Marina

Marina
Marina, de Ezequiel Barranco Moreno

sábado, 2 de abril de 2022

Amanecer en una playa del sur

Escena en la playa, de Edward Henry 

Las gaviotas arrostraban el fuerte viento de levante. Detrás, un pequeño lloraba perdido entre los cuerpos de ébano que se arracimaban inertes en la orilla, algunos bañistas paseaban, los turistas sacaban fotos, y los curiosos gritaban desde la orilla señalando al pequeño con el dedo. Los graznidos de las aves al levantar el vuelo llamaron la atención del crío, que abrió los brazos, comenzó a moverlos al ritmo pausado de las aves, y se elevó ante el entusiasmo del público. El niño se perdió en el horizonte, los cuerpos siguieron balanceándose con las olas, y el público y las gaviotas continuaron graznando indiferentes.

500


Con mi entrada de ayer, mi blog ningunaregresa.blogspot.com ha alcanzado los 500 relatos y cerca de 50000 visitas.

Agradezco a todos los que en algún momento os habéis acercado a mis historias.

jueves, 31 de marzo de 2022

Cumpleaños

 Otro año más. El tiempo pasa de forma inexorable, casi sin que nos demos cuenta.


Cuando decidí comerme la moneda de chocolate que guardaba desde niño, al retirar la fina lámina dorada que la cubría, observé atónito que el monarca también había envejecido.


sábado, 26 de marzo de 2022

El pez y la luna

Caminando bajo la luna, de Joan Miró

El Pez Negro Abisal no solía abandonar las profundidades, hasta que una noche, motivado por un extraño impulso, subió a la superficie. El mar era tan negro como su origen, y la tierra una oscura silueta en el horizonte, ribeteada por la luz blanquecina emanada de una sonrisa celestial, alba como un sueño suspendido en la nada.

—Hola, sonrisa —dijo el pez esperando una respuesta amable.

—Buenas noches, desconocido y extraño ser.

—¿Cómo te llamas? ¿Hacia dónde vas?

—Sigo mi camino —contestó la luna.

—¿Puedo acompañarte?

—Al caer el sol, aquí estaré, cada ocaso.

El planeta, en su feliz cuarto menguante, sonrió, se despidió y continuó su camino sin percatarse de que, a partir de ese encuentro, cada noche, el pez la seguía cruzando océanos, estrechos y canales, hasta el poniente.

Hoy, la luna sonríe rodeada de estrellas que juguetean con las olas, y el Pez Negro Abisal, en la profunda sima, instruye a sus pequeñas luciérnagas sobre los beneficios de la perseverancia.

sábado, 12 de marzo de 2022

Encuentro

Sol en una habitación vacía, de Edward Hopper

Sus pensamientos se mimetizaban con el color marrón de los muebles del salón, del desvencijado sofá y de los marcos de la puerta y las ventanas. Solo un rayo de luz del atardecer que se colaba entre los visillos rompía el monocromo escenario de aquella tarde en que notó su presencia.

Se acercó a ella (y dejó que se acercara hasta tocarla) y la abrazó (y se dejó abrazar hasta envolverla).

Desde entonces nunca le abandonó la soledad.


Así es la vida

León Felipe, de Miguel Elías

La Seo estaba preparada para la inauguración de la nueva exposición. Bajo la cúpula, sobre un antiguo sillar, se había instalado un expositor de cristal iluminado por una potente luz cenital del óculo, en el que habían depositado una piedra ligera, pequeña. Alrededor se arremolinaban los asistentes al evento. ―Este guijarro humilde se ha encontrado bajo el altar de nuestra catedral, junto a una tablilla que asegura que justo en ese lugar se comenzó la construcción del templo en los albores del siglo XIII ―explicaba emocionado el comisario de la exposición. Una tremenda tormenta interrumpió la disertación, se anticipó a un temblor de tierra, e hizo huir al grupo. Se desprendieron cornisas, imágenes y pináculos, cayeron lascas de algunos capiteles, y una gran grieta en el ábside hizo pensar en lo peor. La iglesia quedó vacía y en silencio; la hendidura fue creciendo lentamente, destruyó el altar y se extendió por el suelo hasta llegar al sillar, que se hundió en una profunda sima. Desde el techo, por el presbiterio, comenzó a correr el agua que arrastró al pequeño canto rodado hasta sacarlo de la iglesia, arrastrarlo por las veredas, por los caminos, el campo y devolverlo al río, y allí, centelleando bajo la lluvia, espera iniciar su destino verdadero.
A León Felipe

