Marina

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Marina, de Ezequiel Barranco Moreno

viernes, 18 de marzo de 2016

Crónicas de Pasión I - La niña de raso

            Nació un Miércoles de Ceniza en la clínica que era conocida como la Cruz Roja de Triana. En la cercana Iglesia de San Jacinto, un sacerdote, como manda la tradición, anunciaba muerte, “polvo eres”, y en la clínica un ginecólogo, quizás uno con rasgos cansados y espíritu abierto, traía vida, “es una niña”. Poco tiempo después, la niña fue presentada a la Estrella vestidita pulcramente con un primoroso traje blanco.

Volaba la niña blanca de batista.
Saltaba su sonrisa nueva en fieros acantilados,
en sabias rocas caducas
que duras como el sueño azul sabían a agua eterna.

La niña era dulce como el angelito que sale en el misterio de San Gonzalo, con su chupetito dorado y un mes más tarde fue bautizada en la Iglesia de Santa Ana con el nombre de Estrella y la llevaron a celebrarlo a la añorada Confitería Loli, en la calle Pureza, chocolate, barquillos y pasteles. Ella, “recién cristianá” iba de brazo en brazo, sonriendo y descubriendo el mundo. Terminado el rito y la celebración, la hicieron hermana de la Estrella siguiendo la tradición familiar.

Había nacido en la Sevilla eterna.

Jugaba envuelta en suave villela.
Cantaba descarada e incansable con decidida voz de mando.
Jugaba su voz colibrí a juegos de corros, de risas, de canciones,
al azar ingenuo,
a la adivinanza confiada que crece entre cansados números ciegos.

Cantaba en su mundo ajeno,
en su risa abierta de alma nueva...
en su franqueza.

Sus padres, como tantos, fueron con la pequeña los años siguientes a ese reguero de niños y carritos que es la calle Palos de la Frontera el Domingo de Ramos, para ver la blanca comitiva de la Paz, sin bullas, pidiendo cera, cogiendo caramelos y dando sonrisas. La pequeña, junto a nuevos amiguitos, se asombraba ante el paso de palio a requerimiento de su padre, que la cogía a cabrito “Mira la Virgen, hija” y entusiasmada, tocaba las palmas al ritmo de los tambores y cornetas, mientras su madre le sujetaba un globo y le ofrecía insistente un batido.

Estaba aprendiendo la tradición e historia de esta Sevilla eterna.

Crecía despreocupada con su traje de licra.
Bailaba su cuerpo inquieto como trompo de golpe desatado,
con ira perfumada por el fuego exultante,
impaciente y anhelante bajo la esperanza incierta de la mirada y del beso.

Años más tarde ya coleccionaba habilidades y competía en conocimientos con sus amigos: Ella, cuando empezaba una marcha, al primer toque de corneta preguntaba a su amigo ¿qué marcha es ésta? y por ese toque y dos golpes de tambor él contestaba con el nombre de la marcha, el Cristo al que estaba dedicada, la banda que la tocaba y el autor… y ella se lo creía. Él replicaba enseñando una de las estampas que había ido recogiendo en las visitas a los templos y le enseñaba los ojos ¿Qué Virgen es ésta?, ella no dudada: “La Esperanza de Triana”, él guardaba la estampa perdida la batalla pero presentaba otro reto ¿...Y cuál es el nombre completo de la hermandad?, y viéndola dudar recitaba orgulloso  “Pontificia, Real e Ilustre Hermandad y Archicofradía de Nazarenos del...”, etcétera, etcétera; terminaba triunfante.

Estaba aprendiendo a vivir y congeniar en la Sevilla eterna.

Se miraba orgullosa con su chaqueta de cuero.
El mundo se abría ante ella,                                                                        
lleno de sorpresas, lleno de ilusiones y, quizá, desengaños.
El mundo era ella.

