Marina

Marina
Marina, de Ezequiel Barranco Moreno

sábado, 24 de octubre de 2020

Hacia un nuevo mundo

Noche de verano, de Piet Mondrian

El calentamiento global, la sequía, los incendios, inundaciones y otras catástrofes naturales, unidas a las sucesivas guerras y a una desconocida y mortífera pandemia, llevaban a la Tierra a su final, y sus habitantes se organizaron para abandonarla.

Los científicos construyeron una nave inmensa, un nuevo Arca de Noé, con forma de cesta de mimbre, cubierta por una escafandra transparente y rodeada de gruesas cadenas.

Una sincrónica y potente pedalada de los más de doscientos millones de hombres y mujeres que iban a iniciar la aventura fue suficiente para que la potente dínamo de la nave pusiera en marcha el motor que la acercaría a su destino. Llegó, tal como estaba previsto, al polo sur del satélite una noche de luna llena. Una vez allí lo rodearon con una gran cincha metálica, con ocho ganchos distribuidos a lo largo de toda la circunferencia, en los que colgaron las cadenas que llevaban en el fondo de la nave; y asegurada la canasta lo trepanaron hasta ahuecarlo, encendieron los quemadores y con un gran fogonazo, comenzaron a desplazarse.

Mientras, los escasos habitantes que no pudieron embarcar, vieron como el inmenso globo aerostático luminiscente se alejaba, y la noche se hacía cada vez más oscura. 

sábado, 17 de octubre de 2020

Leyenda

Cabeza de mujer llorando, de Pablo Picasso
Cuentan que hace años las guerras, asesinatos y violencia eran terribles, y que la hambruna y las revueltas se extendían sin que ni un solo lugar, ni una persona se librara de ellas. Fue entonces cuando las autoridades de la ciudad crearon a La Llorona. Contrataron a una joven muy atractiva y motivada, y la sentaron en un trono dorado en la Plaza Mayor. Allí recibía las penas y el dolor que los ciudadanos le contaban. La Llorona los escuchaba con tanto sentimiento que recogía con sus lágrimas la aflicción del doliente y la hacía suya. Recibió historias de toda clase de desgracias y, con su llanto, liberaba de pesadumbre a la población, cada vez más liberada, gracias a ella del sufrimiento. Así, la antaño triste ciudad pasó a ser feliz, sin conciencia de padecimiento alguno, y La Llorona, a pesar de sus angustias, se sentía satisfecha viendo sonreír a la gente que paseaba reconfortada por la plaza.

            A la vista del éxito, en todas las ciudades, se fueron contratando Lloronas que, con mayor o menor éxito, conseguían un mundo más feliz.

            —Pero seguía habiendo guerras, hambre y enfermedades ¿no, abuelo? —interpeló el pequeño.

            Dicen que, aunque nunca desapareció la desgracia, se saboreaba la felicidad por todas partes. Si aparecía un hombre asesinado, el que lo descubría buscaba la Llorona más cercana y volvía feliz a casa; que si una joven era violada acudía a la Llorona. Así la facilidad del pueblo para olvidar las desgracias podía compararse con el deseo de la Llorona de cumplir su misión.

            —¿Y nunca se cansaba?

            —Sostienen que la Llorona de la Plaza Mayor fue la mejor, y que algunas llegaron a ser incapaces acumular tanta congoja. Entonces buscaban a otra llorona más eficiente para desahogarse —contestó el abuelo con paciencia.

            —¿Ponían entonces a otra llorona en su lugar?

            —Comentan que el mal siguió creciendo amparado en el poco impacto que tenía ya en una sociedad hedonista ajena al dolor, y que las lloronas cada vez tenían más trabajo. Bastaba la muerte del canario del pequeño, para que una la Llorona cargara con el dolor y el niño fuera tranquilamente a comprar otra mascota. Pero las lloronas disponibles eran cada vez más escasas y las más famosas cargaban con las penas de las más débiles, hasta no soportarlo.

            —Pues llegaría el momento en que desaparecieran, ¿no?

