Marina

Marina
Marina, de Ezequiel Barranco Moreno

viernes, 31 de julio de 2020

Vacaciones de verano - I: A la playa

Plata de Villerville, de Carlos de Haes
Ese año el matrimonio y su hijo alquilaron un apartamento en un pequeño pueblo costero. Ocupaba la novena planta de un edificio situado en pleno paseo marítimo, lo que les permitía disfrutar de unas espectaculares puestas de sol, distintas a las de cualquier otro litoral ya que, por caprichos de la naturaleza, en esta villa, la arena es líquida y el agua una brillante capa sólida azul ultramar. Esa curiosa realidad permite que la luz del sol, en el momento del ocaso, se refleje en el agua y la arena, y adorne el cielo como un lienzo cerúleo con irisaciones añiles y oro.

En la playa está prohibido bañarse, ya que nadar en arena líquida es un riesgo inexplorado y el mar, dadas las características de su superficie, resbala los días de calma y se transforma en una peligrosa sucesión de afiladas aristas cuando el viento hace crecer las olas.

El problema es que nadie lee los avisos de peligro y cada año son muchos los que se ahogan en la orilla, especialmente ancianos con poca resistencia física y niños que no saben nadar y, aunque para ellos, en su cómoda novena planta, esto fuera un motivo de entretenimiento en las largas tardes estivales, le propusieron al alcalde que pusiera puentes en la arena y alfombras en el agua. Contestó el edil que estaban locos, que la ciudad perdería parte del turismo que atraía esta anomalía de la naturaleza, lo que sería un desastre para las arcas municipales.

Cada tarde se sentaban en la terraza para ver el espectáculo, solo estropeado por los ocupantes de las pateras que llegaban por la mañana después de atravesar el estrecho eran arrastrados por las procelosas arenas de la orilla hasta el paseo marítimo y allí silueteaban en negro el horizonte. 


sábado, 25 de julio de 2020

El benjamín

Don Quijote, de Honoré Daumier

Manolito tenía nueve años y era el menor de cinco hermanos. Su padre, un hombre arrogante y malhumorado, parecía que disfrutaba presentándolos a sus amigos cuando se juntaban: José maestro, Pedro médico, Juan dueño de una zapatería, Felipe en segundo de arquitectura, y Manolito tonto. Ya se había acostumbrado al desprecio y, a veces, incluso pensaba que tenía razón. Cuando se miraba al espejo contrahecho, enano, gibado y siempre con un hilo de baba resbalando desde la comisura del labio, se decía «eres tonto».
            Nunca fue al colegio ni salió solo a la calle, y no tuvo amigos. Solo convivía con su padre y Felipe, el único de sus hermanos que seguía en la vivienda familiar. Poco a poco se fue refugiando en su cuarto, y allí disfrutaba de la lectura de cuentos y novelas de aventuras en las que él alto, corpulento y bien parecido, era el protagonista. Cuando no leía se dedicaba a su otra afición, jugar con lo que él llamaba sus tesoros, que guardaba en su armario bajo llave. Allí había acumulado los más diversos objetos que, por un u otro motivo, le habían llamado la atención y le servían para soñar con su otra vida de valiente aventurero. Tenía juguetes de su infancia, una escoba pintada con purpurina, una vieja navaja, lápices de colores, una bacinilla dorada, y disfraces de indio, de vaquero, de astronauta y de príncipe, entre otras cosas.
            Un domingo en que su padre y Felipe lo dejaron solo, aprovechó para abandonar su territorio y disfrutar del salón. Salió del cuarto montado en su caballo de madera —Rocinante—, se puso la bacinilla a modo de casco, sujetó su escoba a la que ató una navaja, se ciñó la armadura de romano, y cogió la espada láser que le habían regalado en su último cumpleaños. Bien pertrechado, sin bajarse del caballo, a las tres en punto de la tarde, encendió la televisión, sintonizó las noticias, y atacó decidido al mundo.