lunes, 28 de febrero de 2022

Memorias

La persistencia de la memora, de Salvador Dalí

Nos apenó que no le quedara ni un recuerdo para rellenarlas, y eso que mi hermana lo guardaba todo, hasta el detalle más insignificante que le permitiera revivir tiempos pasados, como su triciclo, el elástico, la cartilla escolar, el retrato de su madre, sus dibujos, los tres cuentos que escribió, y las cartas de su novio; pero también jeringas sucias, el cuchillo con el que acabó con el camello, la cara del guardia del correccional, dos balas que no llegó a utilizar, la papelina adulterada, la última foto, y el diario que dejó inacabado antes de su extravío. 

A nosotros nos queda mucho que escribir... y olvidar.


viernes, 18 de febrero de 2022

Muerte en la Quinta Avenida

Nueva York, Quinta Avenida, de Joan Marti Aragonès

«Se oye cantar al lobo en las calles de enero, y gritos de mujer en el fondo del vaso» —pensaba el inspector John Brown asomado a su balcón del viejo bloque de la Quinta Avenida.

El tintineo del hielo en el vaso medio vacío le devolvió a la realidad. Era el tercer asesinato de una joven desde que acabó el año, sin que tuvieran nada en común, salvo el amargo olor a güisqui que perfumaba la ropa de las tres víctimas.

Terminada la copa se puso la chaqueta y salió a pasear por las oscuras calles del centro de la gran ciudad. Hacía frío. Entró en el único bar que encontró abierto y pidió un Johnnie Walker doble con mucho hielo, le dio un trago, y se quedó en silencio saboreándolo. Una joven se le acercó.

—¿Me invitas? —preguntó.

—Claro —respondió sin levantar la cabeza.

—¿Estás solo?

—Sí.

La trompeta de Louis Armstrong edulcoraba la oscuridad del local.

—Hace mucho frío ahí fuera, ni los perros se atreven a salir ¿Me das un cigarro?

—Los perros no —contestó en inspector mientras buscaba la pitillera—, pero los lobos sí salen.

—¡Anda ya! Aquí no hay lobos, y si los hubiera serían de los de dos piernas y un güisqui en la mano.

—¿Te dan miedo los lobos? Si quieres te acompaño a casa.

—Vale, pero no me cuentes historias —dijo esbozando una sonrisa infantil y coqueta.

—Venga.

Se abrigaron y salieron abrazados para combatir el frío de la noche. El abrigo rojo de ella olía a güisqui.

«Se oye cantar al lobo en las calles de enero, y gritos de mujer en el fondo de mi vaso» —pensó el inspector Brown asomado a su balcón del viejo bloque de la Quinta Avenida.


sábado, 12 de febrero de 2022

Autobiografía exprés

El viejo escritor, de Fernando Amorsolo

Mi nombre era Mariano, y nací y fallecí el mismo día, cuando cumplí los setenta y seis años. Al principio estaban mis padres muy felices, pero cuando vieron que a los treinta minutos ya hablaba, corría por el pasillo y me comía bocadillos con la dentadura completa, comenzaron a extrañarse. A la hora de haber nacido me compraron una tarta a la que pusieron tres velas, y cuando cumplí los quince años, cinco horas después, dejaron ya de celebrar mi cumpleaños. Al llegar el medio día, mi anciana madre ya había fallecido, y mi padre me quiso llevar de viaje al extranjero para conocer mundo y me tuvieron que hacer un pasaporte de más de cien páginas, cada una con una foto, que estuvieron sacándome de media en media hora para actualizarlo hasta montarme en el avión.

