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Plata de Villerville, de Carlos de Haes |
En la playa está prohibido bañarse, ya que nadar en arena líquida es un
riesgo inexplorado y el mar, dadas las características de su superficie,
resbala los días de calma y se transforma en una peligrosa sucesión de afiladas
aristas cuando el viento hace crecer las olas.
El problema es que nadie lee los avisos de peligro y cada año son muchos
los que se ahogan en la orilla, especialmente ancianos con poca resistencia
física y niños que no saben nadar y, aunque para ellos, en su cómoda novena
planta, esto fuera un motivo de entretenimiento en las largas tardes estivales,
le propusieron al alcalde que pusiera puentes en la arena y alfombras en el
agua. Contestó el edil que estaban locos, que la ciudad perdería parte del
turismo que atraía esta anomalía de la naturaleza, lo que sería un desastre
para las arcas municipales.
Cada tarde se sentaban en la terraza para ver el espectáculo, solo estropeado
por los ocupantes de las pateras que llegaban por la mañana después de
atravesar el estrecho eran arrastrados por las procelosas
arenas de la orilla hasta el paseo marítimo y allí silueteaban en negro el
horizonte.
El inefable placer de disfrutar con el sufrimiento ajeno es inherente a la condición humana.
ResponderEliminarSi, además produce beneficios, es de un disfrute inenarrable.
Por mucho que cambie la superficie, el fondo sigue igual. El sufrimiento está ahí, pero transformado en una triste rutina.
EliminarnO me gusta esa playa, no hay tranquilidad nunca... bueno como en casi ninguna, jajaja
ResponderEliminarLa playa, como la montaña o la ciudad, es solo la superficie en que se mueven nuestra riqueza y nuestras miserias.
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