Bajó la persiana y dejó el salón a media luz, puso la radio,
que en ese momento emitía los nocturnos de Chopin, se quitó los zapatos, dejó
sobre la mesa el cenicero, la cajetilla de tabaco y un posavasos, cogió de la
vitrina una copa, preparó en la cocina la bandeja, con una botella de ginebra y
otra de tónica y unos cacahuetes y puso algo de hielo en la copa.
Ignoró la algarabía de niños que jugaban en la plaza, las
bocinas de los coche, las conversaciones en la terraza del bar de debajo de su
casa, al ladrido del perro del vecino y las risas de los jóvenes que salían del
colegio.
Se sentó en el sofá, encendió un cigarrillo, se sirvió la
copa, descansó los pies sobre la mesa y, ya atardeciendo, se dispuso a beberse lentamente,
sorbo a sorbo, su soledad.
Habitación en Brooklyn, de Edward Hopper
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La soledad, con uno mismo, no es tan mala compañía
ResponderEliminarLa soledad buscada, deseada y transitoria no es mala. Esa soledad no es mala.
EliminarLa soledad es siempre traicionera, te atrae y es dura, muy dura
ResponderEliminarSí, antes o después se convierte en enemiga.
Eliminarojo con ella
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