Marina

Marina
Marina, de Ezequiel Barranco Moreno

viernes, 25 de diciembre de 2015

Crónicas navideñas 4: Las uvas de la suerte

Una por una fueron sonando las campanadas y nos fuimos comiendo las uvas. Primero a ritmo, a partir de la cuarta, con algunas demoras por la risa o porque estábamos pendientes de las caras de los otros, con la séptima, ya con la boca llena, solo sonrisas y concentración, en la décima estallaron las carcajadas y empezamos a espurrear, y al llegar a la duodécima… , la duodécima no sonó.
Todo quedó parado, cada uno con su boca llena, su sonrisa y la última uva en la mano. Solo la abuela, que estaba muy torpe para tomar las uvas, los niños pequeños y un caprichoso, que tomaba gominolas, siguieron en movimiento. Y así pasó en todas las casas y en las plazas de las ciudades y los pueblos, donde en ese momento la multitud con la boca abierta y una uva en la mano derecha, en absoluto silencio y sin movimiento alguno, formaban la imagen de una postal de Navidad. Entre esas esculturas humanas, comenzaron a aparecer los pocos que no participaron de la fiesta, unos curioseando, otros buscando a sus familiares y algunos aprovechando la situación para sisar alguna cartera, una cadena o un móvil.
Pasó más de una semana, y unos seguían su rutina diaria, mientras otros continuaban inmóviles. Buscando una solución, los gobernantes llamaron a los bomberos que estuvieron de servicio esa noche y no tomaron las uvas y les ordenaron ir a todas las plazas y hacer que el mecanismo del reloj volviera a funcionar o que golpearan la campana con el martillo. Fue un intento desesperado pero efectivo, al oír la campanada, todos se comieron la uva que faltaba y comenzaron la ronda de besos.. Primero fue en las plazas con retransmisión televisiva y en las casas, luego en las ciudades, de más a menos habitantes, después en los pueblos, empezando por los más importantes, y finalmente en las aldeas.
Todo haberse resuelto el problema, pero enseguida se dieron cuenta que vieron que aunque todos habían vuelto a la normalidad, lo habían hecho en distintos momentos y se había perdido la sincronía, incluso los relojes marcaban horas y días distintos. Como consecuencia, algunas pitonisas averiguaban el futuro sin equivocarse, otros compraban siempre el décimo de lotería premiado, aparecieron corredores de bolsa que presumían de vaticinar las empresas que iban al alza o se hundían y las abuelas torpes eran capaces de avisar cuando una comida se iba a quemar o cuando su nieto se iba a caer o iba a enfermar. 
Había que buscar una solución y para ello dejaron previsto que en la siguiente Nochevieja sonaran primero las campanas en las aldeas, después en los pueblos, empezando por los manos importantes, en las ciudades, siempre de menos a más habitantes y, finalmente, en las plazas con retransmisión televisiva y en las casas.

Más tarde, para que todo volviera a ser como antes, los gobernantes de cada país obligaron a las abuelas torpes, a los niños pequeños, a los carteristas, a los bomberos de guardia y a los caprichosos, a tomar sus doce uvas de la suerte. Pero no obligaron a todos, buscaron a políticos afines, militares y economistas que no las hubieran tomado en su día, y los contrataron como consejeros permanentes, dejando sin trabajo a profetas, brujos y pitonisas.

Las uvas de Nochevieja, de Ángel Rodríguez.

Crónicas navideñas 3: El gordo de Navidad

‒¿Qué va a hacer con el premio?
‒Compraré una gran caja fuerte.
‒¿No va a llevarlo al banco?

‒Sí, el dinero sí. En la caja fuerte guardaré mis ilusiones y mis sueños y luego tiraré la llave, no vaya a ser que al alcanzarlos, me defrauden.

La diosa Fortuna, de J. Bernard

viernes, 18 de diciembre de 2015

Crónicas navideñas 1. Comunicado oficial

Detectado un conato de  rebelión en una pequeña ciudad de Judea, a la que se había desplazado una multitud de pastores y obreros de otros gremios que, según informantes cualificados, contaban con el apoyo de varios monarcas extranjeros.

Tras acudir las tropas regulares al lugar de los hechos se procedió a abortar dicha rebelión. Continúa la situación de alerta, ya que algunos de los rebeldes más destacados han podido huir.

A consecuencia de la acción militar desarrollada contra los allí presentes, como daños colaterales, tenemos que lamentar el fallecimiento de cientos de niños.

Firmado.

Herodes I.

