Marina

Marina
Marina, de Ezequiel Barranco Moreno

viernes, 28 de octubre de 2016

Oliverio del Olmo y el campo de amapolas

Cada semana aparecía un cadáver en la orilla del río y Oliverio del Olmo, detective perspicaz de métodos expeditivos,  fue contratado para que esclareciera el caso y detuviera a los asesinos.
La labor era ardua, ya que todos los habitantes del campo de amapolas eran enanos, de menos de veinte centímetros y siempre vestían de rojo, pero Oliverio lo tuvo claro, tras trazar en el mapa una perfecta cuadrícula entró en el campo con un saco, pisoteó todas las pequeñas parcelas que había delimitado y en cada una de ellas aplastó a unos seis enanos, por lo que al final de la jornada se pudo presentar en el pueblo con el saco lleno y, tras entrar en el ayuntamiento decirle alcalde: Aquí tiene usted al asesino, ya no habrá más muertos.

El campo quedó desolado y meses después comenzaron a plantar girasoles. En julio, al comenzar la cosecha, encontraron un cadáver vestido de amarillo en la orilla del río.

Serie: Mis cuadros

Campo de amapolas, de Ezequiel Barranco Moreno

Oliverio del Olmo y el campo de girasoles

Cada semana aparecía un cadáver en la orilla del río y Oliverio del Olmo, detective perspicaz de métodos expeditivos,  fue contratado para que esclareciera el caso y detuviera a los asesinos.
La labor era ardua, ya que todos los habitantes del campo de girasoles eran enanos, de menos de veinte centímetros y siempre vestían de amarillo, pero Oliverio lo tuvo claro —arrancad todos los girasoles y dejad limpio el campo, dijo— y hecho esto, observó los movimientos de cada uno de los enanos hasta que encontró al asesino y lo dejó bajo la custodia del alcalde del pueblo. Ya no habrá más muertos, le dijo.

Meses después en el descampado comenzaron a crecer amapolas y apareció un nuevo cadáver vestido de rojo en la orilla del río.

Serie: Mis cuadros

Campo de girasoles, de Ezequiel Barranco Moreno

viernes, 21 de octubre de 2016

Hamman al-Walad

Al entrar en el vestíbulo de los Baños Árabes, la recepcionista me avisó: Faltan solo tres minutos para la hora de cierre, si quiere puede pasar pero cerramos en punto. Se lo agradecí pero entré, ya que esa misma tarde me marchaba de viaje. Eché un rápido vistazo a la Sala Fría para detenerme en la segunda sala,  al-bayt al-wastani, mucho más monumental con sus ocho columnas y los restos de las tenerías, y en ese momento escuché un fuerte portazo y se apagaron todas las luces. El silencio, una tremenda soledad y la oscuridad de la sala, solo rota por dos pequeñas luceras de la Sala de Calderas se apoderaron de los Baños y de mi ánimo.
Me dirigí a la Sala de Calderas y al pasar el arco que la separaba de la Sala Templada me encontré con dos fornidos subsaharianos que, con el pecho descubierto, atizaban el fuego y echaban agua a las rudimentarias tuberías. Al verme, con un lenguaje incomprensible comenzaron a gritarme y yo, asustado reculé para caer en una cisterna llena de pieles, entre las risotadas de varias mujeres que, dispuestas a salir de su rutina en la curtiduría, se dedicaron a volcarme los pigmentos de distintos colores con los que trabajaban las pieles.
En la sala se arremolinaba un concurrido grupo de hombres que, enojados por la algarabía que se había montado, me increparon y amenazaron con llamar a la guardia si no respetaba las normas. Avergonzado pasé entonces a la Sala Caliente, donde tres ancianos de aspecto noble, solo cubiertos con una toalla y empapados en sudor me miraron de tal manera que, tras pedirles perdón por la forma en que había entrado, me di la vuelta y salí en dirección de otra dependencia. Tampoco allí fui bien recibido, ya que sin darme cuenta pisé, rompí y dispersé cientos de pequeños fragmentos de cerámica que un grupo de jóvenes, intentaban ordenar y catalogar. El mayor de ellos, me dio una bofetada y volví a caer en la cisterna y allí sí hubo acuerdo: las curtidoras, rodeadas de todos los que disfrutaban de los baños, los jóvenes arqueólogos y hasta los esclavos de las calderas, salieron dispuestos a pegarme.
Yo me escondí entre un grupo de turistas a los que no había visto antes y que parecía que iban a salir del recinto, pero desparecieron en el vestíbulo sin que pudiera alcanzarlos ni escucharan mis gritos. Los esclavos se dirigieron hacia mí y, con intención de tirarme a las calderas, me cargaron atravesando la Sala Templada entre los gritos de todos los que allí estaban. Entonces todo se paró.
El tremendo ruido de una maquinaria por encima de las bóvedas, hizo temblar la el suelo y abrió unas nuevas luceras que, con su forma de estrella permitieron que entrara la luz y pude ver los rostros de varios obreros que comentaban algo sobre un impresionante e inesperado hallazgo. El ruido se hizo ensordecedor, una gran excavadora entró a la Sala Fría y comenzaron a caer cascotes de las bóvedas. Yo volví a esconderme en la Sala de Calderas, donde ya no había nadie, y el calor y la humedad que allí sentí, me hicieron sentir que me desmayaba hasta casi perder el conocimiento, pero entonces sentí que alguien me tocaba la espalda y una voz suave de mujer me decía: Vamos ya han pasado los tres minutos y es hora de cerrar.

