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Veinte Marilyns, de Andy Warhol |
El
bar, un restaurante de carretera, sucio y con un espeso olor a aceite refrito,
estaba prácticamente vacío, el anciano camarero de gran giba, mandil sucio y
pies planos, servía a dos borrachos coetáneos, su única clientela. Me senté en
una banqueta en el extremo da la barra y me pedí una cerveza y un bocadillo de
chorizo, que el camarero me sirvió diligente tras mirar su reloj. «¿Me
invitas?» —preguntó una voz melodiosa y sensual a mi derecha—. Volví la cabeza
sorprendido y allí estaba ella, Marilyn Monroe, que me miraba fijamente.
Asentí por educación y, tras
presentarme, para romper el hielo, le pregunté si lo suyo había sido un
accidente, un asesinato o un suicidio. Me dijo que no lo sabía, que al morirse
había olvidado todo y solo recordaba un largo túnel con una luz al final.
Le ofrecí algo para picar, me dijo
que no, que le encendiera el cigarro, mientas se sujetaba con las dos manos la
falda que, a causa de la corriente que salía del patio interior, se había
convertido en una gasa volátil y enseñadora. Yo estaba extrañado, a nadie le
llamaba la atención su presencia, salvo al camarero, que se agachó
disimuladamente acoger unos cubiertos que se la habían caído.
Terminé la cena y salí apresurado
para evitar las miradas de los otros clientes.
—«¿Quién me va a creer que he cenado
con Marilyn Monroe?» —me dije sin volver la vista.
—«¿Usted sabe si me mataron, o fue
un accidente, o un suicidio?» —escuché que le preguntaba al camarero, que
seguía cogiendo cubiertos del suelo.
Al parecer no todo lo borra la muerte.
ResponderEliminarQueda la curiosidad que la vejez no haya borrado antes; este no era el caso.
No todo lo borra la vejez. Las batallitas son su mayor tesoro.
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