La adoración de los pastores, de El_Greco

Crónicas navideñas 2: Linchamiento

Lo llevaban atado como a un perro y lo arrastraron por las calles entre insultos y todo tipo de vejaciones, sin que él llegara a entender nada.
Como cada día de fiesta, se había levantado y preparado el desayuno, pero cuando iba a sentarse a tomarlo escuchó una gran algarabía y unos fuertes golpes en la puerta. Se asomó y varios encapuchados se arrojaron sobre él, le taparon la cabeza con un saco, lo ataron y, sin más explicaciones lo sacaron de la casa, entre gritos y empujones.
Al llegar a la plaza, lo pusieron de rodillas y uno de ellos le susurró al oído: “Hoy es el día, no hay perdón para actos como el tuyo. Ya está preparado el patíbulo”.
Los gritos volvieron a hacerse más intensos, e incluso le pareció oír unas risotadas entre la multitud, pero de pronto se hizo un profundo silencio, como si la plaza se hubiera quedado vacía.
Aún de rodillas, con la cabeza tapada y atado, notó que alguien se acercaba por detrás, y sin mediar palabra, cortaba la soga de las manos y salía corriendo.
Estuvo unos minutos sin moverse, sin saber qué hacer, hasta que poco a poco se fue incorporando, intentó escuchar algo pero el silencio era impenetrable, y se decidió por fin a quitarse el saco. En ese momento, aún cegado por la luz del sol, pudo oír a todo el pueblo, que gritaba entre risas "inocente, inocente…"


Se fue del pueblo y nadie volvió a saber de él, pero cada veintiocho de diciembre encuentran en la plaza a un vecino, al que le han clavado un gran  muñeco de papel en la espalda con un puñal.

La matanza de los Santos Inocentes, de Peter Paul Rubens.

viernes, 11 de diciembre de 2015

La casa vacía

Volví a casa de mis padres. Hacía tiempo que habían fallecido y tenía una cita con un corredor para ponerla a la venta. Entré con mucho tiempo de antelación y me entretuve abriendo los armarios y los cajones, rebuscando sin pretender encontrar nada en especial. Recorrí mi cuarto, su habitación, el salón y por último entré en su despacho, un lugar casi prohibido para mí y mis hermanos.
Al acercarme a su mesa de trabajo noté como afloraban escenas de mi infancia, pude ver a mi padre repasando sus libros, haciendo crucigramas o escribiendo, cogí una foto en la que, con mis hijos y mi mujer, lo rodeábamos el día de navidad; el retrato de mi madre, y muchos papeles desordenados que probablemente tuvieron la suficiente importancia para que los guardara durante años. Sentí su mirada amarga cuando mis notas no fueron suficientes para pasar curso o el día que le impuse mi destino en contra de su voluntad.

Me senté entonces en su butaca, cogí un papel de su escritorio, encendí un cigarro y escribí esta historia.

Antigua Máquina de Escribir, de Manuel Domínguez Velázquez de Castro.

Un resultado inesperado

Llevaba más de dos años estudiando la vida salvaje en la selva. Cumplidos los ocho meses parió un pequeño orangután y se dio cuenta hasta donde puede llegar la imaginación.

El sueño, de Henri Rousseau

viernes, 4 de diciembre de 2015

Congreso por la paz

Hace más de cien mil años el hombre primitivo dio un paso evolutivo de capital importancia, comenzó a hablar. La primera palabra que dijo fue "mío", pero ese hito pasó desapercibido hasta que alguien de otra tribu fue capaz de replicarle. Cuando ambos se encontraron gritaron un "mío" cada vez más amenazante y así comenzó la primera guerra de la historia.

Años más tarde, cuando el lenguaje ya había adquirido importancia, para evitar otra nueva contienda, el Consejo de Ancianos, intentó sin éxito prohibir la palabra "Dios".


Relato seleccionado en el III Certamen de Micrrorrelatos de Historia "Francisco Gijón" y publicado en su antología.

El príncipe y las alcahuetas

Bajó de su corcel en cuanto vio a la joven -entre muerta y dormida- en un claro del bosque, rodeada de siete hombrecillos que lloraban desconsolados. Les preguntó qué pasaba pero no le respondieron: Uno refunfuñaba y gritaba a su amigo, que se escondía tímidamente tras un árbol, el mayor miraba absorto una manzana, el cuarto discutía porque otro no dejaba de estornudar y el último, ajeno a todo, paseaba y cantaba feliz. Sólo el más pequeño se fijó en él y parecía querer atenderle, pero no sabía hablar.


Estaba desesperado y entonces vio a tres haditas con sus pequeñas varitas mágicas que llamaron su atención y se lo llevaron a un castillo cercano donde la bella Aurora dormía un profundo sueño.

La bella durmiente, de Victor Vasnetsov