Marina

Marina
Marina, de Ezequiel Barranco Moreno

viernes, 28 de enero de 2022

Comunidad de vecinos

Los vecinos, de Hugo Marín

Los gritos de los niños en el patio, las conversaciones cruzadas desde los balcones, el trasiego por las escaleras, y los pregones de los tenderos, vestían de pobreza el edificio blanco y albero de tres plantas y cincuenta años, de las Viviendas Protegidas.

            —Mami, Juana está gritando.

            —Déjalos, hijo, ya se calmarán, como siempre.

            —No quiero oírlos, me da miedo.

            Arriba, el ruido de las canicas y la música machacona del transistor, los viejos visillos algo raídos y el cuadro del Sagrado Corazón.

            —¿No te dije que no te retrasaras? —gritó Ramón implacable, antes incluso de que el vecino de arriba cruzara la puerta y se callaran las canicas— ¿Qué has estado haciendo?

            —Comprar, como siempre —contestó Juana—. Y mucho es, con el poco dinero que me das.

            La puerta del segundo se abrió y dejaba ver la cornucopia con el busto de Camarón. Un portazo fue incapaz de sellar la conversación.

            —¡Ya está bien de gritar! —dijo la anciana vecina del tercero.

            —¡Calle, vieja, métase en sus asuntos!

            —¿Ves, mami? No se callan, a doña Mariana también le ha hablado mal.

            —¡Venga! sígueme: Un elefante se balanceaba sobre la tela…

            Abajo Julián pregonaba su oferta. Era una mañana desapacible, caían algunas gotas y los pocos paseantes que se habían atrevido a salir aceleraban el paso.

            —¡Tres kilos a cinco euros! ¡Vamos, chiquilla, que se acaban!

            —¡Nunca más! ¿Me escuchas? No quiero volver a verte en el bar. El sinvergüenza de Salustiano te está tirando los tejos y tú coqueteando con él, y con cualquiera que se cruce.

            —No he hecho nada, Ramón.

            —¿No, y con quién te has estado gastando mi dinero?

            Varios golpes en la pared intentaron inútilmente frenar la discusión.

            —Dile que deje de gritar, mami, no quiero oírlos.

            —Tranquilo, ven, sigue cantando conmigo. Un elefante se balanceaba sobre la tela de una araña, y como veía…

            Las canicas rodaban sin parar. Un cubo lleno de agua apontocaba la puerta entreabierta del segundo izquierdo Desde dentro salía olor a chocolate, y se escuchaba a Toby ladrar a los mellizos del tercero izquierda, que jugaban al coger en la escalera.

            —Si nadie te quiere más que yo ¿no lo entiendes, Juana? Tienes que andar con más recato, los tíos te miran que se les va a salir los ojos, y tú es que los vas provocando. Pareces una puta.

            —¡Déjalo, Ramón, has bebido otra vez!

            —¿Por qué es tan malo, mami? Juana es muy buena, yo la quiero mucho, siempre me da caramelos. 

            —No pasa nada, hijo, toma tu bocadillo. Vamos, sigue: Un elefante se balanceaba sobre la tela de una araña, y como veía que no se rompía…

            Un golpe seco paró el tiempo y la discusión. El patio quedó en silencio, Toby se escondió bajo la cama. Las puertas se cerraron. Solo se oía un llanto fino, entrecortado, tremendamente doloroso. Toñín se tapaba los oídos y se abrazaba a su madre.

            —Le va a pegar, no quiero que le haga daño, como papá cuando llegaba a casa y me escondías.

            Un elefante se balanceaba sobre la tela de una araña, y como veía que no se rompía fue a llamar a otro elefante…

            Lo recogió en su regazo y siguió cantando la canción que tanto le gustaba, Toñín se tapaba la cabeza, y Juana, acurrucada en un rincón oscuro del salón de su piso, se balanceaba ronroneando una vieja canción infantil, aprisionada en una cruel tela de araña.


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