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El abuelo cuenta una historia,. de Albert Anker |
—Hola, y adiós.
—¿Te vas?
—Sí.
—Espera, mis padres quieren hablar contigo.
—No, me mandarán a la escuela.
—Sí, me temo que sí.
—Y luego a una oficina.
—Supongo que será así.
—No quiero ir a la escuela a aprender cosas serias. No quiero ser mayor. ¡Qué horror si me despertara y me viera con barba!
—Me encantaría verte con barba, Peter.
—Nadie me va a atrapar para convertirme en un adulto.
—Pero ¿Dónde vas a vivir?
—Con Wendy, en la casa que construimos con la ayuda de Campanilla. Las hadas la pondrán en lo alto de la copa del más grande de los árboles en los que duermen de noche.
*
—Nada, aburrida. ¿Quieres quedarte conmigo a leer o ir a jugar en el jardín?
—Mírame, Bárbara ¿Estoy guapo?
—¿Has quedado con tu Martita?
—Sí, ¿pasa algo?
—Pasa que es insoportable y prefiero que te quedes conmigo.
—Me he afeitado el bigote ¿se nota?
—¡Hala, ya eres mayor!
—Y tú eres una niñata.
—¿A dónde vais?
—A dar un paseo y a la casa que construimos junto al árbol viejo.
—¡Esa es nuestra casa, Pedrito! ¡No quiero que tu Martita ni nadie entre allí!
—Me da igual lo que quieras.
*
—¿Salimos mejor a dar un paseo? —preguntó Marta.
—No, ahora no me apetece.
—¿Y qué hacemos sentados todo el día?
—Voy a arreglar la casa del árbol, los niños están por llegar y les gusta jugar allí. La verdad es que la tenemos muy abandonada. Además, este fin de semana viene mi hermana a verme y hace mucho que no estoy con ella, me gustaría dar un paseo con Bárbara hasta la casita, sé que le hará ilusión verla bien conservada.
—Está bien, pero sabes que no me agrada la presencia de tu hermana. Siempre me ha estado ridiculizando, desde que tú y yo salíamos en el instituto, con su "Martita".
—Déjala, ella es así. Pasaremos la tarde jugando con los niños. Ya te he preparado el disfraz de Wendy, a Marta le he hecho el de Campanilla y a los niños, el de indios.
—Tú, como siempre, supongo que de Peter ¿no? No madurarás nunca, Pedro.
—Eso dice mi hermana. Cada día os parecéis más.
*
—¡Hola Peter! —canturrearon los pequeños al ver a su padre con el inconfundible traje verde.
—¡Hola pequeñaja!
—¡Nunca cambiarás! —dijo Bárbara a su hermano al bajarse del coche.
—Sí, ahí están —respondieron los niños.
—Cada tarde me acerco a la casita y miro las estrellas. Con suerte, algunas tardes despejadas, junto a ellas, veo a las que desaparecen y a las más jóvenes, las que todavía no tienen los ojos vidriosos y hablan, y puedo oír su voz entre el canto de las sirenas que trae el levante.
—Buenas noches, abuelo.
—Buenas noches.
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