Marina

Marina
Marina, de Ezequiel Barranco Moreno

domingo, 31 de octubre de 2021

UN DESGRACIADO ACCIDENTE (ZZZZZZZZZZ…)


La enorme pala mecánica parecía haberse vuelto loca en manos del nuevo operario sobre el asfalto, ante los ojos atónitos de don Nicolás, el jefe de obras.

Llevaba años trabajando en la construcción y conocía el riesgo de dejar en manos inexpertas esas máquinas, pero ese nefasto día lo había distraído un viandante curioso que llevaba horas revoloteando alrededor suyo, acercándose y alejándose, sin dejar de hacerle preguntas sobre la obra o el manejo de la pala. Era un hombre alto, desgarbado, de piernas y brazos extremadamente largos en comparación con su cuerpo. Muy delgado, bajo la fina camiseta que lo cubría se insinuaban cada una de sus vértebras y las prominentes escápulas que, en contraste con su encorvado dorso, parecía que quisieran escapar y volar libremente. De tez era verdosa, su rostro enjuto, la nariz picuda, y sus ojos, saltones e inquietos, miraban en todas direcciones, como si escudriñaran lo que pasaba en derredor suya. Su aspecto físico y una natural timidez, lo habían convertido en una persona solitaria, al que rehuían sus vecinos. Solía pasear por el barrio recitando una retahíla incomprensible, como un zumbido constante, al que nadie prestaba atención. Cuando algo le llamaba la atención, intentaba acercarse siguiendo un curioso protocolo. Primero se quedaba mirando fijamente su objetivo, luego empezaba a rodearlo en círculos más pequeños, hasta que por fin se decidía y con alguna excusa —pedir fuego, coger un papel o preguntar una dirección—, lo abordaba y ya no se separaba de la víctima por muchos intentos que esta hiciera, hasta dejarla agotada.

Y así ocurrió ese día. Vio la pala mecánica, se fijó en don Nicolás, dio varias vueltas mostrando una fingida atención, se acercó a pedirle fuego, encendió el cigarro, dio unas vueltas más, volvió a acercarse, le comentó que la pala hacía movimientos más rápidos de lo habitual le preguntó si el operario era nuevo, le ofreció un pitillo, se apartó y, de nuevo, rodeó la obra. Al ir a acercarse otra vez, don Nicolás lo echó con grandes aspavientos, con tan mala fortuna que sus exagerados gestos confundieron al operario, que elevó la pala bruscamente y, en pocos segundos, la dejó caer, sin que le diera tiempo al curioso viandante a apartarse.

Cuando los servicios médicos llegaron, solo pudieron certificar el fallecimiento del curioso impertinente. Al día siguiente, en el lugar del accidente, solo quedaba una discreta mancha oscura sobre el asfalto y algunos restos en la superficie amarilla de la pala.

sábado, 23 de octubre de 2021

Palabras vivas

Sirvienta leyendo en la biblioteca, de Édouard John Mentha

Me han regalado un diccionario, un ejemplar único. Está muy actualizado, con todos los vocablos, nuevos y antiguos, de cualquier idioma, incluidos barbarismos, y hasta onopatopeyas  y faltas ortográficas.

Es especial porque contiene todos los términos imaginables. Están reunidos por orden alfabético, pero a veces se juntan de acuerdo con el día. Así, si estamos en invierno, se agolpan los que se refieren al frío en las páginas centrales, para calentarse; si es un cálido día de verano, se alinean en los bordes de las hojas y pasan las páginas, para abanicarse; y si es de noche se acurrucan bajo las solapas. También están pendientes de nosotros y son capaces de agruparse en frases de ánimo o de duelo, o posicionarse en forma de sonetos y alejandrinos si nos ven inspirados. Pero lo más importante de este curioso glosario es que, cuando lo abrimos, las palabras se esconden para dejar las hojas en blanco y que podamos nosotros rellenarlas. 


sábado, 16 de octubre de 2021

El lápiz siempre a mano

Café de los incoherentes, de Santiago Rusiñol

Me senté en mi rincón favorito de la cafetería. Estaba atardeciendo y los últimos rayos de sol y las luces rojas parpadeantes que atravesaban la ventana desde el exterior, daban a la mesa la calidez que necesitaba para iniciar mi relato.

Estaba poco inspirada y, en espera de mi musa, pedí un café; pero cuando iba a beberlo vi que sobre la espuma flotaba un enorme mosquito que aún movía las alas en un intento desesperado por escapar. Llamé al camarero algo enfadada y éste se volvió, resbaló y dejó caer sobre la mesa la bandeja y un enorme cuchillo que quedó clavado junto a mi mano.

