Despedida, de Oswaldo Guayasamín |
Fue
una mañana fría, con una neblina que no permitía ver nada más allá de medio
metro de distancia. Ernesto había recibido la llamada de su familia, que le
pedía que volviera con ellos. No pudo o no quiso negarse, y ya tenía organizado
el viaje, cuando decidió regresar a la que había sido su casa durante tantos
años. Yo estaba allí y lo vi entrar.
Ernesto
Toledo se había aclimatado a la forma de vida de los habitantes de su entorno,
y había llegado a ser considerado uno de ellos. Su aspecto era peculiar, hasta
el punto de producir cierto rechazo en la comunidad de su barrio; a excepción
de los más pequeños, que lo consideraban el líder de la pandilla. No medía más
de un metro cuarenta centímetros, sus miembros eran largos en comparación con
su cuerpo, corto y encorvado y sus dedos parecían palillos de tambor. Los ojos
grandes, la boca picuda y una nariz casi inexistente, le daban un aspecto
cómico que atraía a los niños. Por todo ello y el color cetrino, que se
traslucía a través de su piel casi transparente, lo llamaban el Sapo Verde. Quizás
para disimular su aspecto, iba siempre muy cubierto, salvo las manos —no había
guantes de su talla—, y los ojos, nadie había visto el resto de su cuerpo, que
incluso cubría con una sábana cuando salía a pasear o a montar en bicicleta, su
actividad favorita.
Con
el tiempo lo fueron conociendo en el barrio, y llegó a ser muy considerado por
su bondad, buena disposición para ayudar, y por los consejos que daba a los
niños, con los que compartía juegos.
Yo
crecí con él y puedo asegurar que no podré olvidar la viva imagen de la
ternura, ni la bondad de sus ojos al despedirse.
Al
verme se le saltaron las lágrimas y me dijo que no podía irse sin repasar cada
rincón de la casa y, con ello, cada minuto de su vida. Estuvo al menos una hora
paseando por las habitaciones, por la cocina y el jardín. En silencio tocó con
su largo dedo índice cada objeto, parecía como si con ello los retuviera. No sé
muy bien porqué, se detuvo frente a la mesita de la esquina del salón. La miró
fijamente y pronunció, casi deletreándola,
la única palabra que dijo en todo su recorrido —«teléfono»—, y la repitió cada vez con menos volumen hasta
que abandonó la casa, no sin antes darme un abrazo.
Al
salir, la niebla se había ido y frente a mí, a unos tres metros de altura,
flotaba una inmensa nave, con la puerta abierta y una escalera que llegaba
hasta la entrada del jardín. Ernesto se dio la vuelta, me miró fijamente, se
deshizo de la sábana que lo cubría, dejando ver su torso deforme y verde, y
subió por la escalera hasta la nave. Se volvió y con su dedo índice, deforme y
extrañamente iluminado, señaló al jardín, la puerta y las viviendas de
alrededor, y gritó «Mi casa». Se cerró la escotilla y la nave se elevó a toda
velocidad.
Fue una historia de mi juventud, pero también de la niñez de mis hijas a la que se la puse en VHS,en CD y con un PENDRIVE. No perdio un ápice de ternura con el paso de los años ni del formato.
ResponderEliminarAún hoy se escapan algunas lágrimas furtivas de los ojos del padre, hoy abuelo, con la despedida.
Al comenzar a leer pensé que Alberto Toledo volvía a Macondo. Luego comprendí las iniciales.
ResponderEliminarSupongo que la despedida de Alberto Toledo fue dura,que se llevó muchos recuerdos,muchas imágenes. La vida es una sucesión de hechos,de circunstancias que,determinantes o no,nos marcan y nos hacen ser como somos.
ResponderEliminarErnesto Toledo se encontró con sus amigos,con su nueva familia, con su pandilla,y nosotros,nuestros amigos,nuestras familias,nuestra pandilla,nos encontramos con él.