Marina

Marina
Marina, de Ezequiel Barranco Moreno

viernes, 22 de junio de 2018

Despedida

Despedida, de Oswaldo Guayasamín

Fue una mañana fría, con una neblina que no permitía ver nada más allá de medio metro de distancia. Ernesto había recibido la llamada de su familia, que le pedía que volviera con ellos. No pudo o no quiso negarse, y ya tenía organizado el viaje, cuando decidió regresar a la que había sido su casa durante tantos años. Yo estaba allí y lo vi entrar.
Ernesto Toledo se había aclimatado a la forma de vida de los habitantes de su entorno, y había llegado a ser considerado uno de ellos. Su aspecto era peculiar, hasta el punto de producir cierto rechazo en la comunidad de su barrio; a excepción de los más pequeños, que lo consideraban el líder de la pandilla. No medía más de un metro cuarenta centímetros, sus miembros eran largos en comparación con su cuerpo, corto y encorvado y sus dedos parecían palillos de tambor. Los ojos grandes, la boca picuda y una nariz casi inexistente, le daban un aspecto cómico que atraía a los niños. Por todo ello y el color cetrino, que se traslucía a través de su piel casi transparente, lo llamaban el Sapo Verde. Quizás para disimular su aspecto, iba siempre muy cubierto, salvo las manos —no había guantes de su talla—, y los ojos, nadie había visto el resto de su cuerpo, que incluso cubría con una sábana cuando salía a pasear o a montar en bicicleta, su actividad favorita.
Con el tiempo lo fueron conociendo en el barrio, y llegó a ser muy considerado por su bondad, buena disposición para ayudar, y por los consejos que daba a los niños, con los que compartía juegos.
Yo crecí con él y puedo asegurar que no podré olvidar la viva imagen de la ternura, ni la bondad de sus ojos al despedirse.
Al verme se le saltaron las lágrimas y me dijo que no podía irse sin repasar cada rincón de la casa y, con ello, cada minuto de su vida. Estuvo al menos una hora paseando por las habitaciones, por la cocina y el jardín. En silencio tocó con su largo dedo índice cada objeto, parecía como si con ello los retuviera. No sé muy bien porqué, se detuvo frente a la mesita de la esquina del salón. La miró fijamente y pronunció, casi deletreándola,  la única palabra que dijo en todo su recorrido —«teléfono»—,  y la repitió cada vez con menos volumen hasta que abandonó la casa, no sin antes darme un abrazo.
Al salir, la niebla se había ido y frente a mí, a unos tres metros de altura, flotaba una inmensa nave, con la puerta abierta y una escalera que llegaba hasta la entrada del jardín. Ernesto se dio la vuelta, me miró fijamente, se deshizo de la sábana que lo cubría, dejando ver su torso deforme y verde, y subió por la escalera hasta la nave. Se volvió y con su dedo índice, deforme y extrañamente iluminado, señaló al jardín, la puerta y las viviendas de alrededor, y gritó «Mi casa». Se cerró la escotilla y la nave se elevó a toda velocidad.

3 comentarios:

  1. Fue una historia de mi juventud, pero también de la niñez de mis hijas a la que se la puse en VHS,en CD y con un PENDRIVE. No perdio un ápice de ternura con el paso de los años ni del formato.
    Aún hoy se escapan algunas lágrimas furtivas de los ojos del padre, hoy abuelo, con la despedida.

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  2. Al comenzar a leer pensé que Alberto Toledo volvía a Macondo. Luego comprendí las iniciales.

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  3. Supongo que la despedida de Alberto Toledo fue dura,que se llevó muchos recuerdos,muchas imágenes. La vida es una sucesión de hechos,de circunstancias que,determinantes o no,nos marcan y nos hacen ser como somos.
    Ernesto Toledo se encontró con sus amigos,con su nueva familia, con su pandilla,y nosotros,nuestros amigos,nuestras familias,nuestra pandilla,nos encontramos con él.

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