Marina

Marina
Marina, de Ezequiel Barranco Moreno

viernes, 27 de enero de 2017

Paseo

La calle, de Balthus
Llegué a la cita antes de la hora prevista y aproveché para dar una vuelta por las calles del casco antiguo. Entré en la angosta Calle Libreros montado a toda velocidad en mi bicicleta nueva, a la que habían quitado los ruedines, que me habían comprado en una juguetería recién abierta en la Avenida. Al llegar a la esquina me tropecé con un señor que paseaba leyendo el periódico y se me cayeron los libros de la mochila, que él me ayudó a recoger amablemente aunque me recriminó mi comportamiento —más matemáticas y menos correr, dijo—. Repuesto del susto me encontré con María, mi novia, a la que acompañé hasta casa de sus padres, parándonos en todas las tiendas de ropa y complementos, en las de muebles, en las inmobiliarias y en las de trajes de novia. Ya de vuelta, por la Calle Francos, fui con Juana, mi mujer, a buscar un cochecito y ropa para los mellizos y a darle una vuelta a mi madre, que llevaba días que no se encontraba bien. Comenzaba a hacerse tarde y volví deprisa por la Avenida cuando comenzó a sonarme el teléfono, hasta seis veces conté antes de cogerlo, no podía aguantar más a mi jefe, lo cogí para decirle que estaba harto y que no contara más conmigo. Antes de seguir, para tranquilizarme, me senté en un café que habían abierto en el local de una juguetería recientemente cerrada, y me tomé una copa de coñac leyendo las noticias de economía, que tanto me preocupaba, por la bolsa de pensiones, cada vez más vacía. Me levanté con la ayuda de mi bastón para acudir a la cita.

No recordaba muy bien con quién había quedado, pero al verla se me vino inmediatamente a la memoria, pálida, vestida de negro y de mirada penetrante, aunque serena, siempre tiene reservado un momento para tomar una copa con cada uno de nosotros.

Viaje en el tiempo

Rinconcete y Cortadillo, de Manuel Rodríguez de Guzmán
Pedro del Rincón y Diego Cortado, "muy descosidos, rotos y maltratados", dormitaban tumbados en unos camastros en un pequeño y poco aireado cuartucho de la venta. El ventero les ofreció hospitalidad y los dos jóvenes truhanes, que iban camino de Sevilla en busca de fortuna, decidieron quedarse a pasar una temporada  y evitar los caminos durante el asfixiante verano castellano.

Hacía tiempo que quería viajar al Valle de Alcudia para participar de las historias y fantasías que tantas veces había leído, y ahora un viejo litigio de lindes entre los propietarios de la antigua Venta de la Inés y una finca colindante, me daba la oportunidad de cumplir mi sueño.

Al anochecer solían salir a pasear y buscar agua, que hacía tiempo que habían secado el pozo cercano, y a las inclemencias del calor se sumaba la necesidad de refrescarse e incluso de beber. Les gustaba descansar en la Fuente del Alcornoque, bajos las altas hayas, "que no hay ninguna que en su lisa corteza no tenga grabado y escrito el nombre de Marcela,...” y entretenerse buscando los grabados mientras sentían la brisa, que agitaba las hojas secas emulando los tristes cantos de Crisóstomo.

Me habían contratado para defender a la familia que regentaba la venta que, por obras de cerramiento y diversos intereses del propietario de la finca, había visto como unos muros y una cerca le cerraban el paso y el suministro de agua.

No lejos de allí, al amanecer, escondido entre los árboles cerca del camino, Sancho se deshacía en lamentos entre vómitos, retortijones y diarreas y todo por "no  ser armado caballero, porque tengo para mí que este licor no debe de aprovechar a los que no lo son".

En el Juzgado de Paz de la cercana localidad de Almodóvar del Campo la mayor actividad era la de los secretarios que abrían actas de los más diversos problemas. El ambiente sosegado rara vez se veía interrumpido, ya que solo ocasionalmente los juicios que allí se celebraban congregaban a más de seis o siete personas. Sin embargo el día en que se celebró la vista preliminar del caso que defendía, el juzgado estaba lleno, más por curiosos y grupos de activistas que por los propios interesados. 

"¡Justicia, señor gobernador, justicia, y si no la hallo en la tierra, la iré a buscar al cielo!"

La situación fue complicándose, terminando por espantar a los escasos huéspedes que aún quedaban y sumiendo al ventero y su familia en la miseria, al tiempo que la finca crecía en riqueza y fueron apareciendo muros y cerrándose caminos con cercas, cadenas y candados.

"Ahora acabo de creer, Sancho bueno, que aquel castillo, de que es encantado sin duda; porque aquellos que tan atrozmente tomaron pasatiempo contigo, ¿qué podían ser sino fantasmas y gente del otro mundo?"

Y así fue pasando el tiempo. Terminadas las diligencias volví a Sevilla con el juicio listo para sentencia. Por el camino de vuelta, con la sensación de estar luchando en un pleito de cientos de años, me pareció ver a una persona de aspecto curiosamente familiar que arengaba, bajo una gigantesca encina, a un millar de ovejas. Me bajé del coche y me acerqué a la encina, para emprender, él con su lanza y su yelmo y yo con mi maletín, el camino a la venta.

