La Torre de Babel, de Lucas Van Valkenborch |
La
mañana había empezado mal. Nada más levantarme discutí con mi mujer y me mandó a la mierda. Al llegar a la
oficina, tarde por culpa de la discusión, mi compañero de mesa me llamó la
atención, respondí, y me mandó a tomar por saco, o por culo, no lo recuerdo
bien. Me disculpé ante mi jefe por llevar el trabajo atrasado, pero él no
transigió y me mando a la porra. Al final de la mañana, de vuelta a casa tuve
una discusión con un niñato que se cruzó en un semáforo y me mandó al carajo y,
cuando entré en la cocina y le pregunté a mi mujer que si faltaba mucho para la
comida, ella, que seguía enfadada, me mandó a hacer puñetas.
Almorcé
tranquilo y pospuse la decisión a la hora de la siesta. Veamos —me dije—, no sé
hacer puñetas, por lo que esa opción queda desestimada; al carajo, tomar por
culo o saco, no voy a ir, que uno es muy hombre; a la porra tampoco, que ya la
ocupó Álvaro de la Iglesia y seguro que está abarrotada; por lo tanto, solo me
queda la mierda. Era la única posibilidad, prepararé la maleta y emprendí el
camino hacia allí.
Y
aquí me encuentro, en este desolado paisaje de albero, seco, abandonado sin
vegetación alguna salvo algunas hierbas secas que agonizan en los rincones, y
sin más construcciones que la gran ciudad, que parece alzarse altiva y
solitaria en el centro de la nada, pero que cuando te acercas, te das cuenta de
que está muy concurrida, con mucha gente entrando, y algunos saliendo, y un
espectacular despliegue de vida volando a su alrededor.
Tiene
la estructura curiosa de algunas fortificaciones antiguas, una gran base sobre
la que van creciendo edificios, para terminar en una altiva torre central. Toda
es de un lúgubre color siena tostada que destaca sobre el amarillo pálido sobre
el que se levanta; está fortificada y tiene una sola puerta para entrar a
través de una empinada rampa. De lejos la ves como una espiral, que poco a
poco, superponiendo fases, va subiendo hasta la torre final, muy estilizada y
ligeramente inclinada a la izquierda. Las plantas bajas, más amplias y holgadas
que las superiores, deben de ser para los recién llegados o para los
inquilinos, digamos, mejor alimentados. Por el contrario el ambiente es mucho
más seco que en las superiores y las paredes se ven más afectadas por las
inclemencias. No sé si porque la fontanería no está preparada para tanta gente
o por falta de cuidados, pero toda la ciudad tiene un problema, un olor
nauseabundo.
La
planta primera y segunda, como he dicho, está estropeada, las paredes y el
pavimento están muy deterioradas, incluso hay fachadas rotas y agujeros por los
que se han colado inquilinos indeseables. A mí me gusta el sol y he pedido por
favor un piso superior, y me lo han dado arriba del todo, junto al final
puntiagudo de la torre. Las vistas son magníficas y se respira un cierto aire
de libertad. El viento aligera el mal olor y apenas permite asentarse a los
pequeños insectos, tan molestos, pero tiene mucha humedad. Me lo avisaron; para
que el material de construcción se mantenga es necesario que no se seque, y he
podido comprobarlo en las ruinas de la planta baja y primera. Otro defecto es
que tengo que convivir con moscas y algunos roedores, pero la presencia de
estos últimos es menos llamativa conforme vas subiendo, y entre unos y otros,
prefiero los insectos.
He
hecho algunos amigos, que me han ido contando sus motivos para venir a esta
ciudad: celos, alcohol, pequeños robos, malas notas, falta de higiene,
irresponsabilidad en el trabajo, malas respuestas y otras pequeñas faltas; pero
el ambiente, algo deprimente es muy tranquilo, ya que los ladrones, asesinos,
corruptos y otros delincuentes, nunca llegan aquí, los mandan a la cárcel.
Finalmente
me he acomodado en la cuarta planta, cerca de la torre, y tras pasar la primera
noche me he dado cuenta de que el final puntiagudo de la misma, que apuntaba a
la izquierda, ahora mira al sur y está algo más alto.
No
sé si es una impresión mía, pero creo que la ciudad cada día crece un poco más.
El vivir en la mierda (o en el carajo, tomando por saco o haciendo puñetas) no debe ser agradable.
ResponderEliminarNo he contado los pisos, pero si son siete, me recordaría a los siete infiernos.
Sin embargo, al llegar a la cúspide, no encuentras aquí el Paraíso sino algo bastante más prosaico: lo que se denomina comúnmente el mismísimo mojino.
Pues el protagonista de mi historia ha elegido el mejor sitio posible. El problemas es que no todo el mundo está en el sitio que se merece, sino a donde lo mandan.
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