sábado, 18 de julio de 2020

Elegía amarga

Grabado, de Ezequiel Barranco Reina
La recopilación de todos sus escritos, hoy desaparecida, se editó en dos volúmenes de similar grosor.
La portada del primero se acabó en cuero granate repujado con árboles, gorriones, la luna y varias estrellas. En el centro, en letras doradas, el título —Obras completas. Tomo I— y el nombre del autor. Todas las cubiertas estaban ribeteadas con hojas de acanto en oro viejo. En el interior, con perfecta caligrafía, la primera parte de su obra. Las hojas, de fino papel estucado, resaltaban la perfecta impresión del texto y del ribete dorado de hojas de parra que lo encuadraba. En la solapa, una sucinta biografía inacabada.
El segundo volumen era más sencillo. El cuero liso de las cubiertas, hacía destacar el título —Obras completas. Tomo II—, sin más adornos que desviaran la atención. La solapa estaba vacía. Las hojas, de blanco satinado y ribeteadas con hojas de parra no coloreadas, solo visibles por un fino relieve níveo, no contenían palabra alguna.
El armiñado y suave tacto de cada página, hacía que se pasaran con atención hasta el final. En la hoja de cortesía, sobre el albo plano, destacaba en luctuoso azabache: Federico García Lorca 1898-1974.

sábado, 11 de julio de 2020

Culpa

Noche de verano, de Piet Mondrian
Arrancó y salió a toda velocidad.

Llovía, la noche era un manto oscuro, y las nubes ocultaban la luna triste del remordimiento y la estrella ensangrentada de su mujer.

En plena curva se encontró con la mirada con que ella, implorante y asustada, lo marcaba con el recuerdo ácido del alcohol y la sangre.

No frenó.


lunes, 6 de julio de 2020

Correspondencia

La carta, de Ángel Mateo Charris
Suscribo totalmente lo escrito. Es cierto que, tal como dice, estoy muerto, aunque obvió en la misiva, que fue usted el que me mató. Entiendo su interés en ocultarlo y, al tiempo, agradezco que lo comunicara, lo que ha permitido un entierro digno para mi persona, y el consuelo para mi querida familia.
Reitero mi agradecimiento, y le envío una inoportuna avería en el freno de su vehículo.
Sin otro particular, quedo en espera de una pronta reunión.

viernes, 3 de julio de 2020

La vida breve


Madre y bebé, de Lilla Cabot Perry
Jorgito Frederic Cruz-Aycart Kittel nació el día 1 de julio de 1964 y murió ese mismo día por la noche.
            
Desde su más tierna infancia recibió el benéfico influjo de la polonesa trágica de Chopin, que su madre, Doris Kittel, interpretaba de forma magistral con su piano de cola mignon. Mientras, su marido, don Jorge Cruz-Aycart leía en el diario las noticias, centradas por esas fechas en los fastos de celebración de los Veinticinco Años de Paz. La luz del sol tamizada por los visillos acariciaba el rostro algo amarillento del pequeño.
            —Parece que tiene mejor color ¿verdad?
            —Si cariño, eso parece.
            
El tic-tac del reloj derramaba campanadas, y Jorgito buscaba con ansiedad el pálido pecho de su madre, que lo acogía con cariño en su regazo disfrutando de las muecas, que ella interpretaba como sonrisas. Mientras, el padre comentaba las noticias deportivas remarcando la lucha del Real Madrid por conseguir su quinto campeonato de liga consecutivo. La ventana abierta hacía volar los visillos al ritmo de los preludios con los que ella acariciaba la tarde.
            —Mira cariño, me ha sonreído.
            —Sí, ya veo.

Más tarde, Enriqueta, la chica de servicio, llevaba al retoño a su cunita tras haber recibido los besos de su madre y la bendición de su padre, y cerraba la ventana para evitar que el relente de la noche hiciera daño a la criatura.
            —¿Quieres una copa?
            —Bueno —respondió cerrando el periódico, tras leer los anuncios por palabras.
            Terminada la cena Jorgito dejó bruscamente de llorar.
           
Doris se acostó a dormir, don Jorge apagó la radio, Enriqueta se recogió en su dormitorio y Jorgito se convirtió en una foto enmarcada en plata sobre la chimenea.
            El nocturno de Chopin hizo más oscura la noche.