El edificio era como un inmenso panal, en el que cada uno de
nosotros tenía una celda y una función, una mesa, un ordenador, un fax y la
foto de la familia. En los pasillos un dispensador de agua, una máquina de café
y un servicio con váter, lavabo y espejo. Cada diez trabajadores teníamos una
secretaria, la nuestra se llamaba Ana, pero podría llamarse de cualquier otra
forma, ya que todas respondían al nombre genérico de señorita. Supervisándolo todo, el director y
dos interventores, que vigilaban, apuntaban, penalizaban o premiaban, según los
informes recibidos de la secretaria y de las cámaras del pasillo.
Cuando me encontraba cansado, me levantaba, salía de la
celda e iba al servicio. Allí me despejaba algo y, después de mirarme al espejo,
me enjuagaba la cara, me quitaba el sueño y mi inconfundible gesto de hartazgo,
desesperanza e impotencia. Una vez mejorado mi aspecto, volvía a la celda para
continuar con mi labor.
El director, siempre atento, analizó cada uno de mis pasos y
sacó sus propias conclusiones: Pondría un espejo y un lavabo en cada celda, con
la indicación expresa de un lavado de cara cada tres horas.
Paisaje de cudad, de Nathan Walsh
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Avanzamos a esa manera de trabajar, sin rechistar. Para nada se ha avanzado. Hasta los sindicatos se ha prostituido (mientras me paguen)
ResponderEliminarLa sociedad capitalista. Es la que tenemos, nos guste o no, tiene sus armas: vigilancia, castigo, espejismos y productividad.
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