            Al final de mi vida, solo en casa, pensé que no había podido tener un hijo, ni escribir un libro o plantar un árbol. Solo nací y crecí, pero sin poder multiplicarme.

Todo fue muy rápido, el día solo me dejó tiempo para escribir esta historia.

sábado, 5 de febrero de 2022

Rebelde

Laurette con un vestido verde, de Henri Matisse

«La que con verde se atreve, por guapa se tiene». Este antiguo refrán, válido también para el género masculino, fue el que le dio la novedosa idea al gobernante: Ordenaría a la población más favorecida que se vistiera de ese difícil color. La estrategia sirvió y, en poco tiempo, con una sola mirada aérea, era capaz de catalogar a todos los habitantes según su belleza o era una desviación estadística inevitable el concepto que cada uno tuviera de sí mismo.

A la vista del éxito de la medida, decidió ampliarla y, dependiendo de los intereses y necesidades administrativas, dispuso que los deprimidos se vistieran de negro, los felices de blanco, los enamorados de rosa, los entusiastas de amarillo, los místicos de púrpura, etcétera. A los inestables y bipolares se les permitió, en clausula anexa, vestir de rayas y, para aquellos que tenían matices en su rasgo predominante, creó un listado de complementos corbatas, sombreros, cinturones o bolsos—, de variados colores para su clasificación.

Un día las fuerzas de orden detuvieron a un ciudadano que se paseaba con el torso desnudo. El presidiario hoy viste de negro, y los ciudadanos usan complementos, más o menos disimulados, de igual color.

sábado, 29 de enero de 2022

Crepúsculo

El estudio rojo, de Henri Matisse

A sus ochenta y dos años, con gran esfuerzo, el abuelo Alejandro terminaba el que sería su último cuadro, una copia de El Estudio Rojo, de Matisse. Los juegos de luces, reflejos e incluso estados de ánimo, que este oleo inspiraban, habían sido un reto para él durante sus últimos años de trabajo de copista.

Le asqueaba la simpleza con que denominaban rojo a los que era una verdadera constelación de estímulos: Bermellón, cadmio, amor, granate, amaranto, rubí, fuerza, odio, prohibido, carmesí, escarlata, pasión o rosa. Estaba seguro que Matisse, Munch, Gaugin o Rothko, nunca hablaron de ese color, así, sin matizar, como un analfabeto que mira las letras y es incapaz de desentrañar un texto.

Jamás se desprendió del cuadro y nunca volvió a pintar, hasta un día en que cogió un tubo de blanco de titanio, y fue sobrepintando el suelo, la pared, la mesa y las sillas, el jarrón, las figuras y las flores del lienzo. Cuando tapó todo su trabajo, el mismo día en que se instaló la desmemoria, sobrepuso su nombre en blanco rutilante, que el tiempo termino de mimetizar con el fondo monocromo.

viernes, 28 de enero de 2022

Comunidad de vecinos

Los vecinos, de Hugo Marín

Los gritos de los niños en el patio, las conversaciones cruzadas desde los balcones, el trasiego por las escaleras, y los pregones de los tenderos, vestían de pobreza el edificio blanco y albero de tres plantas y cincuenta años, de las Viviendas Protegidas.

            —Mami, Juana está gritando.

            —Déjalos, hijo, ya se calmarán, como siempre.

            —No quiero oírlos, me da miedo.

            Arriba, el ruido de las canicas y la música machacona del transistor, los viejos visillos algo raídos y el cuadro del Sagrado Corazón.

            —¿No te dije que no te retrasaras? —gritó Ramón implacable, antes incluso de que el vecino de arriba cruzara la puerta y se callaran las canicas— ¿Qué has estado haciendo?

