El nacimiento de Cristo, de Pedro Berruguete
El bar, una especie de bistró de esos que
ofrecen comida económica, estaba casi vacío. Me senté en una banqueta en el
extremo de la barra y pedí una cerveza con su correspondiente tapa, que dejé a
mi derecha mientras leía el periódico. Alertado por el ruido que hicieron la
puerta al abrirse y varias sillas y mesas que cayeron al suelo, me volví y vi
entrar a la mula y el buey, que se apontocaron en la barra después de haber
destrozado todo a su paso por las estrecheces del local.
Por
entablar conversación me presenté y me interesé por su salud, ya que los vi con
ojeras y gestos de cansancio. Me respondieron amablemente mientras ella masticaba
y él rumiaba el pasto que Ezequiel, el camarero, les había servido.
Me
dijeron que se habían quedado sin trabajo y que estaban buscando un empleo de
cualquier cosa con la mantenerse, que aunque ya tenían una edad estaban
perfectamente capacitados para trabajar. Yo, aunque no tenía nada que
ofrecerles, me interesé y les pregunté sobre su experiencia profesional. Ambos
me dijeron que toda su vida habían trabajado en la carga y el transporte, pero
me insistieron en que aceptarían cualquier oferta. De hecho, dijeron, su última
ocupación había sido calentar el ambiente en una cueva en la que había nacido
un niño y me aseguraron que la familia había quedado muy satisfecha.
Se
quejaron de que poco después del nacimiento del pequeño aquello se convirtió en
una feria, que allí ya no se podía estar con tanta gente, ricos y pobres, bien
y malintencionados, hasta reyes con su séquito vinieron, y que por ello
decidieron despedirse. Los padres del pequeño nos dieron las gracias —dijo la
mula—, y nos rogaron que esperáramos, que a lo mejor tenían que hacer un viaje
a Egipto, pero nosotros preferimos irnos a buscar suerte en otro sitio.
Luego
nos hemos arrepentido —siguió contándome el buey—, porque todos los que
estuvieron por allí esos días han alcanzado mucha fama y los conocen por todos
lados, pero de nosotros no se acuerda nadie a pesar de que sin nuestra
presencia el niño probablemente habría muero de frío.
Antes
de que se fueran les dije que esa historia me sonaba y les enseñé un calendario
en que salía su imagen para intentar animarlos, pero fue inútil, los vi salir
cabizbajos y solitarios sin despertar la curiosidad de nadie.
Es verdad, en esa cueva ellos trabajaban como extras cinematográficos y de esos no se acuerda nadie.
ResponderEliminarLo cierto es que a lo largo de la vida somos más extras que protagonistas.
EliminarEzequiel: somos extras, cierto pero desearía que se acordaran de nosotros. Eso espero.
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