"…que esta es buena guerra y es gran servicio de Dios quitar tan mala simiente de sobre la faz de la tierra".

viernes, 20 de enero de 2017

Mi perro Kitty


Perro blanco, de Franz Marc
Mi pastor suizo no ladra, es muy independiente, tiene miedo a otros perros, y su mayor deseo es que lo dejen en paz. Un día lo secuestraron para utilizarlo como cebo y lo soltaron frente a un pitbull, que en pocos segundos lo acorraló. Sin dudarlo, escaló la pared con agilidad hasta el alféizar de la ventana, encorvó el lomo y saltó sobre su contrincante, al que cegó con dos certeros arañazos y le hizo un profundo corte en el cuello. Los criadores vieron como su fiero ejemplar se desangraba mientras el mío —un gato encerrado en un cuerpo que no le corresponde—  rebuscaba pescado en la basura y se iba en busca de la gata del vecino.

Vivencias

Reflejo azul, de Leonid Afremov
—Sentado en el sillón, dejé de leer un libro que había sacado de la estantería y me distraje mirando por la ventana. Estaba lloviendo y en la calle solo paseaba un joven, acercándose con cierta prisa, buscando refugio bajo los balcones.


—Entré en el baño, me sequé el pelo, me quité la ropa empapada y, cansado después de la carrera bajo la lluvia, me senté en el sillón y comencé a leer el libro que acababa de comprar, no sin antes asomarme a la ventana y ver a un hombre que se alejaba achacoso bajo la lluvia, buscando el refugio de los balcones.

viernes, 13 de enero de 2017

Cena de familia

Vida nocturna, el accidente. de Everett Shinn
Todo estaba preparado para el cumpleaños de mi padre. Mi mujer me ayudaba con las maletas. Mis hijos correteaban alrededor del coche. Yo gritaba a los niños y tranquilizaba a mi mujer.
En casa de mis padres ya estaban mis cuatro hermanos. Sus mujeres ayudaban en la cocina y los niños corrían por todas partes. Mi padre iba y venía al supermercado y preparaba su discurso de cada año mientras mi madre intentaba poner orden y en un  rincón dormitaba la abuela. Solo faltábamos nosotros cuatro para cenar los veintiséis. Teníamos por delante once horas de camino, un camino conocido por carreteras de sierra.  
Emprendimos el viaje temprano. Desayunamos y almorzamos por el camino. Salimos de la autopista tras nueve de viaje, incluidas las paradas reglamentarias. Faltaban solo cuarenta kilómetros, estaba muy cansado, tenía sueño. Continuamos, ya podía ver el pueblo en lo alto del cerro. Solo treinta kilómetros. Paré a estirar las piernas. Quince kilómetros, veía el puente a los pies del cerro. Llovía y el río traía mucha agua, conduje despacio. Al entrar en el puente vi venir a un camión a gran velocidad. Me desvié. Había una balsa de agua y derrapé. No pude controlar el coche, quedó volcado en la cuneta. Salí con cuidado. No encontré a mi mujer ni a mis hijos. Quise pedir ayuda. Subí al cerro. La lluvia y el fango me impedían ir deprisa. El esfuerzo era tremendo. Me ahogaba. Llegué al pueblo. No veía a nadie. Estarán preparando la cena en sus casas, pensé. Gritaba, pero no obtenía respuesta. Me dirigí la Iglesia. Enfrente estaba mi casa. Llamé pero no abrieron. Insistí, pero seguía son obtener respuesta. Vi una ventana abierta y entré. No había nadie.  
Abandoné la casa y volví al puente. Más que correr me deslizaba por el fango. Chocaba con los árboles y con las rocas. Me hice heridas por todas partes. Veía correr la sangre por mis brazos y el pecho. No sentía dolor. Debe ser por la angustia, pensaba. Seguía corriendo. Llegué al puente.


Había mucha gente. Acababan de llegar dos ambulancias y unos sanitarios atendían a dos niños y a una mujer. Me acerqué. Eran ellos, mi familia. Estaban heridos, pero vivos. Respiré profundo y sonreí. Mis hermanos rodeaban a mis padres y las mujeres apartaban a los niños. Me acerqué a mi padre. No me saludó. Está mayor y preocupado, pensé. Todos estaban llorando. Frente a ellos un funcionario los miraba compungido. En el suelo había un cuerpo inerte cubierto por una manta plateada. Sentí un fuerte golpe. Me dolía todo. Me acerqué a la manta, me acosté y me cubrí con ella.

Relevo

Rinoceronte, de Durero
Cuando despertó, el monstruo estaba allí, y ya nunca volvió el dinosaurio.


Homenaje a Augusto Monterroso

viernes, 6 de enero de 2017

Organización

El jardín de las delicias (detalle), de El Bosco
En poco tiempo el número y la variedad de monstruos había ido creciendo de tal manera que se decidió agruparlos a todos y, para su mejor conocimiento y control, enviarlos a lugares preparados para ese fin y clasificarlos por afinidad o según sus características. Así, poco a poco, se recuperaría la armonía necesaria.
Como primera medida se dividieron en dos grandes grupos según su tamaño y a partir de ahí, siguieron las divisiones, según su color, lugar de origen, disponibilidad de armas, movilidad y fiereza, y a cada grupo se le asigno un espacio, como un compartimento estanco, y una marca, que transformó el caos inicial en un perfecto orden.

Para terminar el trabajo, los identificaron por su nombre, y con ello consiguieron que todos los monstruos estuvieran bien localizados y disponibles en cualquier momento. Solo faltaban dos semanas para los Reyes Magos y había que abastecer a infinidad de niños.

Superhéroe

Alter ego, de Dora Carrillo
Cuando la Chilindrina lo encontró muerto junto a una extraña y luminiscente piedra roja, confirmó su sospecha de que el Chavo del Ocho era en realidad el álter ego del Chapulín Colorado.