Marina

Marina
Marina, de Ezequiel Barranco Moreno

viernes, 24 de febrero de 2017

Huida

El camino, de Callein Scheller
Salió temprano un gris día de invierno, en silencio y sin despedirse, para evitar que influyeran en su decisión y le obligaran a abandonar su plan.

Cruzó la puerta de la casa y, sin mirar atrás, caminó decidido, intentando borrar de su mente todos los objetos y las personas que durante tanto tiempo lo habían rodeado. Evitó pasar por los lugares en los que pudieran reconocerle, se alimentó de pan y agua, anduvo sin descanso durante el día y durmió bajo las estrellas de noche. Cerca ya de su destino se acostó satisfecho y, a la mañana siguiente, al llegar por fin a Ninguna Parte, se sintió liberado.

En el parque

La piedra banco en  el jardín del Saint Paul Hospital
En este banco me senté cada día al salir del colegio, vi pasar gente sin prisa, las hormigas que salen a buscar comida cada verano, las maletas de mis compañeros, las faldas nuevas de mis sueños adolescentes, mis pies pensativos colgando o pisando y las plantas que crecían entre los adoquines. Aquí vi crecer mis demoras intencionadas y mis impaciencias, mis decepciones, y te vi visto crecer, acercarte, llorar, irte, volver y despedirte.
En este banco en que ahora nos sentamos, hemos visto pasar niños, palomas, risas y silencios, hemos visto como todo desaparecía cuando nos mirábamos.

Ven, levántate, ya no puedo verte, ya no estás ahí, ni está el banco, ni estoy yo, solo está lo que hemos visto.

viernes, 17 de febrero de 2017

Al otro lado de la frontera

Una mujer y su criada en el patio, de Pieter De Hooch
—¡Aquí nací y aquí moriré, no voy a dejar que nos invadan! Crecí en esta hermosa ciudad, en la casa frente a la iglesia y rodeado del cariño de mis padres y mis vecinos. Nunca he tenido problemas con nadie, no me ha faltado el trabajo ni el pan y he podido salir por la noche sin miedo. Pero eso ya es parte del pasado, desde que se abrió la brecha y cada día llegan decenas de indocumentados en busca de lo que aquí hemos creado entre mis conciudadanos y yo, me tengo que encerrar en casa a las siete de la tarde y prohibir a mis hijas que salgan solas. Por eso me he decidido a formar parte del equipo de gobierno, para que mi pueblo, mi nación, vuelva a ser el lugar idílico que conocí.

—No nos puede engañar haciendo promesas inútiles y mintiendo sobre su pasado de niño rico. Desde pequeño lo ha tenido todo, nos dice que nunca le ha faltado el trabajo, pero la realidad es que no ha trabajado en la vida, ha vivido de la herencia y de los negocios su padre, que sí era una buena persona, que hizo todo por la comunidad. Dejó en manos de gestores sus negocios y se dedicó a vivir gracias a su boda con la hija del empresario más importante de la ciudad. Su única obsesión ha sido seguir acumulando dinero y poder. Odia a todo aquél que pueda poner en riesgo su patrimonio o su sistema de vida. No tolera nada que suponga un cambio ni a nadie que sea distinto, pero el hecho es que me ha desbancado. Es un peligro.

Mientras los dos políticos discutían, a Magli se le cayó la fregona y se le volcó el cubo. Ambos la increparon con dureza antes de seguir con sus discursos, y ella continuó con su labor pensando que en pocos días obtendría el permiso de trabajo.

—Levantaremos un muro de hormigón y solo permitiremos que crucen personas con formación acreditada y que tengan algo que aportar a esta gran nación.


—Pondremos todos los recursos disponibles, con leyes que permitan que solo lleguen personas con formación acreditada y que tengan algo que aportar a esta gran nación.

Un hallazgo sorprendente

Pinturas de la Cueva de la Valltorta
La propaganda se refería a aquellas cuevas rupestres como el mayor hallazgo arqueológico de todos los tiempos, y yo era el guía turístico que cada día las enseñaba. Antes de iniciar la visita, me presentaba: —Mi nombre es Ramiro y voy a ser su guía en la visita a estas cuevas", hacía una pequeña reseña histórica: "Estamos ante la Cueva de Castañura, popularmente conocida como la Cueva de la Bicicleta o de los Soplaos—, iniciábamos el camino y en pocos minutos ya estábamos frente a la pequeña oquedad en la montaña, que era la entrada a la cueva. Cada día la misma rutina, bajaba despacio iluminando el trayecto con la linterna de mi casco, seguido por un grupo, que pertrechado de algunos faroles, seguía atentamente mis indicaciones, y nos parábamos en un recodo que me permitía reunirlos en círculo para darles unas normas básicas de seguridad . Tras pasar por algunas salas y pasadizos en fila india, alcanzábamos la Gran Galería, junto al lago subterráneo, que era el destino final de la visita, al estar el techo y las paredes llenas de pinturas rupestres en las que podíamos identificar caballos, bisontes, cazadores y, lo más sorprendente, un dibujo que claramente representa a un niño en una bicicleta, algo de difícil comprensión. Allí, los visitantes señalaban en silencio cada uno de los dibujos, especialmente el de la bicicleta y después se acercaban al lago, en el que, por efecto de las corrientes de aire, se podían oír unos sonidos            -soplaos, los llamaban- que a veces parecían quejidos, otras susurros y, en ocasiones, cantos lejanos que a más de uno le ponían los cabellos de punta.

