Marina

Marina
Marina, de Ezequiel Barranco Moreno

viernes, 29 de septiembre de 2017

Una pérdida irreparable

El lector, de Piter Saura.

Salí a dar un paseo y disfrutar de una mañana soleada, y nada más cruzar la puerta me robaron el maletín. No llevaba nada importante, un par de documentos, bolígrafos, el cargador del móvil, una novela y, eso es lo que más me dolió, mi diario, que rellenaba cada día sentado en un banco el parque.
Paseé por las calles de alrededor con la esperanza de encontrarlo en cualquier esquina hasta que, asumida la pérdida, me volví a casa. Cuando entré no había nadie y el mobiliario lo encontré viejo y deteriorado, las medallas que guardaba de mis campeonatos del colegio no estaban, mi diploma de licenciatura lo habían descolgado de la pared del salón, las fotos de mi familia habían desaparecido, y la placa con que me despidieron mis compañeros de la oficina también faltaba.
Para mi asombro, encontré el maletín en el sofá y el diario tirado en el suelo. Lo recogí, lo hojeé y vi que faltaban las hojas en que relataba las olimpiadas escolares, la fiesta del fin de carrera, mi boda y el nacimiento de mis hijos, y la crónica de la cena de despedida del día de mi jubilación. 

viernes, 22 de septiembre de 2017

Carta de un hombre maduro a su mujer

A carta, de Eliseu Visconti

Cuando muera, en el mismo minuto en que deje de ser yo para ser fui, quiero que mi cuerpo esté al sol, refrescado por una brisa suave y por el olor de un pinar cercano que limpie mi pasado. Quiero oír a lo lejos los nocturnos de Chopin, tener cerrados mis labios con una cereza de un rojo violento que refrene mis angustias, y que mis ojos retengan la luz serena de un ocaso.
Cuando muera, en el mismo minuto en que dejes de mirarme para empezar a recordarme, quiero recoger mis recuerdos en una medalla de plata limpia, brillante y desgastada, tener en mis manos un libro abierto y bajo mis pies un lecho de tierra. En ese instante quiero que sentir como juegos de niños silencian el murmullo de las oraciones.
Cuando muera, en el mismo minuto en que el ahora solo sea un paso al ayer, quiero que mires fijamente al horizonte para comprobar que el mundo gira, al suelo para librarte de las raíces y de las alimañas, y al mar que te traerá navíos llenos de vida.

Todo eso quiero para cuando muera, para ese minuto en que nuestra mirada se haga omnipresente y eterna. Pero si no tuviera nada de lo que pido, no te preocupes, no importa, solo dame la mano para que me arrope tu cariño y quitarme el miedo.

sábado, 16 de septiembre de 2017

Nunca es tarde

Rain sonnet, de Louis Jover

El monumento a don Aniceto Garnedo Mendizabal, excelso poeta local, está ubicado en un coqueto jardín, situado en el centro de la plaza rotulada con su nombre. La escultura del vate es de una absoluta fidelidad, con su abrigo y bufanda, un paraguas abierto en la mano derecha, con el que se cubría de la lluvia, y su poemario en la izquierda. El libro está ejecutado con tan primoroso detalle, que en él se pueden leer sus poesías más renombradas: "A ti, amada mía"  y "Mi ciudad".

Desde su inauguración, durante los inviernos lluviosos que caracterizan Navalpernado —su pueblo natal—, niños y adultos y no pocos turistas, se resguardan bajo el paraguas de bronce de don Aniceto. 
Jamás había leído tanta gente sus poemas.

viernes, 8 de septiembre de 2017

Presbicia

Autorretrato (detalle), de Louis-Marie Autissier

Ese día tenía una cita profesional y había quedado con  un compañero de trabajo para preparar la reunión; sin embargo, a pesar de lo importante que era para mí, me quedé dormido y temía llegar tarde.

Me desperté angustiado y con la mayor rapidez posible, me puse las gafas y fui al baño para asearme. Volví a leer los papeles del avión, para lo cual cambié mis gafas de lejos por las gafas de cerca y, una vez confirmada la hora, volví a ponerme las gafas de lejos para afeitarme y asearme. Ya en la ducha me di cuenta de que había tres frascos nuevos de gel o champú que no podía identificar; me puse las gafas de cerca y cogí el adecuado, me las quité para la ducha y, ya aseado, me dispuse a ponerme las lentillas, para lo cual, me puse las gafas de lejos y salí a buscarlas.