            —Comprar, como siempre —contestó Juana—. Y mucho es, con el poco dinero que me das.

            La puerta del segundo se abrió y dejaba ver la cornucopia con el busto de Camarón. Un portazo fue incapaz de sellar la conversación.

            —¡Ya está bien de gritar! —dijo la anciana vecina del tercero.

            —¡Calle, vieja, métase en sus asuntos!

            —¿Ves, mami? No se callan, a doña Mariana también le ha hablado mal.

            —¡Venga! sígueme: Un elefante se balanceaba sobre la tela…

            Abajo Julián pregonaba su oferta. Era una mañana desapacible, caían algunas gotas y los pocos paseantes que se habían atrevido a salir aceleraban el paso.

            —¡Tres kilos a cinco euros! ¡Vamos, chiquilla, que se acaban!

            —¡Nunca más! ¿Me escuchas? No quiero volver a verte en el bar. El sinvergüenza de Salustiano te está tirando los tejos y tú coqueteando con él, y con cualquiera que se cruce.

            —No he hecho nada, Ramón.

            —¿No, y con quién te has estado gastando mi dinero?

            Varios golpes en la pared intentaron inútilmente frenar la discusión.

            —Dile que deje de gritar, mami, no quiero oírlos.

            —Tranquilo, ven, sigue cantando conmigo. Un elefante se balanceaba sobre la tela de una araña, y como veía…

            Las canicas rodaban sin parar. Un cubo lleno de agua apontocaba la puerta entreabierta del segundo izquierdo Desde dentro salía olor a chocolate, y se escuchaba a Toby ladrar a los mellizos del tercero izquierda, que jugaban al coger en la escalera.

            —Si nadie te quiere más que yo ¿no lo entiendes, Juana? Tienes que andar con más recato, los tíos te miran que se les va a salir los ojos, y tú es que los vas provocando. Pareces una puta.

            —¡Déjalo, Ramón, has bebido otra vez!

            —¿Por qué es tan malo, mami? Juana es muy buena, yo la quiero mucho, siempre me da caramelos. 

            —No pasa nada, hijo, toma tu bocadillo. Vamos, sigue: Un elefante se balanceaba sobre la tela de una araña, y como veía que no se rompía…

            Un golpe seco paró el tiempo y la discusión. El patio quedó en silencio, Toby se escondió bajo la cama. Las puertas se cerraron. Solo se oía un llanto fino, entrecortado, tremendamente doloroso. Toñín se tapaba los oídos y se abrazaba a su madre.

            —Le va a pegar, no quiero que le haga daño, como papá cuando llegaba a casa y me escondías.

            Un elefante se balanceaba sobre la tela de una araña, y como veía que no se rompía fue a llamar a otro elefante…

            Lo recogió en su regazo y siguió cantando la canción que tanto le gustaba, Toñín se tapaba la cabeza, y Juana, acurrucada en un rincón oscuro del salón de su piso, se balanceaba ronroneando una vieja canción infantil, aprisionada en una cruel tela de araña.


martes, 18 de enero de 2022

Todo habría sido distinto

Adán y Eva (detalle), de Alberto Durero

El gusano llevaba tiempo en el gimnasio y, cuando se vio en forma, inició su aventura más arriesgada. Entró en una manzana y esperó mientras se alimentaba y fortalecía. El día en que la mujer, herida por el mortal veneno de la serpiente, se la ofreció al incauto humano, y este la mordió, el miserable helminto contraatacó. Le mordió la lengua y continuó por el esófago y estómago, disfrutó con la consistencia blanduzca de los pulmones, la mousse del hígado, la casquería, y con el sabor dulzón del sexo. Al terminar, dejó la piel vacía como único vestigio de la historia de la humanidad.