Esa mañana transcurría como cualquier otra, y nada más salir de la cueva llamé al siguiente grupo que tenía programada la visita, como parte de un tour por la montaña. Una vez reunidos, entramos todos, salvo uno que se quedó fuera aduciendo que tenía claustrofobia. Me quedé con su nombre, Sergio, y teléfono y le dije que le avisaría para una vista tranquila y personalizada. Y así lo hice, aceptó  y me contó el motivo real por el que no había querido entrar: "Años atrás —dijo— entré con mi hijo en una cueva dejando las bicicletas en una pequeña sala que existía al inicio de la visita, hasta que escuchamos unos extraños sonidos, como un canto ancestral, y salimos corriendo. Más tarde mi  hijo entró a recogerlas y, aunque yo lo seguía a corta distancia, desapareció. Al ver la entrada a la cueva, a la que nunca volví y, no sé si voluntaria o involuntariamente, había borrado de mi memoria, la he reconocido. Ahora parece como si reviviera todo el dolor de aquel día y lo que me has contado de la pintura de la bicicleta, como entenderás, me ha impresionado, tanto si es verdad como si es un engaño o un truco para atraer turistas". Tras referirme su historia me agradeció mi interés y ratificó su negativa a entrar, dejando la puerta abierta a la posibilidad de hacerlo en otra ocasión y quedándose con mi teléfono.

Mi trabajo de guía siguió mientras continuaba el buen tiempo, ya que la cueva era de difícil acceso y en invierno se suspendían las visitas, pues que eran habituales las nevadas y las tormentas, que hacían el camino de acceso peligroso. Eran meses de aburrimiento en los que trabajaba en la oficina de la agencia de turismo del pueblo y organizaba rutas por el río o a caballo por la ladera del monte.

Unos meses más tarde me volví a encontrar con él. Me dijo que desde que enviudó y perdió a su hijo vivía solo, que le gustaba la tranquilidad del pueblo en invierno, lejos del ir y venir de tanto turista, y que pensaba pasar aquí una temporada. Hicimos cierta amistad y, aunque respetando su dolor nunca quise sacarle el tema de su hijo, él solía preguntarme con curiosidad sobre mi trabajo, las características de la cueva y aspectos básicos de espeleología.

El café de sobremesa, antes de entrar en la agencia, se convirtió en rutinario, hasta que un día faltó a la cita. Al principio no de di importancia, podía haber ocurrido cualquier incidencia o simplemente que no le apeteciera, pero un día vino el dueño de la pensión en que se alojaba a preguntarme por él, ya que no le veía desde hacía tiempo y le debía tres semanas de alquiler. Pregunté por el pueblo y nadie me supo dar razón, ni los vecinos ni sus escasos amigos, con los que pude establecer contacto gracias a la agenda que había dejado abandonada en la pensión.

Pasó el tiempo y no habíamos vuelto a saber nada de él, por lo que pensamos que, cansado de la monotonía de la vida en el pueblo y siendo un hombre parco en palabras, habría decidido seguir su camino sin despedirse. No obstante, la forma de irse, dejando deudas en el bar, en la pensión y en la tienda, no era propia de él y no dejaba de causarme extrañeza. El último que lo vio fue el dueño de una tienda anexa a la agencia, que le había vendido una cuerda, un casco y un farol.

Con la llegada de la primavera, el pueblo volvió a revivir, gracias espacialmente a las actividades turísticas en la naturaleza y, entre ellas las visitas a la cueva, que ya era muy conocida, gracias a las redes sociales que la describían con todo lujo de detalles, haciendo hincapié en lo espectacular de las galerías, en sus pinturas rupestres, en la bicicleta y en los "soplaos" que subían desde la profundidad del lago.

