Marina

Marina
Marina, de Ezequiel Barranco Moreno

viernes, 25 de septiembre de 2020

Paseo Marítimo 23 - V: El vecino del primero

Plata de la Costilla

Mateo había alquilado un piso de vacaciones en la primera planta del bloque de apartamentos, y le gustaba asomarse al balcón y hablar con un funcionario municipal encargado de la limpieza y mantenimiento de las farolas. Se llamaba Moisés y, en realidad, más que farolero ─como él se nombraba con cierto desprecio─, su vocación había sido la de farero.

Desde el punto en que coincidía con Mateo, la visión del faro de la localidad era magnífica y allí mantenía conversaciones continuas con él, ocasionalmente interrumpidas por las gaviotas que subían y bajaban, el retraso del ocaso por culpa del vecino del séptimo, las molestias del mayor de la familia de las jirafas que, harto de leer los cartelitos del quinto, ahora se empeñaba en aprender a interpretar los destellos de la luz.

El faro tenía un ritmo fácil de retener e interpretar, que Mateo había aprendido: 1-0-0-1-1-0; siendo 1 la luz y 0 el descanso. Que las lecturas que faro, vecinos, farolero y jirafa daban a las ráfagas y los silencios solo ellos sabían si eran reales.

1-0-0-1-1-0 ─saludo el faro.

Hola-0-0-¿Cómo-estás?-0 ─respondió el farero.

─Bien-0-0-buenas-noches-0.

─¡Farero!-0-0-¿Qué-dice?-0 ─intervino Mateo.

─Nada-0-0-solo-saluda-0.

─1-0-0-1-1-0 ─comentó feliz la jirafa, que creía entender algo.

No era sistema binario ni morse ni nada parecido, era solo una conversación marcada por los deseos de comunicarse y el sentido común.

Un día hubo un gran corte de luz en la ciudad. Moisés a la vista del fallo se quedó tranquilamente en su casa, a Mateo no le sonó el despertador eléctrico y se quedó dormido, la oscuridad rompió el periódico romance de los balcones del quinto y los ejercicios de lectura de la jirafa, y el faro lanzó un desesperado mensaje antes de quedarse sin energía, aunque nadie pudo escuchar sus últimas palabras: «1-0-0-1-1-0; 1-0-0-1-1-0; 1-0-0-1-1-0; ¡Cuidado-0-0-hay-rocas! -0! ¡Atención-0-0-gran-marejada-0», a las que el eco replicó desde un barco mercante «1-0-0-1-1-0; 1-0-0-1-1-0; 1-0-0-1-1-0; SOS-0-0-SOS-SOS-0; SOS-0-0-SOS-SOS-0».

sábado, 19 de septiembre de 2020

Paseo Marítimo 23 - IV: El vecino del tercero

Jirafas. Pintura rupestre

Marcial había alquilado un piso de vacaciones en la tercera planta del bloque de apartamentos y, aunque le molestaba el ir y venir de las gaviotas al balcón del noveno y los soliloquios de su vecino del séptimo, le gustaba asomarse al balcón y hablar con una familia de jirafas que disfrutaban de su veraneo en la playa.

            El grupo familiar, formado por el matrimonio, el abuelo y cinco retoños, resultaba muy molesto para la población, y. especialmente, para Marcelino el vecino del quito y su amiga del bloque contiguo, ya que el mayor de los hijos se había empeñado en aprender a leer en los mensajes que cada día colgaban de su ventana.

─Los hosteleros decía Papá Jirafa─ se quejan del tamaño de nuestras pezuñas y de la visión incómoda que ofrecen nuestras partes nobles desde las terrazas de los bares, los empleados de la limpieza del tamaño de nuestras moñigas, y los usuarios de que cuando nos tumbamos ocupamos toda la playa; pero es que no hay ropa, ni servicios, ni espacios reservados para nosotros.

Marcial le preguntó qué porqué no volvían a su tierra y el abuelo le contestó que su vida allí corría peligro con los furtivos, que aquí estaban más tranquilos, aunque tenían miedo de que algún desaprensivo los cazara para un circo, especialmente desde que okuparon la letra A del bajo, primero, segundo, tercero y cuarto de un bloque cercano y rompieron el suelo de cada planta para poder entrar. Los vecinos de las puertas B, C y D están indignados. Marcial no sabía cómo aconsejarles ─-para él las costumbres de las jirafas y la legislación que las ampara era totalmente desconocida─, pero se propuso ayudarlos buscándoles trabajo.

