Marina

Marina
Marina, de Ezequiel Barranco Moreno

viernes, 3 de junio de 2016

Son otros tiempos

Lucrecia era una niña inteligente que, desde muy pequeña, sintió la llamada de Dios. Muy joven, ingresó en un noviciado de las Teresianas. Allí fue plenamente feliz, dedicada a la oración, a las labores de la huerta y a ayudar a los necesitados, y comenzó a escribir textos, fruto de sueños y visiones, que ella recopilaba bajo el nombre “Mis Conversaciones con Cristo”. Cuando se los enseñó a la madre superiora la envió a su celda recriminándole su falta de humildad.
Incómoda con las normas de la comunidad, Lucrecia se salió del convento y, tras un largo peregrinaje en busca de la Verdad, se fue a la finca de su familia, a la que dotó de una pequeña capilla, un comedor y unas veinte pequeñas celdas, con un catre, una mesa y una silla. Así nació la casa fundacional de Las Hijas de la Palabra, que solo ella habitó.
Escribió al Papa y al Rey, predicó y arengó al pueblo, editó sus “Conversaciones con Cristo” y, tanto alboroto causó, que terminaron apresándola e ingresándola en un psiquiátrico. Allí escribió la epístola “¡Qué duros estos destierros!” en el que pedía la intercesión del Santo Padre. Con el beneplácito del Papa fue liberada, tras haber recibido electroshock y los sedantes necesarios, se fue a vivir a casa de su única hermana, que la acogió con cariño y cierta pesadumbre.
Vivió discretamente, escribiendo y rezando sin parar y conversando con niños, adultos y el mismo Cristo, continuó rezando y leyendo a santa Teresa y hasta su fallecimiento, bajo el efecto de neurolépticos y sedantes, mantuvo los ojos abiertos y la mirada fija al cielo, farfullando inspirados e incomprensibles poemas.

Éxtasis de santa Teresa, de Sebastiano Ricci

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