Era la inauguración de la temporada y las reservas estaban agotadas desde hace varias semanas. Me presenté al primer grupo, que me esperaba en la puerta del recién inaugurado Centro de Interpretación de la Cueva de Castañuro: —Mi nombre es Ramiro y voy a ser su guía en la visita a estas cuevas—, donde les di las explicaciones e información necesaria, repartí los faroles y los cascos y les indiqué que me siguieran. Nada más entrar cruzamos la sala y el paso angosto que me hicieron recordar la historia de Sergio y empezamos a oír esos extraños sonidos, que llegaban a estremecer a los visitantes. Así llegamos a la Gran Galería y el silencio de los excursionistas se convirtió en una algarabía buscando los animales, cazadores y la bicicleta que los folletos prometían. Por detrás de las voces de los turistas —mira un bisonte, ahí están los cazadores ¡he encontrado la bicicleta!— se seguía oyendo el rumor de los soplaos y les dejé un tiempo para que los escucharan mientras comentaban —parecen cantos, a mi me parecen quejidos u oraciones—. Me entretuve mirando las pinturas de animales y cazadores y escuchando el murmullo de los visitantes, cada vez más lejano, y el canto de los soplaos, por momentos más presente y profundo que me hizo recordar la descripción de Sergio —como un canto ancestral—. Ensimismado en mis pensamientos, observé algo que en un principio llegué a pensar que era fruto de mi fantasía, pero que resultó ser tan real como el lago, las pinturas o la propia cueva, junto a la enigmática pintura de  la bicicleta, pude ver unas pinturas que representaban a un hombre con una cuerda, un casco y un farol.

viernes, 10 de febrero de 2017

Ajuste de cuentas

Olympia, de Edouard Manet
Volvía a sentir miedo a pesar de que habían pasado más de treinta años desde salí de casa, para convertirme en el triunfador hombre de negocios que soy hoy. Nada había cambiado, la estantería llena de libros cubiertos por una fina capa de polvo, el cuadro de encima de la chimenea —una mala imitación de Olympia de Manet— la mesa y cuatro sillas desvencijadas.
Creía que había borrado el pasado, pero cuando me acerqué al armario azul en el que nos escondíamos mi madre y yo en las noches de borrachera de mi padrastro, volví a sentir la amenaza y el miedo a los gritos y a los golpes.

Volví a entrar en el armario, crucé la trampilla disimulada tras una cortina y pasé a la buhardilla que tantas veces nos había servido de refugio. Solo había un camastro, el viejo sofá cubierto por la manta gris y roja, con la que de niño me protegía del frío y una mesita de noche. Escondida en el fondo de mesita encontré una caja con la pistola que mi madre nunca llegó a utilizar. La cogí y la descargué con rabia sobre el sofá, el cuadro y el armario, como si quisiera destruir al pasado del que no podía librarme. Guardé la última bala para la foto en la que, abrazándonos a mi madre y a mí, mi padrastro me miraba burlón desde la estantería, pero me quedé inmóvil, petrificado, y no me atreví a disparar.  

Han escrito en tu muro

Dos figuras, de Pablo Picasso
19'30 horas. María.
—Se acabó, no puedo aguantar más sus cambios de humor. Me acuesto y en cuanto me levante mañana le digo que me voy de casa.

Siete comentarios. Quince "me gusta".

!9'32. Juan.
—Prefiero no seguir leyendo, me enfurece ese comentario.

Dos comentarios. Trece "me gusta".

20'10 horas. Juan.
—Esto está llegando al límite, su obstinación en controlarlo todo me saca que quicio, y encima coqueteando en el trabajo. De mañana no pasa que le pida el divorcio.

Cinco comentarios. Seis "me gusta".

20'16 h. María.
—Esperaba por fin su respuesta, su silencio ha sido hiriente.

Un comentarios. Veinte "me gusta".

20'20 horas.
En el más absoluto silencio, como cada noche, resueltos a salirse del grupo a la mañana siguiente, se duermen dándose la espalda.

viernes, 3 de febrero de 2017

Caza y captura

Juguetes, de Domingo Otenes
Ocultos entre los árboles y la maleza, los seres del bosque disfrutaban de  una vida feliz. Las hadas no cejaban en su empeño de mantener cierta paz y alejar a los enanos y a los sátiros de las benéficas sibilas, los gnomos y orcos evitaban enfrentarse, los elfos deambulaban felices entre los árboles y las flores y las brujas fabricaban pócimas para protección de males o contra el mal de ojo.
Pero un peligro acechaba, cada vez se arrancaban más árboles y tenían menos espacio para vivir. Terminaron viviendo en la angosta la ladera del río, bajo los acantilados, y fue allí donde una enorme red los atenazó y los sacó del bosque para llevarlos a un frío almacén en el que el maléfico ogro ToysRus, los guardó en cajas multicolores, junto a otros que ya tenía en su poder, para venderlos como esclavos por todo el mundo.

Crónica

Otoño, de Claude Monet
Atenazado por las noches cada vez más presentes, velado por la neblina de la mañana y bajo la amenaza constante de nubes y tormentas, el sol de otoño se fue diluyendo a semejanza del futuro que pintaron de promesas y esperanzas y que, pasados los años, es solo remembranza del pasado y un camino rutinario hacia el invierno.