El estudio rojo, de Henri Matisse
A sus ochenta y
dos años, con gran esfuerzo, el abuelo Alejandro terminaba el que sería su
último cuadro, una copia de El Estudio
Rojo, de Matisse. Los juegos de luces, reflejos e incluso estados de ánimo,
que este oleo inspiraban, habían sido un reto para él durante sus últimos años
de trabajo de copista.
Le
asqueaba la simpleza con que denominaban rojo a los que era una verdadera
constelación de estímulos: Bermellón, cadmio, amor, granate, amaranto, rubí, fuerza,
odio, prohibido, carmesí, escarlata, pasión o rosa. Estaba seguro que Matisse, Munch,
Gaugin o Rothko, nunca hablaron de ese color, así, sin matizar, como un
analfabeto que mira las letras y es incapaz de desentrañar un texto.
Jamás
se desprendió del cuadro y nunca volvió a pintar, hasta un día en que cogió un
tubo de blanco de titanio, y fue sobrepintando el suelo, la pared, la mesa y
las sillas, el jarrón, las figuras y las flores del lienzo. Cuando tapó todo su
trabajo, el mismo día en que se instaló la desmemoria, sobrepuso su nombre en
blanco rutilante, que el tiempo termino de mimetizar con el fondo monocromo.
Lo siento Eze. Soy de los que no distingue el blanco del blanco.
ResponderEliminarHace falta tener conocimientos, práctica o ambas cosas para diferenciar matices.
Si soy capaz, en cambio, de valorar la escritura y lo hago. La alabo.
Cada uno usa sus colores, desde que nace hasta que los años lo van situando en su realidad. A los demás nos toca captar sus matices.
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