viernes, 14 de enero de 2022

Final abierto

Samurai, de de Utagawa Toyokuni

El sorprendido turista. Se despertó en el centro de un gran salón, con un taparrabos de piel de leopardo, un hacha en la mano que manejaba con evidente torpeza y rodeado por una serie de curiosos personajes a los que no conocía. Frente a él, unas mellizas idénticas, salvo que una era rubia y otra morena, vestidas de amazonas, con un pecho descubierto y un arco con cinco flechas en su carcaj, a su izquierda un joven imberbe que no paraba de girar una honda, y a la derecha un caballero medieval montado a caballo con una ballesta en la mano. Cerraba el círculo a su espalda un japonés blandiendo un nunchaco y una katana.

FINAL 1:

El turista entonces levantó el hacha. Las mellizas, sin pensarlo y al unísono, dispararon sus flechas, con la mala suerte de que erraron e hirieron sin querer error al joven imberbe, que acababa de liberar su honda, impactando la piedra en la frente del caballero, el cual cayó al suelo, se golpeó en la nuca y falleció. El caballo, asustado por el ruido, coceó al japonés justo en el momento en que rebanaba con su katana el cuello del turista, que terminó así su viaje.

FINAL 2:

El turista entonces levantó el hacha. El joven imberbe liberó su honda, impactando la piedra en la frente del caballero medieval, el cual cayó al suelo, se golpeó en la nuca y falleció. El caballo, asustado por el ruido, coceó al japonés justo en el momento en que rebanaba con su katana el cuello de las mellizas, que antes de caer, dispararon sus flechas e hirieron de gravedad al turista, que terminó así su viaje.

FINAL 3:

El turista entonces levantó el hacha. El caballero medieval no pudo controlar a su desbocada montura, cayó al suelo y falleció a consecuencia del golpe. El caballo, asustado por el ruido, coceó al japonés justo en el momento en que rebanaba con su katana el cuello de las mellizas, que antes de caer, dispararon sus flechas e hirieron por error al joven imberbe, que acababa de liberar su honda, impactando la piedra en la frente del turista, que terminó así su viaje.

FINAL 4:

El turista entonces levantó el hacha. El japonés, sorprendido, intentó contraatacar rebanando el cuello de las mellizas que habían disparado sus flechas, hiriendo por error al joven imberbe, el cual acababa de liberar su honda, impactando la piedra en la frente del caballero medieval, que cayó al suelo, se golpeó en la nuca y falleció. El caballo, asustado por el ruido, coceó al turista, que terminó así su viaje.

FINAL 5:

El turista entonces levantó el hacha. Las mellizas, el joven imberbe, el caballero medieval y el japonés, comenzaron a bailar al ritmo de la música con la que comenzaba la fiesta de disfraces de bienvenida al turista un millón.

FINAL 6:

El turista entonces levantó el hacha y... 

domingo, 2 de enero de 2022

Conversaciones en la barra de un bar - III: Los camellos

La adoración de los Reyes Magos, de Giotto di Bondone

El bar, una especie de bistró de esos que ofrecen comida económica, estaba casi vacío. Me senté en una banqueta en el extremo de la barra y pedí una cerveza con su correspondiente tapa, que dejé a mi derecha mientras leía el periódico. Me llamó la atención el ruido que había en la zona de comedor y le pregunté a Ezequiel, el camarero. Me dijo que hacía horas que habían entrado tres camellos y que estaban hartándose de agua de tal forma que las jorobas parecía que iban a estallar.

Me acerqué a verlos por curiosidad y ante su mirada interrogativa, por educación y para entablar una conversación que me sacara del aislamiento, me presenté. Ellos me contestaron diciéndome sus nombres Rohclem, Rapsag y Rasatlab—, y sin que nadie se lo pidieran comenzaron a quejarse de su suerte. Me dijeron que todo el reino animal sabía que algo importante había pasado en las lejanas tierras de Judea y que burros, bueyes, ovejas, gallinas, cerdos y otras especies se dirigieron allí para ver el prodigio y que ellos los siguieron con la misma intención. Rohclem, el mayor de los tres y de piel muy blanca, se quejó de que un tal Melchor se le había subido encima en un descuido, Rapsag, rubiasco y algo impertinente, me dijo lo mismo de Gaspar, y que Rasatlab, el más joven y de curtido pelo negro que los acompañaba, tuvo que cargar con un tal Baltasar.

