Verde sobre morado, de Mark Rothko |
El
bar, una especie de embajada argentina en París, estaba a punto de cerrar y en
su interior la música amenizaba la estancia de unas parejas, algún solitario
que salía del trabajo, y un par de borrachos. Me senté en una banqueta en el
extremo da la barra y me pedí una copa, que el camarero me sirvió diligente
tras mirar su reloj. «¿Me invitas?» —preguntó una voz atildada a mi derecha—.
Volví la cabeza sorprendido y allí estaba él, un inquieto cronopio que me
miraba fijamente.
Asentí por educación y curiosidad y,
tras presentarme, para romper el hielo, le pregunté sobre su vida y si, por
casualidad, había conocido a don Julio. Me respondió que sí y lo definió como un
hombre raro y muy triste, me dijo que ya estaba harto de él y de los famas y
que había decidido vivir su vida.
El cronopio comenzó a cantar cada
vez más fuerte. Yo estaba extrañado, a nadie le llamaba la atención su
presencia, más que evidente por otra
parte. Terminé la copa y salí apresurado para evitar las miradas de los otros
clientes.
—Tengo que beber menos —me dije tras
tropezar en la puerta.
—Yo también —respondió cantando la
luz verde y húmeda que me acompañaba, antes de que la atropellara un camión.
A Julio Cortázar
Mientras tanto, en una mesa junto a la ventana, una fama miraba alternativamente a una esperanza y al cronopio que salía. Ora a uno, ora a otra, indecisa si salir a proteger al cronopio, pero es que estaba muy interesada en los comentarios de Andrée sobre una carta de disculpa que había recibido de un antiguo inquilino que vomitaba conejitos.
ResponderEliminarA mí Andrée me cae bien y no entiendo que tenga que ocultar a los conejitos que vomitaba. De hecho, prefiero a los que vomitan conejitos que a los cursis que tienen mariposas en el estómago.
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