Marina

Marina
Marina, de Ezequiel Barranco Moreno

sábado, 23 de mayo de 2020

Conversaciones en la barra de un bar - V: La última copa

Verde sobre morado, de Mark Rothko

El bar, una especie de embajada argentina en París, estaba a punto de cerrar y en su interior la música amenizaba la estancia de unas parejas, algún solitario que salía del trabajo, y un par de borrachos. Me senté en una banqueta en el extremo da la barra y me pedí una copa, que el camarero me sirvió diligente tras mirar su reloj. «¿Me invitas?» —preguntó una voz atildada a mi derecha—. Volví la cabeza sorprendido y allí estaba él, un inquieto cronopio que me miraba fijamente.
            Asentí por educación y curiosidad y, tras presentarme, para romper el hielo, le pregunté sobre su vida y si, por casualidad, había conocido a don Julio. Me respondió que sí y lo definió como un hombre raro y muy triste, me dijo que ya estaba harto de él y de los famas y que había decidido vivir su vida.
            El cronopio comenzó a cantar cada vez más fuerte. Yo estaba extrañado, a nadie le llamaba la atención su presencia,  más que evidente por otra parte. Terminé la copa y salí apresurado para evitar las miradas de los otros clientes.
            —Tengo que beber menos —me dije tras tropezar en la puerta.
            —Yo también —respondió cantando la luz verde y húmeda que me acompañaba, antes de que la atropellara un camión.

A Julio Cortázar

viernes, 22 de mayo de 2020

Conversaciones en la barra de un bar - IV: La cena

Veinte Marilyns, de Andy Warhol

El bar, un restaurante de carretera, sucio y con un espeso olor a aceite refrito, estaba prácticamente vacío, el anciano camarero de gran giba, mandil sucio y pies planos, servía a dos borrachos coetáneos, su única clientela. Me senté en una banqueta en el extremo da la barra y me pedí una cerveza y un bocadillo de chorizo, que el camarero me sirvió diligente tras mirar su reloj. «¿Me invitas?» —preguntó una voz melodiosa y sensual a mi derecha—. Volví la cabeza sorprendido y allí estaba ella, Marilyn Monroe, que  me miraba fijamente.
            Asentí por educación y, tras presentarme, para romper el hielo, le pregunté si lo suyo había sido un accidente, un asesinato o un suicidio. Me dijo que no lo sabía, que al morirse había olvidado todo y solo recordaba un largo túnel con una luz al final.
            Le ofrecí algo para picar, me dijo que no, que le encendiera el cigarro, mientas se sujetaba con las dos manos la falda que, a causa de la corriente que salía del patio interior, se había convertido en una gasa volátil y enseñadora. Yo estaba extrañado, a nadie le llamaba la atención su presencia, salvo al camarero, que se agachó disimuladamente acoger unos cubiertos que se la habían caído.
            Terminé la cena y salí apresurado para evitar las miradas de los otros clientes.
            —«¿Quién me va a creer que he cenado con Marilyn Monroe?» —me dije sin volver la vista.
            —«¿Usted sabe si me mataron, o fue un accidente, o un suicidio?» —escuché que le preguntaba al camarero, que seguía cogiendo cubiertos del suelo.

viernes, 15 de mayo de 2020

Conversaciones en la barra de un bar - III: La merienda

Filósofo con espejo, de José de Ribera

El bar, una cafetería de medio pelo en las afueras de la ciudad, estaba vacío, aunque los veladores rebosaban de padres con sus niños aprovechando las últimas horas de sol. Me senté en una banqueta en el extremo da la barra y me pedí un café y un petisú, que el camarero me sirvió diligente tras mirar su reloj. «¿Me invitas?» —preguntó una voz ruda a mi derecha—. Volví la cabeza sorprendido, y allí estaba Yo, que me miraba fijamente.
            Asentí por educación y curiosidad y, tras saludarlo, o saludarme, para romper el hielo, le pregunté sobre su vida y si, por casualidad, sabía algo de mi futuro, o de mi pasado, que no recordara. Me dijo que no, que sabía lo que Yo. La conversación fue difícil por la complejidad de los vocablos. Para aclarar, yo, con minúscula, pronombre personal, soy yo y Yo, con mayúscula, utilizado como nombre propio, soy yo también, pero en una presencia extraña que se sentaba junto a mí en la barra del bar. La realidad es que, terminada la conversación, me di cuenta de que yo y Yo, tantos años juntos, éramos unos perfectos desconocidos.
            Yo se quedó mirando el petisú, pero no quiso cogerlo porque estaba a plan, y me lo comí yo. Estaba extrañado, a nadie le llamaba la atención la presencia de los dos clones, yo y Yo, salvo a algún niño que entraba al servicio con su padre, y me vio hablando solo.
            Terminé la merienda y salí apresurado para evitar las miradas de los otros clientes.
            —Ahí se queda Yo, con su pasado y sus dudas, que yo tengo muchas expectativas por delante —me dije sin volver la vista.
            —¡Qué iluso! —replicó Yo hablando solo.