Cuando llegamos a la aldea —me siguió contando Rasatlab con su peculiar acento etíope— íbamos rodeados de mucha gente y no quisimos seguir. Dejamos allí a los tres polizones que no hacían otra cosa que adorar a un recién nacido y organizar y cargar todos los paquetes con los presentes que iban llegando.

Yo les dije, y Ezequiel lo rubricó, que habíamos escuchado la historia y que a Melchor, Gaspar y Baltasar los conocía todo el mundo, y de eso precisamente se quejaron, de que en realidad esos supuestos magos o reyes solo fueron tras advenedizos que se subieron en su lomo y siguieron al resto de los animales montados en sus chepas y que ni se habían dado cuenta de la brillante estrella que nos llevó hasta Belén.

Intenté tranquilizarlos y les dije que algún día Rohclem, Rapsag y Rasatlab, al igual que Toby, Laika, Chita, Lassie, Dolly, Rocinante o Babieca, serían reconocidos y admirados, pero mi opinión no les sirvió.

            No tenemos nada que regalar —dijo Rohclem.

            —Nadie escucha a los animales, y menos a un camello —sentenció Rapsag.

            —¿Qué vamos a hacer ante reyes o magos? —se preguntó Rasatlab.

            Yo no supe que decirles y vi cómo se levantaban y salían cantando y tambaleándose por el peso de las jorobas.

            Ezequiel me dijo que era la primera vez que veía a nadie emborracharse con agua y yo los disculpé recordándole que era Navidad. 

viernes, 24 de diciembre de 2021

Conversaciones en la barra de un bar - III: La ovejita

Adoración de los pastores (detalle), de Jacopo Passano

El bar, una especie de bistró de esos que ofrecen comida económica, estaba casi vacío. Me senté en una banqueta en el extremo de la barra y pedí una cerveza con su correspondiente tapa, que dejé a mi derecha mientras leía el periódico. Junto a mí una pequeña oveja comenzó a sorber ruidosamente agua y a rumiar el plato que Ezequiel, el camarero, le había servido. Me llamó la atención el aspecto taciturno de su rostro que se acentuaba por el color negro de su lana. Por educación y con algo de curiosidad me presenté y le pregunté si podía ayudarla en algo, ya que la veía preocupada.

            Ella rehuyó mi mirada y negó con la cabeza, pero tras unos segundos se volvió hacia mí y con los ojos llenos de lágrimas me contó su historia: Éramos más de mil ovejas de todas las edades —me refirió con un tono de tremenda tristeza, muy disciplinadas y amigas, que nos dejamos guiar por nuestros pastores y sus traviesos perros hasta llegar a el portal donde, decían, había nacido un niño que cambiaría el mundo. Ya en la cueva a la que nos dirigió una estrella vi que todo era especial allí. Alrededor nuestra, gallinas, patitos, médicos, labradores, fariseos y ganapanes, campesinas, limpiabotas, soldados, marineros, zapateros, escribas, aguadores, maestras, reyes y magos, estudiantes, prostitutas, modistas, plateros, chapineros, prestamistas, toneleros, albañiles, porteros y otros muchos miembros de los más diversos oficios llenaron la explanada que precedía al lugar del nacimiento. Todos cantaban felices —continuó con la mirada baja— hasta que acabó la fiesta y cada uno volvió a su casa o a su faena, y allí me quedé yo, rodeada del resto de las ovejas, y de la mula y el buey. Estos dos últimos, que son los que me han aconsejado este lugar, se fueron pronto, y entonces se estableció una acalorada disputa entre los pastores que terminó cuando todos se pusieron en marcha con su respectivo rebaño y me dejaron a mí atada a un árbol. Lo siento, me pareció leer en los ojos del perrito pastor que me custodiaba —terminó de contarme compungida—, pero nadie quiere a una oveja negra en su rebaño.

