Marina

Marina
Marina, de Ezequiel Barranco Moreno

sábado, 29 de mayo de 2021

Declaración

La Giralda, de Ezequiel Barranco

Sin más ayuda que los dedos aferrados a cada uno de los ladrillos mudéjares y el soporte de sus zapatos de montañero, escaló los ciento cuatro metros de la Giralda en menos tiempo que la policía y la ambulancia tardaron en llegar a los pies de la torre, y los bomberos en subir las treinta y cinco rampas para llegar al Giraldillo.

Había querido decírselo en repetidas ocasiones, pero mudo como era y analfabeto, no tenía otra opción que llegar a ella, postrarse a sus pies y demostrarle hasta donde llegaba su deseo.

Culminó la escalada en el añadido renacentista y, tras mirar y rendirse ante la Santa Juana que lo corona, le ofreció un ramo de azucenas y la abrazó, y ella le devolvió una sonrisa y una mirada que solo él supo ver.

En ese momento arreció el viento de levante y las campanas tañeron con especial intensidad una inusual melodía acoplada a los sueños de él y los latidos de bronce del corazón de la veleta, y juntos desaparecieron entre las nubes bailando al ritmo del vals.


domingo, 23 de mayo de 2021

Conversaciones en la barra de un bar - 2: Molinero

La corrida, de Joan Miró

El bar, una especie de bistró de esos que ofrecen comida económica, estaba casi vacío. Me senté en una banqueta en el extremo de la barra y pedí un café, que el camarero me sirvió diligente. «¿Me ayudas?» escuché que una voz ronca me preguntaba a la derecha—. Volví la cabeza y allí estaba ─astifino, bragado y ojinegro─, empujando con los cueros una bandeja de forraje aderezado con pienso.

Tras presentarse —me dijo que se llamaba Molinero—, me preguntó qué si podía acompañarlo y sacar su ración y el agua a la terraza, que el bar era pequeño para su corpulencia y el camarero lo miraba con malos ojos. No supe que decirle, me resultaba raro, y hasta peligroso, dejar a un toro suelto en la calle, pero me dijo que no me preocupara, que el mayoral estaba haciendo una gestión y que en un minuto volvería.

Me tranquilizó y lo acompañé. Él me estuvo hablando de don Jacinto, el dueño de la finca y de Pablo, el encargado. Me dijo que era muy feliz, que siempre lo habían cuidado mucho, que lo dejaban corretear por el campo y aparearse con las vacas que quisiera, y que le daban de comer más que suficiente.

Ese día, decía, habían sido especialmente dadivosos, y lo habían llevado a ese bar e invitado a forraje y pienso de excelente calidad, condimentado con salsa al Pedro Ximénez. Luego, terminada la comida lo iban a llevar a dar un paseo en un camión con otros cinco amigos y lo iban a soltar en una plaza muy grande. Él estaba feliz con esa aventura y yo no quise amargarle el almuerzo. Cuando llegó don Jacinto le estaba explicando a un amigo que él quería mucho a su ganado, y que lo preparaba muy bien para la lidia, porque si no fuera por la fiesta grande, la raza habría desaparecido.

Al despedirme vi salir del bar a un ganadero que llevaba una ración de bellotas a un cerdo muy hermoso, negro y de patas finas.

viernes, 14 de mayo de 2021

Conversaciones en la barra de un bar - 2: Antonio Machado

Antonio Machado, de Joaquín Sorolla

El bar, una especie de bistró de esos que ofrecen comida económica, estaba casi vacío. Se sentó en una banqueta en el extremo de la barra y pidió un café, que el camarero le sirvió diligente. «Buenas tardes» —me saludó una voz pausada y ronca—. Volví la cabeza y allí estaba él, con una mirada triste, apocada.

Aunque su fama era evidente, se presentó. Me dijo que era poeta y que se llamaba Antonio Machado y me preguntó si lo conocía. Yo, para romper el hielo, le comenté que sí, que había leído muchos de sus poemas e intenté comenzar a recitar Al un olmo seco, pero él desvió la mirada y volvió a ensimismarse en sus pensamientos.