viernes, 8 de mayo de 2020

Conversaciones en la barra de un bar - II: El almuerzo

I love liberty, de Roy Lichtenstein

El bar, un restaurante con más ínfulas que categoría, estaba lleno de funcionarios que pasaban allí su hora libre y de estudiantes que se tomaban una cerveza antes de volver a casa. Me senté en una banqueta en el extremo da la barra y me pedí el menú número tres, que el camarero me sirvió diligente tras mirar su reloj. «¿Me invitas?» —preguntó una voz femenina a mi derecha—. Volví la cabeza sorprendido y allí estaba ella, la Estatua de la Libertad, que me miraba fijamente.
            Asentí por educación y curiosidad y, tras presentarme, para romper el hielo, le pregunté que qué hacía tan lejos de América, y que si había conocido a Kennedy, Bush o Trump, que eran los únicos que recordaba. Me dijo que sí, que tenía más simpatía por unos que por otros, pero que a ella nunca le han reprochado nada y que, al menos de boquilla, siempre la han tratado como a una diosa, aunque pensaba que últimamente la tenían algo olvidada.
            La estatua pidió un menú que pudiera comer con una sola mano —un filete trinchado y una sopa—, ya que el brazo derecho lo tenía ocupado con la antorcha. Yo estaba extrañado, a nadie le llamaba la atención su presencia, salvo al camarero que exigió, por las características del local, que apagara la llama, no fuera a quemarse el techo.
            Terminé el desayuno y salí apresurado para evitar las miradas de los otros clientes.
            —Me da pena dejarla ahí ante la mirada de todos, con su antorcha apagada  —me dije sin volver la vista.
            —¿Tienen fuego? —le escuché decir—. Solo uno contestó: «Lo siento, no fumo».

viernes, 1 de mayo de 2020

Conversaciones en la barra de un bar - I: El desayuno

Clotilde contemplando a la Venus de Milo (detalle), de Joaquín Sorolla 

El bar, una especie de bristó de esos en los que, aparte de desayunos y copas, te dan comida económica, estaba casi vacío. Me senté en una banqueta en el extremo da la barra y me pedí un café y una tostada, que el camarero me sirvió diligente tras mirar su reloj. «¿Me invitas?» —preguntó una voz femenina a mi derecha—. Volví la cabeza y allí estaba ella, la Venus de Milo, que me miraba fijamente.
            Asentí por educación y curiosidad y, tras presentarme, para romper el hielo, le pregunté sobre su vida, si sabía algo de Cupido y si lo había vuelto a ver. Me dijo que sí y lo definió como un hombre tan volátil y enamoradizo que estaría por ahí con cualquiera, en un museo, o bajo la tierra, y que lo mismo aún conserva la manzana que le ofrecí. En todo caso, no mostró interés en responderme. Había pasado mucho tiempo, pensé.
            Venus se quedó mirando el café, lógicamente sin poder cogerlo. Se lo acerqué a los labios y le di pedacitos de mi tostada. Yo estaba extrañado, a nadie le llamaba la atención su presencia, salvo a algún joven que, sin disimulo, miraba, más que los pechos, los secretos que guardaba la túnica milagrosamente suspendida sobre sus caderas.
            Terminé el desayuno y salí apresurado para evitar las miradas de los otros clientes.
            —Me da pena dejarla ahí ante la mirada de todos —me dije sin volver la vista.
            —¡Qué lástima!, como ha cambiado Cupido —le dijo Venus al camarero mientras éste le limpiaba los labios.