lunes, 20 de diciembre de 2021

Conversaciones en la barra de un bar - III. La mula y el buey

El nacimiento de Cristo, de Pedro Berruguete

El bar, una especie de bistró de esos que ofrecen comida económica, estaba casi vacío. Me senté en una banqueta en el extremo de la barra y pedí una cerveza con su correspondiente tapa, que dejé a mi derecha mientras leía el periódico. Alertado por el ruido que hicieron la puerta al abrirse y varias sillas y mesas que cayeron al suelo, me volví y vi entrar a la mula y el buey, que se apontocaron en la barra después de haber destrozado todo a su paso por las estrecheces del local.

            Por entablar conversación me presenté y me interesé por su salud, ya que los vi con ojeras y gestos de cansancio. Me respondieron amablemente mientras ella masticaba y él rumiaba el pasto que Ezequiel, el camarero, les había servido.

            Me dijeron que se habían quedado sin trabajo y que estaban buscando un empleo de cualquier cosa con la mantenerse, que aunque ya tenían una edad estaban perfectamente capacitados para trabajar. Yo, aunque no tenía nada que ofrecerles, me interesé y les pregunté sobre su experiencia profesional. Ambos me dijeron que toda su vida habían trabajado en la carga y el transporte, pero me insistieron en que aceptarían cualquier oferta. De hecho, dijeron, su última ocupación había sido calentar el ambiente en una cueva en la que había nacido un niño y me aseguraron que la familia había quedado muy satisfecha.

            Se quejaron de que poco después del nacimiento del pequeño aquello se convirtió en una feria, que allí ya no se podía estar con tanta gente, ricos y pobres, bien y malintencionados, hasta reyes con su séquito vinieron, y que por ello decidieron despedirse. Los padres del pequeño nos dieron las gracias —dijo la mula—, y nos rogaron que esperáramos, que a lo mejor tenían que hacer un viaje a Egipto, pero nosotros preferimos irnos a buscar suerte en otro sitio.

            Luego nos hemos arrepentido —siguió contándome el buey—, porque todos los que estuvieron por allí esos días han alcanzado mucha fama y los conocen por todos lados, pero de nosotros no se acuerda nadie a pesar de que sin nuestra presencia el niño probablemente habría muero de frío.

            Antes de que se fueran les dije que esa historia me sonaba y les enseñé un calendario en que salía su imagen para intentar animarlos, pero fue inútil, los vi salir cabizbajos y solitarios sin despertar la curiosidad de nadie.

viernes, 17 de diciembre de 2021

Conversaciones en la barra de un bar - III: La manzana

El Hijo del hombre, de René Magritte

El bar, una especie de bistró de esos que ofrecen comida económica, estaba casi vacío. Me senté en una banqueta en el extremo de la barra y pedí un café, que Ezequiel, el camarero, me sirvió diligente. En el salón, una mesa estaba ocupada por un variopinto grupo de comensales que charlaban amigablemente.

Presidiendo la comida estaba el de mayor edad, Mr Newton, que insistía que lo llamaran por su nombre; a su derecha estaba Guillermo y a su izquierda Eva y una vieja enlutada con una gran verruga en la nariz. Don Isaac comía un apetecible pastel de carne, Guillermo y la vieja un goulash y Eva nada, solo se quejaba, desnuda como estaba, de que hacía mucho frío.

