La Giralda, de Ezequiel Barranco
Sin más ayuda que los
dedos aferrados a cada uno de los ladrillos mudéjares y el soporte de sus
zapatos de montañero, escaló los ciento cuatro metros de la Giralda en menos
tiempo que la policía y la ambulancia tardaron en llegar a los pies de la torre,
y los bomberos en subir las treinta y cinco rampas para llegar al Giraldillo.
Había
querido decírselo en repetidas ocasiones, pero mudo como era y analfabeto, no
tenía otra opción que llegar a ella, postrarse a sus pies y demostrarle hasta
donde llegaba su deseo.
Culminó
la escalada en el añadido renacentista y, tras mirar y rendirse ante la Santa
Juana que lo corona, le ofreció un ramo de azucenas y la abrazó, y ella le devolvió
una sonrisa y una mirada que solo él supo ver.
En
ese momento arreció el viento de levante y las campanas tañeron con especial
intensidad una inusual melodía acoplada a los sueños de él y los latidos de
bronce del corazón de la veleta, y juntos desaparecieron entre las nubes
bailando al ritmo del vals.
El viento, sin embargo, dejó las azucenas en la torre.
ResponderEliminarLas azucenas siempre estarán ahí, para quien quera recogerlas o regalarlas.
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