Salí tras ella y al mirar atrás vi como se apagaban las luces y los Baños se quedaban en silencio y oscuros, iluminados solo por dos pequeñas luceras de la Sala de Calderas.

Serie: Mis cuadros

Jaén, Baños Árabes, de Ezequiel Barranco Moreno

Detalles

Esa escena la viví yo hace muchos años —le dije al pintor que, una vez terminada su obra de disponía a recoger su maletín—, es como si usted hubiera estado presente ese día. Yo venía de desayunar y de comprar la prensa y me paré frente a ese quiosco. Lo recuerdo porque a la vendedora, que estaba sentada en la sillita roja, le pedí unas semillas del expositor, y ella se levantó muy malhumorada, como si le molestara. Hacía un día muy bueno, aunque había amanecido lloviendo y era el día del cumpleaños de mi mujer por lo que, aparte de las semillas, iba comprar un ramo de flores, pero decidí irme a otro sitio. Detrás de mí venía paseando su hermana con una amiga, la esperé para saludarla, pero se volvió hacia un joven que las llamó para preguntarle algo. Yo me quedé parado mientras volvía la vendedora, apoyado en el respaldar de la silla, leyendo el cartel que anunciaba en el quiosco un festival de coplas, al que terminé yendo esa misma noche. Tengo un gran recuerdo de ese día y por eso retengo tantos detalles y me he permitido entretenerle. Es que hasta el chaquetón verde, que aún conservo aunque no me pongo, es igual al que usted ha plasmado en el lienzo. Sé que no es posible, pero se podría decir que usted me pintó ese día de hace ya cerca de veinte años, si no fuera porque entonces yo no llevaba bastón.

Serie: Mis cuadros

Granada, Plaza  Bib-Rambla, de Ezequiel Barranco Moreno

viernes, 14 de octubre de 2016

Mi último cigarro antes de acostarme

En las noches sin luna, solo el faro, en sus destelladas, permitía dilucidar algo aparte de las antiguas casas encaladas de la orilla de la playa o el lejano fulgurar de la ciudad. Yo pasaba las horas mirando el ir y venir de las olas e intentando descubrir lo que se movía en la oscuridad. Así, en los breves segundos que el faro iluminaba el mar, distinguía las cabezas de unos niños que iniciaban sus aventuras en la noche, veía saltar peces voladores, a sirenas que se acercaban a la orilla en busca de algún incauto o botellas con menajes que llegaban después de un largo viaje, y en la arena, siempre parejas de jóvenes paseando o tumbados observando el cielo, mirándose o correteando en busca de los peces voladores, las sirenas o los mensajes. El resto del tiempo, cuando la luz del faro se alejaba, me entretenía con las estrellas y veía con osos, dragones, guerreros levantando su espada y cometas cargadas de viajantes que, en visita pacífica, me devolvían la mirada con curiosidad.

Eso recuerdo hasta que un año decidieron, por seguridad y para atraer turismo, encender unos grandes focos. Desde entonces todo lo veo con claridad. Veo agua y arena.

                             Serie: Mis cuadros

Rota, Playa de la Costilla, de Ezequiel Barranco Moreno

Reencuentro (almas gemelas)

Cada día atravesaba el puente con mi maletín, camino de la consulta médica en la que trabajaba, y siempre me paraba a echarle unas monedas al anciano que, con frío o calor, lloviendo o bajo un sol abrasador, tocaba su acordeón. Él me lo agradecía con la mirada y yo le devolvía una sonrisa.

Así fue durante meses, quizás años, sin que nunca fallara, hasta que una mañana no lo vi. Tenía las monedas en la mano y, puede que por instinto o como pequeño homenaje, las tiré al río y me quedé parado mirando como caían. Recuerdo que al llegar el agua me pareció que me devolvían un eco con las primeras notas del vals corazón corazón, que siempre tocaba el viejo acordeonista.

Pasados los años, un día, en el mismo lugar, me encontré un joven que al acercarme, me miró y me sonrió mientras sacaba su violín. Esa mirada, a pesar de la edad y aspecto informal del músico, me recordó al del acordeonista y, puede que por ello, le di las monedas. Al alejarme oí las primeras notas de corazón corazón.

Una vez cruzado el puente, me detuve para encender un cigarro, y en el cristal del escaparate de una tienda cercana, pude verme, joven y descarado, sujetando mi bicicleta y, junto a mí, muy desdibujado, el reflejo de un hombre que, con aspecto cansado y aislado en sus pensamientos, iba camino del trabajo con su maletín y una mirada perdida, quizás en otro tiempo.

                                                                   Serie: Mis cuadros


Sevilla, Puente de Triana (detalle), de Ezequiel Barranco Moreno.

viernes, 7 de octubre de 2016

Recuerdos II

Cada cumpleaños plantó una flor distinta y al morir, con más de ochenta años, nos legó el jardín más bello del mundo.

Mujer con un parasol en un jardín, de Pierre-Auguste Renoir

El recreo

Cada día se sentaba en un escalón a comerse el bocadillo, mientras sus compañeros del colegio corrían y jugaban alrededor suyo, intentando sacar el máximo provecho a esa media hora de libertad que el colegio regalaba cada día. 


Cuando años más tarde tuvo que volver, el patio seguía totalmente vacío.

Patio de colegio, de Teresa Fudio