Con el bote de las lentillas en la mano me iba a poner la del ojo derecho y me tuve que poner las gafas de cerca. Retiradas las gafas me puse la lentilla derecha y, acto seguido, la izquierda. Veía perfectamente, guardé las gafas de cerca y las de lejos en sus respectivas fundas y las dejé, junto a los líquidos y el estuche, en la mesa del despacho.

Sin perder tiempo me puse las gafillas de cerca adaptadas a las lentillas y di un último repaso al resumen que había preparado para la reunión. Al terminar, me quité las gafillas y las puse junto a las otras gafas, mientras terminaba de vestirme. Ya vestido las guardé en el bolsillo de la camisa —no podía olvidarlas—, fui en busca de las gafas de sol, ya que el día era tremendamente luminoso, y las guardé en el bolsillo interior de la chaqueta.

Afortunadamente tenía que llamar por teléfono y, gracias a ello, me di cuenta que en el bolsillo de la camisa había puesto, por error, las gafas de cerca normales en vez de las gafillas de cerca para lentillas, lo que me habría impedido leer con soltura. Corregida la grave equivocación, busqué el teléfono de mi amigo en el listín. Lo llamé pero no contestó, por lo que supuse que habría salido ya.

Terminé de preparar las cosas y me dispuse a hacer un repaso mental de mis gafas, ya que era la primera vez que viajaba desde que me había puesto lentillas. Recapitulé: Tengo los líquidos, el bote y las lágrimas artificiales en la maleta, he guardado en el maletín las gafas normales de lejos y las de cerca, tengo las lentillas puestas, tengo las gafillas de cerca para lentillas en el bolsillo de la camisa y las gafas de sol en la chaqueta. ¡Bien! Estaba todo en orden, salí, cerré la puerta y fui a por el coche.

Ya en el garaje me puse las gafillas de cerca para lentillas, para escoger la música, y salí, tras habérmelas quitado, lo más rápido posible. Al salir noté una bofetada de calor y el sol intenso me dañó los ojos, por lo que, rápidamente, me puse las gafas de sol, pero…¡maldición! Había cogido las gafas de sol graduadas, y con las lentillas puestas no veía nada. Me las quité y el sol me obligó a aparcar de cualquier modo e ir corriendo a casa a coger las gafas de sol no graduadas que me pongo con las lentillas.

Llegué a casa, me puse nuevamente las gafillas de cerca para lentillas y confirmé por última vez la hora de la cita, me las quité, cogí las gafas de sol no graduadas y me las guardé en el bolsillo interior de la chaqueta, sacando previamente las gafas de sol graduadas. Pensé entonces, que podría tener algún percance con las lentillas y que podría necesitar las gafas de sol graduadas, por lo que decidí llevármelas también y las guardé en el bolsillo derecho de la chaqueta para no confundirlas con las gafas de sol no graduadas. Posteriormente las guardaría en la guantera del coche o en el maletín, junto a las gafas normales de lejos y de cerca.

Volví a cerrar la puerta y bajé nuevamente al coche. Me puse las gafas de sol no graduadas para evitar el destello del sol y vi en el coche un papel sujeto por el limpiaparabrisas. Cambié las gafas de sol no graduadas por las gafillas de cerca para lentillas (aún no tenía gafas de sol de cerca para lentillas) y pude comprobar que era una multa de noventa euros por mal aparcamiento. Fastidiado, me quité las gafillas de cerca para lentillas y me puse las gafas de sol no graduadas, di un portazo y arranque el coche para acudir definitivamente a la cita.

Llegué tarde.

viernes, 1 de septiembre de 2017

Septiembre

Mañana de septiembre, de Paul Chabas

Al amanecer, cogí del brazo a Alba y nos fuimos juntos a pasear.
Se acercaba el otoño y a ambos nos preocupaba que nuestros días eran cada vez más cortos. Ella se consolaba con el fruto de la uva y la mirada de los ancianos que escudriñaban su ocaso incierto y yo me reconfortaba rememorando momentos pasados, perdidos o por venir.
Cuando se despidió, el silencio se hizo dueño de las llamas de horizonte y yo guardé un respetuoso silencio.


Los girasoles seguían al sol, el trigo al viento, las cosechas marcaban el ritmo de cada vida y Alba continuó paseando cada día mientras yo la esperaba detrás de las montañas.