Marina

Marina
Marina, de Ezequiel Barranco Moreno

jueves, 27 de agosto de 2015

El maratón del orgullo nacional

El maratón debía comenzar a las siete en punto de la mañana y la convocatoria, que había sido todo un éxito, hacía sentirse felices a los concursantes y a los organizadores del evento.
Se habían inscrito más de tres mil corredores, novecientos ciclistas, trescientos patinadores y otros doce participantes en silla de ruedas. Esperaban impacientes la señal de salida, haciendo el precalentamiento adecuado, y al momento de sonar el disparo, todos los corredores, incluyendo a algunos más que se incorporaron a última hora, estaban ya recorriendo las principales avenidas de la ciudad.

Los premios eran modestos, pero por encima de todo estaba la importancia de participar en tan singular carrera, para la que tanto tiempo llevaban preparándose, con la esperanza de obtener un reconocimiento y una fama por pocos conseguida. El primero que llegara a la meta recibiría una medalla de oro y un viaje de fin de semana con todos los gastos pagados, el segundo su correspondiente medalla de plata y una entrada para un partido de fútbol del equipo local, el tercero la medalla de bronce y un abono para tres entradas de cine y el resto un diploma acreditativo de su participación.

Pero no todos eran corredores, en las aceras se agolpaba el público que no había querido o podido participar, y en las plantas altas de los edificios aledaños se posicionaron los francotiradores inscritos, claramente identificados. Estos últimos también obtendrían medallas, premios y diplomas, dependiendo del número de blancos alcanzados, contabilizándose un punto por cada corredor y dos por cada ciclista o patinador, pero perderían medio punto cada vez que, por error o interés malintencionado o no, dispararan a alguien del público.

Terminada la carrera, tal como estaba previsto, hubo una fiesta popular con gran éxito de asistencia, y las autoridades se dirigieron a los participantes y vencedores con sentidos discursos y felicitaciones. Mientras, los servicios de limpieza quitaban los restos que la carrera había dejado en las calles, que recordaban el escenario de un campo de batalla, de una guerra.
            
            
            De una guerra inútil y absurda…
                       
                        Ilógica…
                                  
                                   Como todas las guerras.

Desastres de la guerra, de Francisco de Goya

Decisión fatal

En un momento de desesperación salió con un cuchillo en la mano dispuesta a matar a cualquiera que se le pusiera por delante. Al reflejarse en el espejo del ascensor no tuvo más remedio que suicidarse.

Suicidio, de Luc Tuymans

viernes, 21 de agosto de 2015

Camino del paraíso

Cruzó la puerta con discreción. En el interior se respiraba un ambiente de recogimiento y silencio, solo roto por  las oraciones de algunos ancianos y el incesante pasear de los turistas por el sagrado recinto.

- ¡Ay, qué larga es esta vida!

Soñaba despierta con que acabara su mísera existencia.

- ¡Ay, qué larga es esta vida!

Sabía que un horizonte luminoso se abriría a sus ojos.

- ¡Ay, qué larga es esta vida!

Repasaba punto por punto las promesas que escuchó a sus mayores.

- ¡Ay, qué larga es esta vida!

Y había llegado el momento de cumplir su misión.

- ¡Y tan alta vida espero…!

Fue su último pensamiento antes de apretar el botón del cinturón.

Mientras, en un apartado lugar, varios ancianos tomaban un té esperando a otras jóvenes para impregnarlas de ideales, y celebraban su macabro rito de odio, mentiras y sinrazón.

Apoteosis de la guerra, de Vasily Vereshchagin

Distinto

Estaba en uno de esos momentos en los que no sabía si se hundía o si aún podría remontar. Entonces, cómo en una visión fugaz, lo comprendió todo, lo aceptó y se aferró a su diferencia tanto tiempo ocultada. En su sonrisa, se podían leer: "Soy yo".

August blue, de Henry Scott Tuke

viernes, 14 de agosto de 2015

No había vuelta atrás

- “Por fin, tras años de desprecio e indecisión, te tengo delante de mí y terminará esta historia”.

Y tras ese soliloquio, dejó la copa en la mesa y un tiro acabó con su obsesión.

El suicidio, de Edouard Manet

Ya nada será igual

Fue un accidente que cambió mi vida. Me quedé dormido conduciendo y de pronto vi una luz cegadora al final del túnel por el que iban pasando, tal como tantas veces nos han contado, los distintos episodios de mi vida: los recuerdos sepia de mi infancia, mi familia y mis primeros amigos, mi antigua casa, mis noches de estudio, etcétera.

Después, tras notar unos golpes secos y acompasados en el pecho, sentí como el aire volvía a refrescar mis pulmones y el túnel y la luz desaparecían. Al abrir los ojos, totalmente confuso, me encontré frente a una joven, con una amplia y radiante sonrisa, que me recibía satisfecha y emocionada.

Desde entonces, todo ha cambiado,  mi única obsesión es encontrar esos labios rojo cadmio.

More ways I, de Pablo Vallejo