Ha pasado el tiempo y el abuelo trabaja de vigilante de la playa; el padre es representante de su mujer ─modelo de alta joyería especializada en collares y pendientes─, su hijo mayor es escritor y periodista, y los pequeños van a la escuela con gran aprovechamiento y éxito en las pruebas deportivas. Con sus ahorros se han comprado las cuatro plantas del edificio okupado, son respetados por sus vecinos y mantienen la amistad con Marcial que cada verano vuelve y se reencuentra con ellos. Todos están bien, salvo el hijo mayor que, de tanto agacharse y girar para leer los carteles de a Marcelino y María, se produjo una hernia cervical, la enfermedad más temida por las jirafas.

sábado, 12 de septiembre de 2020

Paseo Marítimo 23 - III: El vecino del quinto

La condición humana, de René Magritte 

Marcelino había alquilado un piso de vacaciones en la quinta planta del bloque de apartamentos, y le gustaba asomarse al balcón y mirar a la joven del quinto del bloque veintiuno. Lo hacía cada día disimuladamente, cuando el sol la iluminaba distraído hablando con el vecino del séptimo.

Un día notó que ella le hacía señas, cogió los prismáticos y la vio en la ventana, hermosa, sonriente, y con un cartel en la mano que decía: «Hola, me llamo María». Sin dudarlo, él contestó con otra nota escrita en un cartón: «Hola, soy Marcelino».
Ese fue el comienzo de una larga amistad a distancia, con mensajes del día a día, historias, juegos, fantasías, guiños y cotilleos, hasta que un día ella escribió: «¿Quedamos esta noche en el paseo?», Marcelino respondió con un gran «sí» en mayúsculas y remarcado en rojo.

Poco después ambos estaban en la puerta de sus respectivas casas. Ella alta, algo ancha de caderas rubia, de unos cuarenta años, y con una sonrisa arrebatadora; él algo achaparrado pero atractivo y con una mirada azul cautivadora. A pesar de reconocerse, no dieron el paso. Ella disimula hablando por teléfono mientras él encendía y apagaba cigarrillos de manera compulsiva, hasta que agacharon la cabeza y volvieron a sus casas.

Un lacónico mensaje colgado del balcón de María fue lo primero que Marcelino vio al despertarse al día siguiente: «Mejor otro día».

Desde entonces se comunican a diario con carteles cada vez más elaborados«te quiero», «no podría vivir sin ti», «si no veo tu saludo» y «tu sonrisa el mundo oscurecerá»─, pero también, cada verano, más distantes en el tiempo, hasta ser solo un recordatorio de fechas importantes ─«Feliz cumpleaños» o «feliz aniversario»─, normalmente adornados con dibujos de flores o una tarta con velitas recordando su primer encuentro.

            Hoy la casa Marcelino está vacía y de su balcón cuelga un anuncio con el texto «se vende». A María, con los años, la vista no le llega. 

jueves, 10 de septiembre de 2020

domingo, 6 de septiembre de 2020

Paseo Marítimo 23 - II: El vecino del séptimo

Atardecer en el puerto, de Stephen Robert Koekkoek

Mariano había alquilado un piso de vacaciones en la séptima planta del bloque de apartamentos, y le gustaba asomarse al balcón y tomarse una cerveza cuando el sol se ponía para hablar con él y despedirse hasta el día siguiente. Se quejaba siempre de las molestias que le causaban las alborotadoras gaviotas que subían a hablar con el vecino del noveno, pero procuraba obviarlas.

Le contaba sus cosas, cómo había ido el día, lo qué había almorzado, las peleas con su jefe, en fin, su rutina diaria. Lorenzo, que así lo llamaba, por su parte contestaba a su manera, se ponía excepcionalmente rojo cuando algo iba mal, se tapaba con un nimbo una parte para guiñarle y desearle suerte, se ocultaba tras las nubes cuando algo le disgustada, o se teñía de vivos tonos naranjas y amarillos los atardeceres de sueños de amor imposible con Catalina, a la que nunca podía alcanzar.

Se hicieron muy amigos. Nunca faltó Mariano a su cita con el ocaso, que cada día le gustaba más, y finalmente supo, pasados los años, que a Lorenzo también le gustaba acompañarlo en su crepúsculo.

jueves, 3 de septiembre de 2020

Paseo Marítimo 23 - I: El vecino del noveno

Gaviotas, de José Luis Barcelona
Manuel había alquilado un piso de vacaciones en la novena planta del bloque de apartamentos, y le gustaba asomarse al balcón y hablar con las gaviotas. Ellas se quejaban de su dependencia del viento, que si remolinos para subir y buscar, que si racheado pasa bajar y alimentarse. De broma, le respondía que él tampoco estaba libre, que dependía del ascensor para salir comprar o volver a la casa y comer.

Un día, expuestas sus razones, decidieron intercambiarse. Él, durante un tiempo, se sintió libre y feliz, jugando con el viento y disfrutando del paisaje mientras se dejaba llevar por la brisa marina. Ella, por otra parte, cada vez se parecía más a Manuel.