Antonio Machado, de Joaquín Sorolla |
El bar, una especie de bistró de esos que ofrecen comida económica, estaba casi vacío. Se sentó en una banqueta en el extremo de la barra y pidió un café, que el camarero le sirvió diligente. «Buenas tardes» —me saludó una voz pausada y ronca—. Volví la cabeza y allí estaba él, con una mirada triste, apocada.
Aunque su fama era evidente,
se presentó. Me dijo que era poeta y que se llamaba Antonio Machado y me
preguntó si lo conocía. Yo, para romper el hielo, le comenté que sí, que había
leído muchos de sus poemas e intenté comenzar a recitar Al un olmo seco,
pero él desvió la mirada y volvió a ensimismarse en sus pensamientos.
Le
pregunté si necesitaba algo, si podría ayudarlo, pero no respondió. Acabó el
café, se puso el sombrero, se sacó unas monedas del bolsillo y las dejó en la
barra, se levantó y, sin decir nada, se dirigió a la puerta. Antes de salir se
quedó un rato mirando a la calle. Hacía una tarde gris, con un cielo encapotado
que no permitía distraerse con la imaginación de las nubes ni con la belleza de
la puesta de sol. Cuando iba a salir le pude oír que susurrar «Estos días
azules...».
Pensaba en voz alta el verso que había comenzado a escribir y que terminaría cuando llegara a la habitación del hotel de Collioure
ResponderEliminarMientras tanto guardó el papel en el bolsillo de la chaqueta para no olvidarlo.
Era febrero de 1939 y jamás dejo de pensar en el huerto claro y el limonero.
Dos versos en un papel arrugado fueron el colofón de una obra y una vida que pervivirá para siempre.
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