo, junto al final puntiagudo de la torre. Las vistas son magníficas y se respira un cierto aire de libertad. El viento aligera el mal olor y apenas permite asentarse a los pequeños insectos, tan molestos, pero tiene mucha humedad. Me lo avisaron; para que el material de construcción se mantenga es necesario que no se seque, y he podido comprobarlo en las ruinas de la planta baja y primera. Otro defecto es que tengo que convivir con moscas y algunos roedores, pero la presencia de estos últimos es menos llamativa conforme vas subiendo, y entre unos y otros, prefiero los insectos.
He hecho algunos amigos, que me han ido contando sus motivos para venir a esta ciudad: celos, alcohol, pequeños robos, malas notas, falta de higiene, irresponsabilidad en el trabajo, malas respuestas y otras pequeñas faltas; pero el ambiente, algo deprimente es muy tranquilo, ya que los ladrones, asesinos, corruptos y otros delincuentes, nunca llegan aquí, los mandan a la cárcel.
Finalmente me he acomodado en la cuarta planta, cerca de la torre, y tras pasar la primera noche me he dado cuenta de que el final puntiagudo de la misma, que apuntaba a la izquierda, ahora mira al sur y está algo más alto.
No sé si es una impresión mía, pero creo que la ciudad cada día crece un poco más.

viernes, 27 de julio de 2018

Ocaso

Le salon burguesa, de James Ensor

Frente a la chimenea, el marqués observaba el retrato que le hicieron de joven, con sus galas militares, enmarcado en plata. Solo la vieja alfombra de piel de tigre, ennegrecida por el humo, y dos candelabros de bronce daban algo de calidez a la estancia, llena de sombras y recuerdos.
Sobre la repisa del hogar, entre las figuras de porcelana, la foto de su boda, varios libros polvorientos encuadernados en piel granate, una gran telaraña que le produjo un amargo sentimiento de decadencia. Sin plantearse la posibilidad de quitarla, cerró los ojos y se dejó llevar por el sueño.

viernes, 20 de julio de 2018

Derechos de autor

Evangelistas san Marcos y san Lucas, de Mathias Stom


El Juez Supremo desestimó la denuncia interpuesta por Marcos contra Mateo, Lucas y Juan por plagio. No había registrado su obra.

viernes, 13 de julio de 2018

Clase de lengua

Escuela rural de Edeard Lamson Henry

—El ejercicio de hoy —explicaba el maestro— será para practicar el tema de los sufijos y prefijos de la clase de ayer. Habíamos hablado de los aumentativos y diminutivos, de los que forman nombre, verbo o adjetivo y los que, por su origen, podríamos clasificar de latinos o griegos. Pues bien, haremos ejercicios. Os encargaré a cada uno un grupo y tendréis diez minutos para escribir al menos una palabra en la que aparezca un sufijo o un prefijo.

Los pequeños se concentraron en la tarea y, conforme fueron acabando, levantaron la mano.

—A mí me gusta el grupo de los aumentativos, diminutivos y demás. Por ejemplo, guapo puede ser guapito, guapejo, guapote o guapísimo, que es como decir caratonto, regular, no está mal, o mola mucho.
—Bueno, Carlitos, es una manera de entender las cosas, pero no es exactamente eso lo que quiero.
—Yo tengo una duda. A mí me gusta utilizar más los prefijos que los sufijos. Por ejemplo, con la misma palabra de Carlos, guapo, uno puede ser guapo a secas o superguapo, hiperguapo o megaguapo o incluso hipersupermegaguapo, según moles más o menos.
—¡Déjalo estar! Tendremos que dedicar una clase solo a los hiper, super, megas y otras zarandajas.
—Yo he utilizado prefijos griegos, concretamente algia, archi, céfalo, hiper, fobia, fonía, grafia, ista, patía, tecnia y terapia.
—¿Y qué has hecho con todo eso?
—Una palabra, profe.
—¿Solo una?
—Es que mi madre padece de dolor de cabeza, se pone muy nerviosa cuando le da la crisis y no es capaz de hablar ni escribir. Confunde las palabras, creo que debería ir a un  Archiespecialistahipertécnicoterapeutaparalapatíadisfónicodisgráficafóbicacefalgista.

Sonó la campana y, con la algarabía habitual, los niños abandonaron sus pupitres y salieron corriendo al recreo.

viernes, 6 de julio de 2018

La casa de los abuelos

Reloj con ala azul, de Marc Chagall

Recuerdo mis inviernos pasados, el frío de las habitaciones y la oscuridad de los días. En el salón se ensoñoreaba el silencio, solo roto por el crujir de la madera en la chimenea. Frente a ésta, mi abuelo en su sillón de orejeras con tapicería de flores y pájaros beis, sienas y rosados. Alrededor, mi padre, mis hermanos y yo, sentados, absortos en el juego de luces y sombras del hogar, y del tic-tac monótono del reloj de pared, marcando las horas, los días, los años.

El salón se fue haciendo más pequeño y silencioso, mi padre encaneció y el calor de la mesa camilla nos reunía frente a la radio que descansaba sobre la chimenea, traicionada por el calor del butano. Encima de la tarima, dos figuras de porcelana, los retratos de boda de mis abuelos y mis padres, y cinco o seis libros de piel granate con ribetes dorados. En la pared, el reloj, marcando el paso de los días, de los años.