            Le pregunté si necesitaba algo, si podría ayudarlo, pero no respondió. Acabó el café, se puso el sombrero, se sacó unas monedas del bolsillo y las dejó en la barra, se levantó y, sin decir nada, se dirigió a la puerta. Antes de salir se quedó un rato mirando a la calle. Hacía una tarde gris, con un cielo encapotado que no permitía distraerse con la imaginación de las nubes ni con la belleza de la puesta de sol. Cuando iba a salir le pude oír que susurrar «Estos días azules...».

domingo, 9 de mayo de 2021

Conversaciones en la barra de un bar - 2: Maradona

 

La creación de Adán, de Miguel Ángel

I

 El bar, una especie de bistró de esos que ofrecen comida económica, estaba casi vacío. Me senté en una banqueta en el extremo de la barra y pedí un café, que el camarero me sirvió diligente. «¿Me ayudas?» —escuché que me preguntaban a la derecha—. Volví la cabeza y allí estaba él, gordito, sonriendo e intentando abrir un sobre de azúcar con una sola mano.

Me pregunto extrañado qué si no lo conocía, que era Maradona, pero que estábamos en confianza y que lo llamara Diego. Tras presentarme, para romper el hielo, le pregunté sobre su mano, y me contó que era cosa de san Pedro. Me explicó que cuando le pidió las llaves al apóstol, éste le dijo que no, que repasara su vida y entendiera que tenía arreglar las cosas pendientes o ir al infierno; pero que no se conformó, que exigió hablar con Dios, que Éste le dijo que no lo recibiría a no ser que le devolviera lo que era suyo y que, al mirar hacia abajo y ver las llamas del averno, le devolvió su mano.

Le ayudé, abrí el sobre de azúcar y tiré el papel hecho una bola y él le dio tras o cuatro patadas y lo embarcó en la lata de propinas del bar.

El camarero miró ofendido y masculló un gruñido.

 

II

 El bar, una especie de bistró de esos que ofrecen comida económica, estaba casi vacío. Me senté en una banqueta en el extremo de la barra y pedí un café, que el camarero me sirvió diligente. «¿Me ayudas?» —escuché que me preguntaban a la derecha—. Volví la cabeza y allí estaba ella, una mano solitaria removiendo un café.

            Me preguntó qué si conocía a Maradona y qué si lo había visto y yo le dije que sí, que se acababa de ir. Tras presentarme, para romper el hielo, le pregunté sobre su amo, y me dijo que la había abandonado en el cielo, a pesar de que mucha de su fama se la debía a ella y, aunque no tenía ojos, lloró amargamente. Me suplicó que si volvía a verlo la llamara y dejó escrito en el polvo de una de las mesas del bar su teléfono.

            Yo le prometí llamarla para intentar la reconciliación. Me despedí y, justo cuando se fue, se abrió la puerta y entró Dios precedido por una cegadora luz y rodeado de cientos de relámpagos gritando con una voz atronadora «Dónde está mi mano», y yo preferí callarme y disimular mientras sus ángeles rebuscaban en las esquinas del bar y en mis bolsillos.   

            Fuera, Diego y la mano jugaban al escondite.

sábado, 1 de mayo de 2021

Conversaciones en la barra de un bar - 2: Mariana Pineda

 

Mariana Pineda, de Juan Antonio Vera Calvo

El bar, una especie de bistró de esos que ofrecen comida económica, estaba casi vacío. Se sentó en una banqueta en el extremo de la barra y pidió un café, que el camarero le sirvió diligente. «¿Me invitas?» —me preguntó una voz femenina—. Volví la cabeza y allí estaba ella, con su bandera bordada.

Me dijo que era Mariana Pineda. Tras presentarme, para romper el hielo, le pregunté si le dolían mucho las laceraciones del cuello y la profunda herida de la nuca. Me dijo que no y me pidió que le ayudara a bordar la bandera. Estaba hecha jirones y solo pude entrever en ella unas letras desmadejadas: «ey Libe guald».

Le pregunté que qué significaba eso y ella me miró perpleja, le pidió una tiza al camarero, extendió la bandera y escribió con violentas e irritantes mayúsculas: «L, RTAD, I AD».

Yo no entendí nada, miré alrededor y desvié mi atención para ver el noticiero en televisión.

Ella recogió la bandera y se fue en busca de quién sabe Dios.