            —Refieren que al final solo quedó la de la Plaza Mayor. Había recogido el dolor de todas sus compañeras y, con ello, de toda la humanidad y que nunca dejó de llorar. Pero el mal existía, aunque el pueblo estuviera ajeno.

            —¿Pero nunca se cansaba? —insistió el niño.

            —He oído decir que nunca se agotó, pero tanto acumuló que llegó un día en que reventó de tanto dolor.

            —¿De verdad que una persona puede reventar?

Cuentan que explotó como una bomba. Dicen que en todo el planeta se vio la luz de la explosión. Sostienen que la gente estaba aterrorizada ante tantas desgracias. Comentan que el pueblo no paraba de llorar. Refieren que llegaron guerras, incendios, revueltas, terremotos y sequías interminables. He oído decir que, hace mucho tiempo, hubo un planeta llamado Tierra.

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viernes, 16 de octubre de 2020

Distinto (el inmigrante)

Mundo oculto, de Aurelio Suárez

Sus pupilas amarillo cadmio lo delataban. Paseaba por las calles, entraba en los bares e incluso participaba en los mentideros, pero no nos engañaba, sabíamos que era diferente. Desde que se inició el Programa para la Regeneración, Transmutación e Hibridación de Especies (PRTHE) nos acostumbramos a todo. A nadie le extrañaba ver a un joven con alas de gaviota, un ave con patas de zorro, un mamífero con piel de serpiente, o un reptil con el dulce rostro de una anciana. El programa había sido un éxito, se había salvado el ochenta por ciento de los animales en peligro y se habían creado otras familias nuevas, pero no se podían permitir errores, y era evidente que él lo era. No se había catalogado ninguna especie autóctona con las pupilas amarillas. Había que acabar con él.

viernes, 2 de octubre de 2020

Paseo Marítimo 23 - VI y último. El vecino del sótano

Un par de zapatos, de Vicent van Gogh

Melchor había alquilado un piso de vacaciones en el sótano del bloque de apartamentos, y le gustaba asomarse por el ventanuco que permitía entrar el sol y salir a las cucarachas y hablar con los zapatos de los y viandantes, aunque nunca le contestaran. El aislamiento que le condicionaba el habitáculo que había podido permitirse, no le preocupaba, ya que era un hombre con tendencia a la soledad y, por otra parte, los vecinos siempre parecían tener prisa a pesar de estar de vacaciones, y los que paseaban por el Paseo Marítimo, no se paraban o, si lo hacían, era para hablar con sus amigos. Es cierto que al principio intentó congeniar con alguno, incluso invitarlo a una copa en su casa, pero su aspecto desaliñado y modales poco refinados hacían que lo rechazaran o, al menos, eso pensaba él.

En poco tiempo ya localizaba a sus vecinos: los Martinelli granates de Manuel, limpios pero sin lustre, los refulgentes botines dorados de Mariano, las informales alpargatas negras y rojas ilustradas con frases de amor de Marcelino y María, las sucias botas Merrell de senderismo de Marcelino, las pezuñas impolutas de las jirafas, las chanclas de Marcelino y las deportivas gastadas de Moisés.

Todos, zapatos, botines, chanchas y el resto de las familias, lo miraban con curiosidad y, al verlo tan solitario, intentaban entablar conversación con él; pero como Melchor no entendía su idioma, nunca pudo responder. Un día, sus zapatillas, viejas, desgastadas y con la punta atravesada de tanto acariciarla en dedo del pie, se asomó a la ventana y, desde entonces, cada día se formaba un animado corrillo del que Melchor seguía ajeno, hasta que Manuel se agachó a ver qué pasaba, Mariano se sentó a ver la puesta de sol, Marcelino y María escribieron sus impresiones en las suelas, el faro las leyó y las tradujo a su personal lenguaje binario 1-0-0-1-1-0─, que Moisés trasladó a su amigo del primero. Marcelino lo escuchó atentamente y se volvió a Melchor con el mensaje que acabaría con su soledad: «Hola-0-0-¿Una-cervecita?-0».