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Cocina, de Alejandro de Loarte |
Gregorio
no paraba de engordar y, al llegar a los doscientos kilogramos, el psicólogo le
impuso un plan muy estricto a base de agua y verduras, que nunca llegó a
cumplir. Había descubierto que aplastando pasteles los transformaba en finas
hojas de papel, las hamburguesas machacadas parecían ceniceros, la masa de las
pizzas enrollada imitaba a un cirio y unas gotas del tintero rojo sobre su
aguardiente preferido le daban un aspecto semejante a un jarabe para la tos.
Así consiguió tener siempre comida, acabar con un digestivo y satisfacer su
irreprimible gula.
Un
día su madre lo descubrió y le puso una cuidadora para que lo vigilara las
veinticuatro horas del día. María, que así se llamaba, aunque era muy austera e
inflexible, se mostraba cariñosa, y conforme se fue ganando su confianza, Gregorio
le devolvía las atenciones y el afecto; y se lo agradecía con caricias, abrazos
y apretones, aunque ella mantenía una prudente distancia. Tanta fue la
atracción que un día la besó, lamió, chupó, mordió, masticó y saboreó, hasta
que solo quedaron los huesos de su jugosa ternerita.
No es fácil controlar el hambre, la sed... La gula.
ResponderEliminarNo es fácil controlar los deseos.
No es fácil controlar la aficiones.
No es fácil controlar las adicciones.
La carne es débil...
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