Yo, aburrido en la barra, miraba como el almuerzo trascurrió sin incidencias hasta que llegaron los postres, todos pidieron una manzana y el camarero les dijo que solo les quedaba una. A partir de ese momento todo fue un caos. Mr. Newton insistía en que, tras su siesta debajo del manzano, la necesitaba para un experimento; Guillermo aducía que la quería para entrenarse, que tenía un comprimido en el que no podía fallar; y Eva se quejaba de que su plan para atraer a su novio se iba a ir al garete sin la dichosa manzana. Solo la vieja ajena a la discusión le preguntó al camarero que qué otra fruta tenía para contentar a los demás, mientras manoseaba un botecito con un líquido trasparente y espeso y se miraba al espejo.

Estaban a punto de llegar a las manos cuando entró en el bar un nuevo cliente que se sentó junto a mí. Buenas tarde, me dijo al tiempo que se presentaba ―Jobs en mi nombre, me dijo y me preguntó si esa manzana verde que descansaba en un plato en el extremo de la barra era mía―. Yo le dije que no, que era para los contertulios de la mesa. A él le dio igual, la cogió, le dio un bocado, la miró con interés y se marchó sin decir nada.

Al salir se despidió del camarero y éste le respondió: Hasta otro día Mr. Steve.



sábado, 4 de diciembre de 2021

Conversaciones en la barra de un bar - III: La rata

Dos ratas, de Vicent Van Gogh

El bar, una especie de bistró de esos que ofrecen comida económica, estaba casi vacío. Me senté en una banqueta en el extremo de la barra y pedí una cerveza con su correspondiente tapa, que dejé a mi derecha mientras leía el periódico. Cuando me di la vuelta me encontré con una rata que roía uno de los trozos de queso con que Ezequiel, el camarero, me habita obsequiado. Me pareció que el roedor estaba feliz porque movía la cola a mucha velocidad, pero cuando alcé la mano para echarla, ella me amenazó enseñándome los dientes y levantando el rabo hacia mi frente.

            Quise romper el hielo y me presenté —Antonio le dije que me llamaba—, y ella respondió amablemente —Rata es mi nombre, me dijo—. Yo me bebí la cerveza y no quise tomar el queso. Ella insistía, pero yo fui franco y le dije que allí había comido ella y me daba asco.

            Le pregunté que si venía con asiduidad al bar. Me dijo que no, que sabía que no era bien recibida en ninguna parte, por lo que no le gustaba repetir en ningún sitio. Noté entonces como dejaba caer el rabo quieto sobre el mostrador, como si lo adormeciera. Indagué el motivo de su tristeza y se sinceró. Me contó que su mala fama era injusta, que otros animales cargan con sus maldades y así eran reconocidos, como la cabra loca, la sibilina serpiente, en sucio cochino, el vago perro, las putas gallinas y muchos más, pero que a las ratas nadie podía criticarles nada. Bueno quizás sí —apostilló con humildad—, pero solo a las ratas de alcantarilla, aunque esas solo son primas lejanas con las que no me gusta relacionarse.

            Yo le repliqué, le eché en cara que han sido protagonistas de muchas desgracias, la peste por ejemplo, y ella lo reconoció, pero se disculpó porque en realidad no sabían cómo evitarlo, que si lo hubieran sabido probablemente habrían actuado de otra manera, y volvió a dejar caer su rabo inerte sobre el mostrador. Me convenció y, para mostrarme solidario con ella, me inculpé y le dije que nosotros sí habíamos llevado al mundo mucho sufrimiento y, para colmo, muchas veces de forma voluntaria, con las guerras, los asesinatos, el terrorismo o el genocidio, y le hablé con detalle de todo lo que habíamos hecho a lo largo de todo el siglo XX.

            Terminada la conversación, me olvidé de los escrúpulos y, para congraciarme con ella, le di un buche a la cerveza, cogí un trozo de queso y le ofrecí otro a ella, pero me dijo que no, que gracias, pero que ahí había comido yo y le daba asco.


Se bajó de la barra y, al salir, la vi hablar animadamente con un grupo de cucarachas que disfrutaban de los restos de un plato moviendo con alegría sus antenas.