Café de los incoherentes, de Santiago Rusiñol
Me senté en mi
rincón favorito de la cafetería. Estaba atardeciendo y los últimos rayos de sol
y las luces rojas parpadeantes que atravesaban la ventana desde el exterior,
daban a la mesa la calidez que necesitaba para iniciar mi relato.
Estaba
poco inspirada y, en espera de mi musa, pedí un café; pero cuando iba a beberlo
vi que sobre la espuma flotaba un enorme mosquito que aún movía las alas en un
intento desesperado por escapar. Llamé al camarero algo enfadada y éste se
volvió, resbaló y dejó caer sobre la mesa la bandeja y un enorme cuchillo que
quedó clavado junto a mi mano.
Tras
las oportunas disculpas, me trajo otro café. Ya más tranquila saqué mi cuaderno
y, tal como me había propuesto, comencé a escribir decidida, como si las palabras
salieran solas: «Caía el sol cuando pude ver por la entrada de la cueva que del
fondo del lago emergió un dragón que, moviendo enérgicamente las alas, se
dirigía a mí. Me quedé quieta, petrificada, esperando que alguien me ayudara y,
en ese momento, un caballero escuchó mis gritos y corrió a ayudarme, con tan
mala fortuna que cayó dejando caer a mis pies un escudo y una lanza con la que
defenderme…».
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