Hoy, ya cansado y plateado, en el sillón, cubierto por una tela granate que tapa los pájaros y las flores de la tapicería, me siento en absoluto silencio. Observo la chimenea apagada,  los accesorios dorados y el antiguo soplillo arrinconados, los retratos de las bodas de mis padres, abuelos y mía, las figuras de porcelana sobre la tarima cubierta de una fina capa de polvo, y la luz horizontal de la ventana iluminando el viejo reloj.
Paso así las horas perdidas y sigo el ritmo cansino del tiempo indefinido y el sonido de las campanadas, que señalan los cuartos y las medias ganadas y las horas perdidas. El reloj, sobre la chimenea, continúa marcando los años.

viernes, 29 de junio de 2018

A la moda del país

En el autobús, de Jordi Andreu Fresquet

Despatarrado en el asiento de atrás del autobús, como si fuera el único viajero, Manuel, delgado y encorvado como una guindilla, con sus largas patillas, la cadena de plata con el medallón de tamaño sartén, la camisa de flores abierta hasta el enlutado ombligo, el pantalón celeste acampanado que dejaba asomar los botos de Valverde, y su inconfundible olor a ajo y alpechín; vio como la pasajera del asiento de al lado —rubia, fornida, madraza y teutona—, se levantaba, lo estudiaba como si mirara una gamba al ajillo, le pedía permiso para salir y, ante la falta de respuesta, pasaba y lo pisaba.

Cucha —escupió con un palillo entre los dientes y una lluvia de gotitas bravas por el aspecto y olor—, si me vas a pisar písame el izquierdo que el derecho lo tengo chungo.
—No compgenda  —balbuceó la vikinga antes de bajar del autobús.
—¿Una cerveza, chuli? —preguntó Manuel, apoyando el codo en la barra de la cantina, donde se reencontraron esperando el trasbordo para continuar el viaje.
—No compgenda  —respondió nuevamente la interpelada.

Se miró satisfecho en el espejo, se recolocó la grasa del calculado flequillo, se abrió el escote, tocó la medalla, y con media sonrisa se dijo satisfecho «eres más apañao que un jarrillolata», y subió al autobús impregnándolo todo de un aromático y picante pachuli.

viernes, 22 de junio de 2018

Despedida

Despedida, de Oswaldo Guayasamín

Fue una mañana fría, con una neblina que no permitía ver nada más allá de medio metro de distancia. Ernesto había recibido la llamada de su familia, que le pedía que volviera con ellos. No pudo o no quiso negarse, y ya tenía organizado el viaje, cuando decidió regresar a la que había sido su casa durante tantos años. Yo estaba allí y lo vi entrar.
Ernesto Toledo se había aclimatado a la forma de vida de los habitantes de su entorno, y había llegado a ser considerado uno de ellos. Su aspecto era peculiar, hasta el punto de producir cierto rechazo en la comunidad de su barrio; a excepción de los más pequeños, que lo consideraban el líder de la pandilla. No medía más de un metro cuarenta centímetros, sus miembros eran largos en comparación con su cuerpo, corto y encorvado y sus dedos parecían palillos de tambor. Los ojos grandes, la boca picuda y una nariz casi inexistente, le daban un aspecto cómico que atraía a los niños. Por todo ello y el color cetrino, que se traslucía a través de su piel casi transparente, lo llamaban el Sapo Verde. Quizás para disimular su aspecto, iba siempre muy cubierto, salvo las manos —no había guantes de su talla—, y los ojos, nadie había visto el resto de su cuerpo, que incluso cubría con una sábana cuando salía a pasear o a montar en bicicleta, su actividad favorita.
Con el tiempo lo fueron conociendo en el barrio, y llegó a ser muy considerado por su bondad, buena disposición para ayudar, y por los consejos que daba a los niños, con los que compartía juegos.
Yo crecí con él y puedo asegurar que no podré olvidar la viva imagen de la ternura, ni la bondad de sus ojos al despedirse.
Al verme se le saltaron las lágrimas y me dijo que no podía irse sin repasar cada rincón de la casa y, con ello, cada minuto de su vida. Estuvo al menos una hora paseando por las habitaciones, por la cocina y el jardín. En silencio tocó con su largo dedo índice cada objeto, parecía como si con ello los retuviera. No sé muy bien porqué, se detuvo frente a la mesita de la esquina del salón. La miró fijamente y pronunció, casi deletreándola,  la única palabra que dijo en todo su recorrido —«teléfono»—,  y la repitió cada vez con menos volumen hasta que abandonó la casa, no sin antes darme un abrazo.
Al salir, la niebla se había ido y frente a mí, a unos tres metros de altura, flotaba una inmensa nave, con la puerta abierta y una escalera que llegaba hasta la entrada del jardín. Ernesto se dio la vuelta, me miró fijamente, se deshizo de la sábana que lo cubría, dejando ver su torso deforme y verde, y subió por la escalera hasta la nave. Se volvió y con su dedo índice, deforme y extrañamente iluminado, señaló al jardín, la puerta y las viviendas de alrededor, y gritó «Mi casa». Se cerró la escotilla y la nave se elevó a toda velocidad.