Le Buveur, de Henri de Toulouse-Lautrec
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Quisiera que tuvieran en cuenta los factores que han
concurrido en la vida de este niño —continuó explicando el juez a los
asistentes—. A la edad de quince años, ya había vivido con cuatro familias y había
estado tres veces bajo la tutela de los servicios sociales. A su madre
biológica —no se le conocía padre— le quitaron la custodia al año y medio, al
encontrarlo en situación de abandono y lleno de cardenales y quemaduras de
cigarrillo. Tras un periodo en un orfanato lo adoptó una pareja, pero con la
mala suerte que murió la madre, y el padre, que no podía hacerse cargo de él,
se lo entregó para que lo cuidara a su hermana, que era toxicómana. Estuvo con
ella unos diez años hasta que, perseguida por la justicia por un robo,
desapareció y lo abandonó. Cuando lo recogieron de nuevo los servicios
sociales, ya consumía cannabis, hacía pinitos con pequeños hurtos y lo habían
echado de dos colegios. En el orfanato aumentaron los problemas, conforme
crecía aprendió —y enseñó— todo aquello que más daño podía hacer, se hizo el
líder de una pandilla de pequeños delincuentes que robaban usando incluso la
violencia, comenzó a consumir alcohol y drogas de diseño y a coquetear con la
heroína y su comportamiento se hizo cada vez más anárquico y violento.
No quiero que piensen que estoy justificando la violencia ni
que quiero amparar a un delincuente, solo quiero que entiendan su actitud y,
quizás, la mía.
Volvió a salir, esta vez dentro de un programa de
reinserción, gracias a un matrimonio sin manchas —juez él y enfermera ella— sin
hijos. Aunque ella no tenía tan clara la adopción, el juez —ese juez engreído y
seguro de si mismo—, insistió y la convenció, creyendo que podría con todo. El
niño, ya con dieciséis años fue de mal en peor, la convivencia en casa fue
espantosa hasta el punto de que la mujer —mi mujer— me abandonó, aunque yo
seguía convencido que podría sacarlo adelante. Estaba ciego y no veía que, a
pesar de mi experiencia en el juzgado de menores, no era capaz ni siquiera de
acercarme a él, de tener la mínima idea de lo que sentía, de lo que necesitaba,
hasta el punto que el día que lo encontraron muerto —por una sobredosis, dijeron—
me cogió por sorpresa. Ahora pienso que se suicidó y que si yo hubiera estado
más atento, más cercano y receptivo, podría haberlo evitado. Fui incapaz de
superarlo y fue entonces cuando empecé a beber.
Mi nombre es Mario, tengo 53 años, soy juez y soy
alcohólico.
Desgraciado desde su cuna, hizo desgraciados a todos los que tocaba y contaminaba. Hay finales que son una liberación.
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