Tenía ya dieciocho años y era una hermosa sevillana, con su primer novio recién estrenado. Ella se sentía feliz y protegida y él disfrutaba protegiéndola. Si encontraban una bulla en el Altozano, él la dirigía cogiéndola cuidadosamente por la cintura. Si no podían pasar por la Magdalena, él sujetándola decidido por el hombro, le abría paso. Cuando terminaba la imposible salida de Carretería, él la protegía de los empujones abrazándola tiernamente. Si le intimidaba la solemnidad de los ciriales de la Mortaja, él la abrazaba por detrás cruzando los brazos sobre sus hombros. Cuando se emocionaba ante una sentida saeta en Castilla, él la besaba y, cuando hacía frío, le echaba por encima su chaleco y le prometía el manto granate de la Señorita del Patrocinio. Las treinta manos de él siempre estaban dispuestas a la ayuda desinteresada, que así es el amor.

Estaba aprendiendo a amar en la Sevilla eterna.

Pasó el tiempo, se casaron ante Santa Ana y se quedaron a vivir en Triana. Poco después tuvieron una pequeña, a la que también llamaron Estrella, la bautizaron con el batoncito de cristianar de la madre y la presentaron ante su Virgen, envuelta en su trajecito de batista.

Estaba aprendiendo a dar vida y abrir nuevos ciclos en la Sevilla eterna.

Se miraba en el espejo con su bata de raso,
recordaba el pasado, veía el presente y pensaba en el futuro.
Un sendero se abría íntimo hacia el hielo,
la arena marcaba el empeño,
los abetos, el olvido y el horizonte lejano, el recuerdo.
Un día pintaba horizontes, otro borraba abetos
y en el paseo, respiraba el silencio de cuando la angustia revienta.
Apagaba con la palabra el sueño y con el sueño el fuego.

Pasaron los años y ella empezó a sentirse enferma y a notar cómo los días venideros eran cada vez más cortos y los pasados, más lejanos. No tenía fuerzas e intuyendo su futuro se abrazó a la esperanza que en Sevilla acoge a los que sufren. Cada viernes rezaba ante el Gran Poder en su basílica y por las noches, al acostarse miraba, y notaba que le miraban, los ojos grandes y compasivos del cuadro de la Estrella que protegía el cabecero de su cama.

Estaba aprendiendo a despedirse de la Sevilla eterna.

Una bata de seda cubría su cuerpo derrotado.
y observándola lloraba conmovido el ocaso.
Sus recuerdos eran gritos que anclados en el vacío se rompían en la nada.

Pero no rezaba por ella, ella sabía que su ciclo acababa y que había dejado vida para continuarlo, y era esa vida la que encomendaba a su Cristo del Gran Poder mientras pedía a la Virgen de la Estrella que la protegiera.

Había alcanzado la plenitud en la Sevilla eterna.

Quiso descansar cuando notó que la Estrella la miraba con cariño y ella miró entonces a su hija: Serás una de tantas, le dijo, has ido en tu cochecito a los barrios o a las plazas, has llorado ante los nazarenos negros y tocado las palmas y reído al ritmo de los tambores. Te dejarás proteger por un gallito impetuoso y perfilarás una vida futura para continuar la historia, la historia interminable que llevamos siglos viviendo. Si Dios quiere y María Santísima de la Estrella lo permite, serás una de tantas y eso hija, en Sevilla, es mucho y muy hermoso.

Estaba enseñando a vivir la Sevilla eterna.

Hacía frío y pudo sentir el consuelo de su toquilla de lana.
Y con el frío llegó el silencio...
Llegó el olvido vestido de raso, negro y ajeno.

Dijo Sevilla a Triana:
“Qué la Virgen de la Estrella cubra a esa triste madre con su sudario de plata”.
Dijo Triana a Sevilla:
“Qué la Virgen de la Aurora, extienda para la niña un manto de esperanza”.
La Giralda vigiló desde su atalaya y Sevilla lo cumplió a rajatabla.


Fragmento de mi Pregón de Semana Santa para la Asociación Abu al-Qasim de 2013

Semana Santa en Sevilla, de Guillermo Muñoz Vera

4 comentarios:

  1. Llegan los tiempos del gozo. Aunque algunos lo vivan todo el año y toda la vida. Es fácil vivir y morir en la Sevilla eterna

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  2. Me gustó entonces y me gusta ahora

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