Olympia, de Edouard Manet
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Volvía
a sentir miedo a pesar de que habían pasado más de treinta años desde salí de
casa, para convertirme en el triunfador hombre de negocios que soy hoy. Nada
había cambiado, la estantería llena de libros cubiertos por una fina capa de
polvo, el cuadro de encima de la chimenea —una mala imitación de Olympia de
Manet— la mesa y cuatro sillas desvencijadas.
Creía
que había borrado el pasado, pero cuando me acerqué al armario azul en el que
nos escondíamos mi madre y yo en las noches de borrachera de mi padrastro,
volví a sentir la amenaza y el miedo a los gritos y a los golpes.
Volví
a entrar en el armario, crucé la trampilla disimulada tras una cortina y pasé a
la buhardilla que tantas veces nos había servido de refugio. Solo había un
camastro, el viejo sofá cubierto por la manta gris y roja, con la que de niño
me protegía del frío y una mesita de noche. Escondida en el fondo de mesita
encontré una caja con la pistola que mi madre nunca llegó a utilizar. La cogí y
la descargué con rabia sobre el sofá, el cuadro y el armario, como si quisiera
destruir al pasado del que no podía librarme. Guardé la última bala para la
foto en la que, abrazándonos a mi madre y a mí, mi padrastro me miraba burlón
desde la estantería, pero me quedé inmóvil, petrificado, y no me atreví a
disparar.
Ni una más. Muy Burnett contado.
ResponderEliminarNi una más. Gracias por tu comentario.
EliminarEl alcohol y la violencia de género siempre unidos. Que cobarde y ruin y egoísta es el hombre. Cómo provoca terror aún con una foto. Que miedo
ResponderEliminarLos recuerdos, buenos o malos, están presentes para nuestra satisfacción o dolor.
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