Habían pasado ya dos años desde el armisticio y el ayuntamiento
organizó, coincidiendo con el Día del Pilar, la primera verbena popular del
pueblo. El final de la fiesta se celebró por todo lo alto en la Plaza Mayor , con su ambigú, orquesta,
baile popular y un castillo de fuegos artificiales.
Tal fue el éxito del baile que el alcalde y el cura,
decidieron utilizar el casino como Salón de Baile todos los fines de semana. El
día de la inauguración la sala estaba llena, con la pista rodeada de sillas
rojas, bien iluminada y con un gramófono que no paraba de poner pasodobles y
otras músicas populares. En la puerta dos guardias que controlaban la entrada, vigilar
el orden y se aseguraban de que no se perdiera la compostura. Al fondo, un
camarero con pajarita servía limonadas y otras bebidas.
Y ahí estaba yo, junto a otros amigos, mirando a las mujeres
que, de dos en dos, iban entrando en la sala se sentaban sin dejar de mirarnos
de soslayo y cotillear entre risas. Con un cigarro y una copa recorrí la sala
buscando a la que sería mi pareja de baile,
hasta que me topé con una joven de ojos profundos, que me mantuvo la
mirada sin ningún disimulo y sin ruborizarse.
No me lo pensé, tiré el cigarrillo, dejé la copa, pedí a la
orquesta que tocara “bésame mucho”, me fui hacia a ella y con una amplia
reverencia, un guiñó y una sonrisa, le pregunté si quería bailar. No mostró
timidez alguna, se levantó y dejó que la cogiera por la cintura, aunque
poniendo freno a mis intenciones con sus codos a la altura de mi pecho. Así y
todo fue suficiente para oler su perfume —algo fuerte— y sentir el roce de su
piel, curtida por el sol, en mi cara. Fuimos hablando, yo queriendo
impresionarla, ella susurrándome al oído con voz melosa, insinuante, quizás
algo ruda. Me llamó la atención el olor a tabaco que desprendía al hablar e
incluso al moverse — por aquella época no era normal que las mujeres fumaran—,
pero no me desagradó, y seguí luchando contra sus codos. Poco a poco fui
ganando su confianza y los codos se abrieron levemente para acogerme entre
ellos. La presión sobre sus pechos me excitó lo suficiente como para intentar
besarla y ella accedió en un momento de despiste de los guardias, y dejó por
fin caer sus brazos sobre mis hombros. La abracé con el deseo de que acabara el
baile y pudiéramos irnos al olivar cercano, pero, en ese momento noté algo raro.
Comenzó a ponerse roja y entre sus piernas noté algo que crecía y rozaba mi
vientre bajo.
Di un paso para atrás, ella se alejó procurando no llamar la
atención y vi como el rimel dibujaba una profunda tristeza en su rostro.
La danza de la vida de Edvard Munch
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Menuda decepción se llevó el hombre,dos miembros en alza, ante la sorpresa de uno de ellos.
ResponderEliminarHola llegué aquí por casualidad,voy a dar una vuelta y luego me quedo.
Saludos
Puri
Una historia triste como tantas de esa época (y de ésta).
ResponderEliminarBienvenida a mi blog, espero que te guste.
Recuerdos a Chula.