Marina

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Marina, de Ezequiel Barranco Moreno

jueves, 10 de marzo de 2016

El regreso

Al bueno de don Fernando, con la edad, le había dado por rememorar su pasado y  recopilar todo aquello que le trajera recuerdos buenos o malos de sus años de lozanía. Ya hacía tiempo que había visto los setenta años y sus bronquios quejumbrosos dejaban pasar el aire con la dificultad propia de un buen fumador de Celtas y Goyas. Tanto los años como los bronquios le hacían que quisiera aferrarse a sus mejores días y no ser recordado como un anciano achacoso, sino como el empresario que había levantado el bar en el que ahora echaba sus profundas bocanadas de humo, entre sorbos de vino, toses de buen fumador y sueños de buen hombre.
Por su carácter hosco e introvertido, se había ido quedando cada vez más aislado en ese pequeño pueblo castellano en el que las casas, la iglesia, los campos y la gente eran un todo ocre y duro. Añoraba sus correrías infantiles, las persecuciones a las jovencitas que iban despertando sus instintos entre faldones, velos y camisolas y las borracheras con los amigos, pero a don Fernando le gustaba, sobre todo, recrearse en el tierno recuerdo de Marcial, su confidente, su apoyo, su amigo del alma.
Marcial nunca había despuntado en nada, no era atractivo ni culto, no era rico, no era querido por su padre ni disfrutaba del cariño de una madre, ya que ésta murió en el parto del que sería su único descendiente. Su padre nunca llegó a perdonarle esa muerte y se la recordaba constantemente, como si hubiera sido él el culpable. Conforme fue creciendo, Marcial fue desarrollando un carácter sensible y tierno, aunque también muy introvertido y, por los motivos que fueran, se unió como una piña a su amigo Fernando. Solo al llegar la adolescencia Marcial fue capaz de despuntar en algo: su espíritu libre e independiente y su carácter desprendido y solidario, además del poco apego a lo material (de lo que, por otra parte, carecía), lo convirtieron en un abanderado del incipiente y activo movimiento revolucionario de la república. Se entregó en cuerpo y alma a la lucha y dedicó todos sus esfuerzos a unir al pueblo contra los abusos de los terratenientes, lo que le facilitó un gran prestigio en distintas capas sociales y en varias localidades de la región. Al estallar la guerra, Marcial luchó denodadamente por sus creencias y sus intereses y decidió tomar el bar de Fernando como base de sus acciones, con la seguridad de que su buen amigo lo protegería si llegaban momento difíciles en la lucha.

Tras quince días de odios desmedidos y dolorosos entre los que ahora eran dos bandos irreconciliables, Fernando le pidió, en medio de su habitual partida de dominó, que le hiciera el favor de abandonar el bar, ya que no comulgaba con sus ideas y además, estaba perdiendo su clientela más fiel. Ambos se enfrascaron en una agria discusión en la que se habló de sus ideales, del futuro y del pueblo, pero en la que también salieron a relucir su pasado común, sus padres, sus riquezas, sus miserias y todo lo que un día les unió y ahora parecía que era otro motivo de disputa. Al final Marcial, en uno de los gestos de ira habituales en él, derribó la mesa en la que habían jugado, hablado y discutido y se fue con sus compañeros entre gritos revolucionarios, apagados por el estruendo de los vasos y las fichas de dominó que caían al suelo como final de una partida que quedó pendiente para siempre. Hecho el silencio, Fernando abrió nuevamente el bar, no sin antes limpiarlo, recoger los vasos y guardar las fichas de envejecido marfil. Una época había muerto y todos lo sabían en el pueblo.

Pasados los años, recordaba don Fernando estos acontecimientos un lluvioso día de otoño, aprovechando que el bar estaba vacío y tenía tiempo para rebuscar entre las cajas y los arcones que el tiempo había ido amontonando. Se entretuvo repasando revistas viejas, el uniforme con el que luchó en el lado nacional, un reloj parado con la foto de su madre en el reverso de la tapa, una cajita llena de medallas y escapularios, una caja de madera enmohecida, con un juego de dominó de pesadas fichas de marfil y otras múltiples baratijas. Todos y cada uno de los objetos encontrados le traían recuerdos que revivía con verdadera pasión. Encendió un Ducados preguntándose qué habría sido del bueno de Marcial, del que hacía más de cuarenta años que no sabía nada, y se entretuvo guardando maquinalmente las fichas de dominó en su caja: “blanca doble, blanca pito, blanca dos...” y cada golpe del marfil en la madera era un golpe del tiempo en su alma: “mi padre, mis amigos, mi pueblo...”. Cuando iba a llegar al seis doble, se recreó con añoranza en el recuerdo de aquel Marcial indómito que, en un momento de ira, cuando iba a comenzar la partida con ese seis doble que ya nunca pudo encontrar, tiró la mesa y la amistad de tantos años, en una discusión de la que él jamás llegó a arrepentirse.

En esto estaba cuando entró un rayo de luz que le hizo levantar la vista, y pudo ver como se movían las tiras de colores que, a modo de cortina, cerraban el bar al calor sofocante del atardecer castellano. Una mano anciana y firme entró en la penumbra del local y tras ella el rostro bonachón de un pasado que volvía a reencontrarse con sus raíces. Marcial entró despacio y bondadoso y se acercó a la mesa en que la que don Fernando no terminaba de saber si estaba despierto o si era un sueño que se había apoderado de la realidad, en esa sobremesa en la que el pasado se había hecho presente junto a los recuerdos de la bodega.

Sin decir una palabra, se miraron y abrazaron, Marcial se sentó en su silla de siempre y miró fijamente a los ojos de don Fernando. No hubo preguntas ni reproches, no hablaron del pueblo, ni de los parientes que quedaban o se habían ido, no indagaron nada uno del otro, sólo se miraron durante una eternidad condensada en escasos segundos.


Marcial se metió la mano en el bolsillo interior de la chaqueta buscando algo y dijo: "Sale el seis doble". Tras un golpe seco en la mesa, don Fernando puso el seis cuatro y la partida siguió. Alrededor, un silencio de siglos, más sincero, intenso y gratificante que nunca. 

Dominó, de Francisco Lorente

9 comentarios:

  1. Este microrrelato mebpuede sonar? Así son los verdaderos amigos, no hacen preguntas y si.plemenye siguen con la conversación... Como decíamos ayer. Me gusta mucho el relato y la buena amistad. Por fin un micro relato alegre y largo. Jijiji

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  2. Hay muchos más "como decíamos ayer" de lo que pensamos.
    Gracias por tu comentario.

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  3. No existe el tiempo, existen personas, lugares y afectos (afectos, cariños, amistades, deseos... amores) que no cambian

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    Respuestas
    1. El tiempo es el gran moldeador de los recuerdos, los selecciona, los limpia y los hermosea. Si no merecen la pena, los olvida y, si son negativos, los pule con un manto de justificación.

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    2. El problema es cuando no se pueden pulir con justificaciones y siguen apareciendo y atormentando, apareciendo la ansiedad, la angustia y la depresión. Uff

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    3. Se pulen, con tiempo y voluntad, se pulen.

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    4. Gracias. Es un relato al que le tengo mucho cariño.

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