Un par de zapatos, de Vicent van Gogh
Melchor había alquilado un piso de vacaciones en el sótano del bloque de apartamentos, y le gustaba asomarse por el ventanuco que permitía entrar el sol y salir a las cucarachas y hablar con los zapatos de los y viandantes, aunque nunca le contestaran. El aislamiento que le condicionaba el habitáculo que había podido permitirse, no le preocupaba, ya que era un hombre con tendencia a la soledad y, por otra parte, los vecinos siempre parecían tener prisa a pesar de estar de vacaciones, y los que paseaban por el Paseo Marítimo, no se paraban o, si lo hacían, era para hablar con sus amigos. Es cierto que al principio intentó congeniar con alguno, incluso invitarlo a una copa en su casa, pero su aspecto desaliñado y modales poco refinados hacían que lo rechazaran o, al menos, eso pensaba él.
En
poco tiempo ya localizaba a sus vecinos: los Martinelli granates de
Manuel, limpios pero sin lustre, los refulgentes botines dorados de Mariano,
las informales alpargatas negras y rojas ilustradas con frases de amor de
Marcelino y María, las sucias botas Merrell de senderismo de Marcelino, las pezuñas impolutas de las jirafas, las chanclas de Marcelino y las
deportivas gastadas de Moisés.
Todos,
zapatos, botines, chanchas y el resto de las familias, lo miraban con curiosidad
y, al verlo tan solitario, intentaban entablar conversación con él; pero como
Melchor no entendía su idioma, nunca pudo responder. Un día, sus zapatillas,
viejas, desgastadas y con la punta atravesada de tanto acariciarla en dedo del
pie, se asomó a la ventana y, desde entonces, cada día se formaba un animado
corrillo del que Melchor seguía ajeno, hasta que Manuel se agachó a ver qué
pasaba, Mariano se sentó a ver la puesta de sol, Marcelino y María escribieron
sus impresiones en las suelas, el faro las leyó y las tradujo a su personal lenguaje
binario ─1-0-0-1-1-0─, que Moisés trasladó a su
amigo del primero. Marcelino lo escuchó atentamente y se volvió a Melchor con
el mensaje que acabaría con su soledad: «Hola-0-0-¿Una-cervecita?-0».
Caramba. Este es triste; una vida sin poder ver la puesta de sol, sin poder ver ni oir la luz del faro, sin poder conversar con las jirafas y, además, viviendo en soledad es una sórdida existencia.
ResponderEliminarMenos mal que encontró un viejo amigo que no supo que lo era hasta que éste se interesó por Melchor e intentó alegrarle.
La cervecita siempre ayuda. Y no poco.
Efectivamente, la soledad es una bendición para quien la busca y un martirio para quien no la quiere pero, en ambos casos, una cervecita ayuda.
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