Pinturas
de la Cueva de la Valltorta
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La
propaganda se refería a aquellas cuevas rupestres como el mayor hallazgo
arqueológico de todos los tiempos, y yo era el guía turístico que cada día las
enseñaba. Antes de iniciar la visita, me presentaba: —Mi nombre es Ramiro y voy
a ser su guía en la visita a estas cuevas", hacía una pequeña reseña
histórica: "Estamos ante la Cueva de Castañura, popularmente conocida como
la Cueva de la Bicicleta o de los Soplaos—, iniciábamos el camino y en pocos
minutos ya estábamos frente a la pequeña oquedad en la montaña, que era la
entrada a la cueva. Cada día la misma rutina, bajaba despacio iluminando el
trayecto con la linterna de mi casco, seguido por un grupo, que pertrechado de
algunos faroles, seguía atentamente mis indicaciones, y nos parábamos en un
recodo que me permitía reunirlos en círculo para darles unas normas básicas de
seguridad . Tras pasar por algunas salas y pasadizos en fila india,
alcanzábamos la Gran Galería, junto al lago subterráneo, que era el destino
final de la visita, al estar el techo y las paredes llenas de pinturas
rupestres en las que podíamos identificar caballos, bisontes, cazadores y, lo
más sorprendente, un dibujo que claramente representa a un niño en una
bicicleta, algo de difícil comprensión. Allí, los visitantes señalaban en
silencio cada uno de los dibujos, especialmente el de la bicicleta y después se
acercaban al lago, en el que, por efecto de las corrientes de aire, se podían
oír unos sonidos -soplaos, los
llamaban- que a veces parecían quejidos, otras susurros y, en ocasiones, cantos
lejanos que a más de uno le ponían los cabellos de punta.
Esa
mañana transcurría como cualquier otra, y nada más salir de la cueva llamé al
siguiente grupo que tenía programada la visita, como parte de un tour por la
montaña. Una vez reunidos, entramos todos, salvo uno que se quedó fuera
aduciendo que tenía claustrofobia. Me quedé con su nombre, Sergio, y teléfono y
le dije que le avisaría para una vista tranquila y personalizada. Y así lo
hice, aceptó y me contó el motivo real
por el que no había querido entrar: "Años
atrás —dijo— entré con mi hijo en una
cueva dejando las bicicletas en una pequeña sala que existía al inicio de la
visita, hasta que escuchamos unos extraños sonidos, como un canto ancestral, y
salimos corriendo. Más tarde mi hijo
entró a recogerlas y, aunque yo lo seguía a corta distancia, desapareció. Al
ver la entrada a la cueva, a la que nunca volví y, no sé si voluntaria o
involuntariamente, había borrado de mi memoria, la he reconocido. Ahora parece
como si reviviera todo el dolor de aquel día y lo que me has contado de la
pintura de la bicicleta, como entenderás, me ha impresionado, tanto si es
verdad como si es un engaño o un truco para atraer turistas". Tras
referirme su historia me agradeció mi interés y ratificó su negativa a entrar,
dejando la puerta abierta a la posibilidad de hacerlo en otra ocasión y
quedándose con mi teléfono.
Mi
trabajo de guía siguió mientras continuaba el buen tiempo, ya que la cueva era
de difícil acceso y en invierno se suspendían las visitas, pues que eran
habituales las nevadas y las tormentas, que hacían el camino de acceso
peligroso. Eran meses de aburrimiento en los que trabajaba en la oficina de la
agencia de turismo del pueblo y organizaba rutas por el río o a caballo por la
ladera del monte.
Unos
meses más tarde me volví a encontrar con él. Me dijo que desde que enviudó y
perdió a su hijo vivía solo, que le gustaba la tranquilidad del pueblo en
invierno, lejos del ir y venir de tanto turista, y que pensaba pasar aquí una
temporada. Hicimos cierta amistad y, aunque respetando su dolor nunca quise
sacarle el tema de su hijo, él solía preguntarme con curiosidad sobre mi
trabajo, las características de la cueva y aspectos básicos de espeleología.
El
café de sobremesa, antes de entrar en la agencia, se convirtió en rutinario,
hasta que un día faltó a la cita. Al principio no de di importancia, podía
haber ocurrido cualquier incidencia o simplemente que no le apeteciera, pero un
día vino el dueño de la pensión en que se alojaba a preguntarme por él, ya que
no le veía desde hacía tiempo y le debía tres semanas de alquiler. Pregunté por
el pueblo y nadie me supo dar razón, ni los vecinos ni sus escasos amigos, con
los que pude establecer contacto gracias a la agenda que había dejado
abandonada en la pensión.
Pasó
el tiempo y no habíamos vuelto a saber nada de él, por lo que pensamos que,
cansado de la monotonía de la vida en el pueblo y siendo un hombre parco en
palabras, habría decidido seguir su camino sin despedirse. No obstante, la
forma de irse, dejando deudas en el bar, en la pensión y en la tienda, no era
propia de él y no dejaba de causarme extrañeza. El último que lo vio fue el
dueño de una tienda anexa a la agencia, que le había vendido una cuerda, un
casco y un farol.
Con
la llegada de la primavera, el pueblo volvió a revivir, gracias espacialmente a
las actividades turísticas en la naturaleza y, entre ellas las visitas a la
cueva, que ya era muy conocida, gracias a las redes sociales que la describían
con todo lujo de detalles, haciendo hincapié en lo espectacular de las
galerías, en sus pinturas rupestres, en la bicicleta y en los
"soplaos" que subían desde la profundidad del lago.
Era
la inauguración de la temporada y las reservas estaban agotadas desde hace
varias semanas. Me presenté al primer grupo, que me esperaba en la puerta del
recién inaugurado Centro de Interpretación de la Cueva de Castañuro: —Mi nombre
es Ramiro y voy a ser su guía en la visita a estas cuevas—, donde les di las
explicaciones e información necesaria, repartí los faroles y los cascos y les
indiqué que me siguieran. Nada más entrar cruzamos la sala y el paso angosto
que me hicieron recordar la historia de Sergio y empezamos a oír esos extraños
sonidos, que llegaban a estremecer a los visitantes. Así llegamos a la Gran
Galería y el silencio de los excursionistas se convirtió en una algarabía
buscando los animales, cazadores y la bicicleta que los folletos prometían. Por
detrás de las voces de los turistas —mira un bisonte, ahí están los cazadores
¡he encontrado la bicicleta!— se seguía oyendo el rumor de los soplaos y les
dejé un tiempo para que los escucharan mientras comentaban —parecen cantos, a
mi me parecen quejidos u oraciones—. Me entretuve mirando las pinturas de animales
y cazadores y escuchando el murmullo de los visitantes, cada vez más lejano, y
el canto de los soplaos, por momentos más presente y profundo que me hizo
recordar la descripción de Sergio —como un canto ancestral—. Ensimismado en mis
pensamientos, observé algo que en un principio llegué a pensar que era fruto de
mi fantasía, pero que resultó ser tan real como el lago, las pinturas o la
propia cueva, junto a la enigmática pintura de
la bicicleta, pude ver unas pinturas que representaban a un hombre con una
cuerda, un casco y un farol.
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