Marina

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Marina, de Ezequiel Barranco Moreno

sábado, 17 de octubre de 2020

Leyenda

Cabeza de mujer llorando, de Pablo Picasso
Cuentan que hace años las guerras, asesinatos y violencia eran terribles, y que la hambruna y las revueltas se extendían sin que ni un solo lugar, ni una persona se librara de ellas. Fue entonces cuando las autoridades de la ciudad crearon a La Llorona. Contrataron a una joven muy atractiva y motivada, y la sentaron en un trono dorado en la Plaza Mayor. Allí recibía las penas y el dolor que los ciudadanos le contaban. La Llorona los escuchaba con tanto sentimiento que recogía con sus lágrimas la aflicción del doliente y la hacía suya. Recibió historias de toda clase de desgracias y, con su llanto, liberaba de pesadumbre a la población, cada vez más liberada, gracias a ella del sufrimiento. Así, la antaño triste ciudad pasó a ser feliz, sin conciencia de padecimiento alguno, y La Llorona, a pesar de sus angustias, se sentía satisfecha viendo sonreír a la gente que paseaba reconfortada por la plaza.

            A la vista del éxito, en todas las ciudades, se fueron contratando Lloronas que, con mayor o menor éxito, conseguían un mundo más feliz.

            —Pero seguía habiendo guerras, hambre y enfermedades ¿no, abuelo? —interpeló el pequeño.

            Dicen que, aunque nunca desapareció la desgracia, se saboreaba la felicidad por todas partes. Si aparecía un hombre asesinado, el que lo descubría buscaba la Llorona más cercana y volvía feliz a casa; que si una joven era violada acudía a la Llorona. Así la facilidad del pueblo para olvidar las desgracias podía compararse con el deseo de la Llorona de cumplir su misión.

            —¿Y nunca se cansaba?

            —Sostienen que la Llorona de la Plaza Mayor fue la mejor, y que algunas llegaron a ser incapaces acumular tanta congoja. Entonces buscaban a otra llorona más eficiente para desahogarse —contestó el abuelo con paciencia.

            —¿Ponían entonces a otra llorona en su lugar?

            —Comentan que el mal siguió creciendo amparado en el poco impacto que tenía ya en una sociedad hedonista ajena al dolor, y que las lloronas cada vez tenían más trabajo. Bastaba la muerte del canario del pequeño, para que una la Llorona cargara con el dolor y el niño fuera tranquilamente a comprar otra mascota. Pero las lloronas disponibles eran cada vez más escasas y las más famosas cargaban con las penas de las más débiles, hasta no soportarlo.

            —Pues llegaría el momento en que desaparecieran, ¿no?

            —Refieren que al final solo quedó la de la Plaza Mayor. Había recogido el dolor de todas sus compañeras y, con ello, de toda la humanidad y que nunca dejó de llorar. Pero el mal existía, aunque el pueblo estuviera ajeno.

            —¿Pero nunca se cansaba? —insistió el niño.

            —He oído decir que nunca se agotó, pero tanto acumuló que llegó un día en que reventó de tanto dolor.

            —¿De verdad que una persona puede reventar?

Cuentan que explotó como una bomba. Dicen que en todo el planeta se vio la luz de la explosión. Sostienen que la gente estaba aterrorizada ante tantas desgracias. Comentan que el pueblo no paraba de llorar. Refieren que llegaron guerras, incendios, revueltas, terremotos y sequías interminables. He oído decir que, hace mucho tiempo, hubo un planeta llamado Tierra.

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2 comentarios:

  1. Algo así debe de ser la otra de Dios cuando se haya cansado de nosotros.

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    1. Supongo que te refieres a la "obra de Dios", lo que es válido para el inicio del relato, o a la "ira de Dios", válido para el desarrollo posterior.

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