Tras las oportunas disculpas, me trajo otro café. Ya más tranquila saqué mi cuaderno y, tal como me había propuesto, comencé a escribir decidida, como si las palabras salieran solas: «Caía el sol cuando pude ver por la entrada de la cueva que del fondo del lago emergió un dragón que, moviendo enérgicamente las alas, se dirigía a mí. Me quedé quieta, petrificada, esperando que alguien me ayudara y, en ese momento, un caballero escuchó mis gritos y corrió a ayudarme, con tan mala fortuna que cayó dejando caer a mis pies un escudo y una lanza con la que defenderme…».

viernes, 8 de octubre de 2021

Ensoñación (Al otro lado)

La pesadilla, de Johann H. Füssli


Cuando el pequeño despertó, yo aún estaba allí. Su miedo solo era comparable a mi angustia, pero tuve que seguir ahí, inmóvil e impotente, hasta que se dio la vuelta, se tapó la cabeza con la almohada y se durmió.
        Solo entonces conseguí volver a su sueño.

sábado, 2 de octubre de 2021

La casa del árbol

El abuelo cuenta una historia,. de Albert Anker

—Hola, y adiós.
—¿Te vas?
—Sí.
—Espera, mis padres quieren hablar contigo.
—No, me mandarán a la escuela.
—Sí, me temo que sí.
—Y luego a una oficina.
—Supongo que será así.
—No quiero ir a la escuela a aprender cosas serias. No quiero ser mayor. ¡Qué horror si me despertara y me viera con barba!
—Me encantaría verte con barba, Peter.
—Nadie me va a atrapar para convertirme en un adulto.
—Pero ¿Dónde vas a vivir?
—Con Wendy, en la casa que construimos con la ayuda de Campanilla. Las hadas la pondrán en lo alto de la copa del más grande de los árboles en los que duermen de noche.
 
Dos fuertes golpes sonaron en la puerta y al abrirla, la corriente de aire dejó salir por la ventana un polvillo dorado.
 
*
 
—¿Qué haces, pequeñaja?
—Nada, aburrida. ¿Quieres quedarte conmigo a leer o ir a jugar en el jardín?
—Mírame, Bárbara ¿Estoy guapo?
—¿Has quedado con tu Martita?
—Sí, ¿pasa algo?
—Pasa que es insoportable y prefiero que te quedes conmigo.
—Me he afeitado el bigote ¿se nota?
—¡Hala, ya eres mayor!
—Y tú eres una niñata.
—¿A dónde vais?
—A dar un paseo y a la casa que construimos junto al árbol viejo.
—¡Esa es nuestra casa, Pedrito! ¡No quiero que tu Martita ni nadie entre allí!
—Me da igual lo que quieras.
 
La puerta volvió a cerrarse dando un portazo, Bárbara abrió el libro, del que escapó un tenue polvo dorado.
 
*
 
—Vamos al jardín, que se está haciendo tarde.
—¿Salimos mejor a dar un paseo? —preguntó Marta.
—No, ahora no me apetece.
—¿Y qué hacemos sentados todo el día?
—Voy a arreglar la casa del árbol, los niños están por llegar y les gusta jugar allí. La verdad es que la tenemos muy abandonada. Además, este fin de semana viene mi hermana a verme y hace mucho que no estoy con ella, me gustaría dar un paseo con Bárbara hasta la casita, sé que le hará ilusión verla bien conservada.
—Está bien, pero sabes que no me agrada la presencia de tu hermana. Siempre me ha estado ridiculizando, desde que tú y yo salíamos en el instituto, con su "Martita".
—Déjala, ella es así. Pasaremos la tarde jugando con los niños. Ya te he preparado el disfraz de Wendy, a Marta le he hecho el de Campanilla y a los niños, el de indios.
—Tú, como siempre, supongo que de Peter ¿no? No madurarás nunca, Pedro.
—Eso dice mi hermana. Cada día os parecéis más.
 
Se oyó un golpe en la puerta y aparecieron los gemelos, a los que seguía una estela de polvo dorado.
 
*
 
—¡Jau Jefe Indio, jau Trigrilla! Vamos a comer que tenemos muchas cosas que hacer antes de que anochezca —gritó al verlos venir corriendo a ver quién llegaba antes a la casa.
—¡Hola Peter! —canturrearon los pequeños al ver a su padre con el inconfundible traje verde.
—¡Hola pequeñaja!
—¡Nunca cambiarás! —dijo Bárbara a su hermano al bajarse del coche.
 
Ya era de noche cuando Bárbara se despidió, los niños se acostaron y Pedro y Marta se fueron a descansar. La noche era magnífica, el cielo estaba despejado y una ligera brisa arrastró un polvo dorado por delante de la ventana de los pequeños.
 
 
—Y así fue como se hizo esa casa—le cuenta el abuelo sentado en su mecedora, en el porche de la casa, a los pequeños—, y en ella disfrutaron mis padres, luego la pequeña Bárbara, tu abuela y yo, vuestro padre y ahora vosotros. Yo me sigo afeitando, no quiero parecer mayor, Marta no me lo permitiría, ¿la veis brillar allí? Es la segunda estrella de la derecha, la que apunta al amanecer. ¿Y veis a la tía Bárbara?, es otra más pequeñita que está junto a ella. Parece que parpadean y que se van a apagar. No dejéis de mirarlas, o nunca más volverán a brillar.
—Sí, ahí están —respondieron los niños.
—Cada tarde me acerco a la casita y miro las estrellas. Con suerte, algunas tardes despejadas, junto a ellas, veo a las que desaparecen y a las más jóvenes, las que todavía no tienen los ojos vidriosos y hablan, y puedo oír su voz entre el canto de las sirenas que trae el levante.
—Buenas noches, abuelo.
—Buenas noches.
 
Pedro se quedó solo, dormido en su mecedora y soñó que un cometa bajaba con una enorme cola dorada y él lo seguía.